«Teníamos la clara conciencia de que entre aquellas discusiones inacabables junto a la taza de té y las verdaderas organizaciones revolucionarias mediaba un abismo. Sabíamos que para entrar en contacto con los obreros era necesario conspirar en gran escala. Esta palabra, «conspirar», la pronunciábamos con una gran seriedad y un gran respeto, con una unción […]
«Teníamos la clara conciencia de que entre aquellas discusiones inacabables junto a la taza de té y las verdaderas organizaciones revolucionarias mediaba un abismo. Sabíamos que para entrar en contacto con los obreros era necesario conspirar en gran escala. Esta palabra, «conspirar», la pronunciábamos con una gran seriedad y un gran respeto, con una unción casi mística. No dudábamos que llegaría un momento en que pasaríamos de la taza de té al trabajo de conspiración, pero nadie decía claramente cuándo ni cómo iba a ser eso. Para disculparnos de la demora nos estábamos diciendo constantemente: hay que prepararse. Y la cosa no estaba falta de razón.»
León Trotsky – Mi Vida
En nuestro país, el sentido político de la palabra crisis tiende a extraviar su carácter excepcional, para convertirse en una condición de época o transición histórica. Durante los últimos años, la supuesta guerra contra el narco continuó –aunque ya no suelan llamarla así-, el neoliberalismo se radicalizó mediante las reformas estructurales y conquistó posiciones constitucionales, se profundizaron la explotación y el despojo, mientras que la represión, la militarización y el autoritarismo crecieron de manera desmedida. Sin duda, nos encontramos frente a un momento cumbre de una crisis histórica de magnitudes incalculables para México. Un destino ligado directamente a los designios de las clases dominantes norteamericanas, responsables de sostener prolongados e intensos contextos de guerra y devastación en diferentes regiones a nivel internacional. En otras palabras, la excepcionalidad mexicana es la expresión del funcionamiento estructural del sistema capitalista en la actualidad, en donde el sentido y materialidad de la vida y de la sociedad se devalúan, a toda costa, en favor de la tiranía de las ganancias.
Durante las últimas décadas, los jóvenes hemos sido expuestos a un panorama determinado por la migración, la ilegalidad, la criminalización, la precarización y la exclusión social, laboral y educativa. Nuestro país es otro al de nuestros padres y abuelos. La mayoría de las veces, estas condiciones difundieron e impusieron una sensación de malestar, pero también de resignación. Infelizmente, se trata de las condiciones que enfrentaron millones de jóvenes a nivel internacional. El neoliberalismo se fascinó en encontrar en la juventud uno de sus blancos preferidos, cuestión que nos orilla a pensar el papel estructural de la juventud en esta fase del capitalismo y, desde luego, su relación con la división internacional del trabajo. Por ejemplo, no deberíamos perder de vista que grandes emporios capitalistas (Mc Donalds, Wallmart) mantienen como fuente primordial de trabajo a jóvenes precarizados.
A pesar del repliegue político, y de la ofensiva económica y social, hacia la década de los ochenta, la juventud puso en pie diferentes estrategias de resistencia social y cultural (reggae, punk, ska, grafiti). Durante los noventa, e inicios de la década pasada, la juventud se vio implicada en procesos de resistencia al neoliberalismo en todo el mundo, pasando por el levantamiento zapatista (1994), las huelgas invernales en Francia (1996), las protestas en Seattle (1999) y la lucha contra la guerra (2001). Desde 2006 y 2007, años en que se generaron potentes protestas juveniles y estudiantiles en Francia( disturbios en las periferias de París), Grecia (paros de más de 300 centros de estudio contra la privatización de la educación) y Chile (la Revolución Pingüina), se registró una ascenso en la movilización que definitivamente vivió una ruptura tras la crisis económica de 2008 y el ambiente internacional generado por las revoluciones árabes, el 15-M en el Estado español y Ocuppy en Estados Unidos. Una estela de luchas en donde se inscribió precisamente la emergencia del #yosoy132 en 2012. Una nueva generación política ha logrado tomar la palabra, ello implica, en cierta medida, la apertura de una o varias preguntas que cuestionan el rumbo de nuestras sociedades y el futuro de esta nueva generación.
En ese contexto, resultan sorprendentes los procesos de movilización estudiantil y juvenil de los últimos tres años en nuestro país que, aunque concentrados primordialmente en la Ciudad de México y el centro del país, no dejan de sorprender por su irradiación hacia regiones del norte sumamente reaccionarias. Movimientos en donde decenas de miles de jóvenes y estudiantes participamos, y protagonizamos, potentes movilizaciones y procesos organizativos. A lo lejos, y desde una visión superficial y derrotista, estos movimientos no lograron nada, y no pudieron construir absolutamente nada. En todo caso, fueron simpáticos y atinados en sus intenciones. Sin embargo, esta visión resulta completamente reduccionista. Desgraciadamente, tras años de movilización juvenil, priva un balance parcial y desfavorable a potenciar la acción y organización política de la juventud entre una parte significativa de los jóvenes participantes de dichas experiencias.
El primer cuestionamiento a este balance proviene de una consideración histórica: movimientos con esas magnitudes no emiten sus resultados inmediatamente. También el 2 de octubre de 1968 fue una derrota inmediata, el Estado mexicano frenó abruptamente, y mediante la fuerza y el autoritarismo, al movimiento estudiantil. Pero su irradiación social e histórica no pudo ser frenada, y constituyó un fermento elemental de la movilización y la organización popular en el campo, las fábricas y los barrios, sin dejar de tomar en cuenta la influencia de esta generación política en la construcción de organizaciones estudiantiles. Es cierto, no transformaron radicalmente a México, pero dejaron para nosotros experiencias y condiciones sumamente valiosas que fueron la antesala de nuestros movimientos. En otras palabras, nuestra generación es hija de fuertes agravios por parte de las clases dominantes, pero también de la fuerza de aquellos que lucharon por nosotros. De la misma forma, el legado histórico de las movilizaciones juveniles y estudiantiles de los últimos años constituye un campo de disputa abierto, y no cerrado.
Vivimos un ambiente defensivo: un tablero amañado bajo las reglas de un contrincante dispuesto a todo, de un Estado dispuesto a continuar la masacre. Pero también vivimos un ambiente de fuertes escepticismos y dudas sobre las instituciones, en donde es importante detectar la existencia de diversos de procesos de resistencia. Desde luego, desarticulados e insuficientes, pero con una potencialidad significativa ante un ambiente político sumamente explosivo. Desde 2011, y hasta 2015, es posible destacar una coyuntura anual de movilización popular significativa, que indica la existencia de un ciclo de movilización popular. En 2011 nos sorprendió el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, un proceso en donde miles de jóvenes y ciudadanos nos movilizamos contra la violencia de Estado. Al mismo tiempo, una movilización de víctimas que muestra la profundidad de la crisis social que vive el país a causa de la guerra impuesta desde el gobierno de Calderón, pero también la tendencia de radicalización hacia la izquierda que las movilizaciones de víctimas experimentaron, y no hacia la derecha, como lo esperaron e impulsaron los sectores reaccionarios del país, anhelando emular la experiencia colombiana.
Los poderosos del país desearon llevar adelante una campaña electoral limpia en 2012, sin incidentes. Es decir, sin que sus intereses fueran expuestos abiertamente. Pero ello no fue posible, y una vez más, como en 1988 o 2006, el régimen experimentó una crisis de representación, en donde la movilización popular fue uno de los detonadores principales. En ésa ocasión, fueron los estudiantes quienes colocamos parte esencial del elemento dinámico y antagónico en el marco de las elecciones presidenciales. Por supuesto, gran parte de la fuerza del movimiento provenía de la simpatía generada en la sociedad, y en menor medida del impulso que los medios otorgaron al creer que se encontraban frente a un movimiento desarmado de críticas radicales. No se puede negar la disposición de decenas de miles de jóvenes que lucharon contra la imposición de Peña Nieto y en contra del control mediático de los grandes medios de comunicación. Los errores fueron muchos, pero en su amplitud, el fenómeno no puede reducirse a una cuestión simplemente programática u organizativa.
En 2013, en pleno ascenso del autoritarismo y profundización del neoliberalismo, el movimiento estudiantil, principalmente en el centro del país, salió a las calles en defensa del magisterio democrático que fue desalojado del Zócalo de manera violenta por el gobierno de Mancera. En ese panorama, decenas de planteles escolares fueron tomados y decenas de miles de jóvenes marcharon el 15 de septiembre -codo a codo- con la CNTE y el magisterio democrático. En 2014, el país experimentó la movilización estudiantil más radical y masiva en la historia de las últimas décadas. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa fue el detonador. En ese contexto, fueron impulsadas jornadas de lucha en donde el movimiento alcanzó la capacidad de tomar más de 120 planteles. Al mismo tiempo, es necesario reconocer la radicalidad que los estudiantes demostramos mediante la consigna fue el Estado, empuñada por la Asamblea Interuniversitaria, órgano que logró reunir e representantes de más de 70 planteles. Sin olvidar que ese mismo contexto fue el escenario de la heroica huelga estudiantil en el POLI, la cual logró arrebatar una victoria al gobierno. Desde las entrañas del movimiento, fue evidente que las movilizaciones por Ayotzinapa hubieran sido imposibles sin la experiencia, las redes de comunicación (no sólo redes sociales) y la experiencia de movilización en las calles que dejó el 132.
Las coyunturas de los últimos cuatro años muestran una capacidad de movilización enorme, inspirada por motivos democráticos y éticos, en donde el hilo de la indignación muestra un núcleo ético muy profundo. Pero al mismo tiempo, exhiben un panorama en donde la mayor parte de éste descontento juvenil y popular no está organizado en torno a espacios de participación política permanentes. En ese caso, debemos analizar en qué hemos fallado, y por qué no hemos logrado consolidar organizaciones amplias, juveniles y estudiantiles, capaces de sobrepasar las coyunturas. La juventud que se ha movilizado en los últimos años es expresión no sólo de la crisis de representación política del gobierno y el Estado, sino también de la crisis de los referentes políticos de la izquierda. El descontento mostrado tanto en 2012 como en 2014 no es articulado, ni por un proyecto político propio, juvenil o estudiantil, ni por los referentes políticos existentes en el campo de la izquierda. En ese panorama, una de las tareas centrales de nuestra generación política es tratar de construir lecciones colectivas de las luchas de las generaciones pasadas y, al mismo tiempo, de nuestras propias experiencias. No para juzgar fatalmente o unívocamente, sino para comprender y hacer frente a los dilemas del presente.
Es necesario preguntarnos qué sucedió con la generación gestada en torno al 68, y que más adelante impulsó la generación de sindicatos independientes (STUNAM, SITUAM etc.), organizaciones campesinas, movimientos urbanos y agrupaciones políticas de extrema izquierda de diverso tipo (PCM, OIR, PRT, Liga 23 de septiembre entre otras). Y también, cuestionar cuál es la experiencia y el balance de la generación gestada hacia finales de los ochenta que fortaleció tanto el proceso de construcción del PRD, como el proceso militante generado en torno al EZLN. Sin omitir que esta revisión, vertida desde un cierto enfoque generacional, no debe dudar en cuestionar simultáneamente las estrategias políticas implementadas durante las últimas décadas por la izquierda y desde el campo la movilización popular.
La crisis histórica de nuestro país, así como nuestro propio surgimiento, nos coloca frente a la necesidad de construir una izquierda radical capaz de cuestionar las dinámicas estructurales del capitalismo y del Estado, capaz de esquivar el electoralismo oportunista, pero también el gremialismo y el localismo. Una izquierda que luche políticamente contra el Estado, capaz de generar procesos de autogestión social del territorio y medidas que opongan a la descomposición social la reconstrucción del tejido social desde la solidaridad, y en autonomía política del Estado y el régimen político. No hay recetas, y en cierto sentido nos encontramos en un momento de crisis para las estrategias de la izquierda, pero también en medio de un ciclo de movilización significativo atravesado por la emergencia de una nueva generación política. Lo importantes es observar cómo el panorama actual, a pesar de sus complicaciones, indica un horizonte en donde no sólo existe movilización social, sino que la misma tiende a radicalizarse. Sin duda, la historia de nuestros pueblos, y de nuestras propias luchas, constituye un llamado a continuar el combate. Es urgente salir a las calles, potenciar el sindicalismo independiente y la organización de sectores de trabajadores no organizados, apoyar y militar en los movimientos contra el despojo y en defensa del territorio, propiciar luchas urbanas y luchas políticas contra la violencia de Estado y en favor de los derechos de las mujeres, sin olvidar nuestras propias luchas en el terreno educativo. Esas inquietudes atraviesan ya a nuestra generación. Para ello, debemos encargarnos de construir mediaciones e iniciativas políticas que, por un lado nos permitan agrupar y agregar el descontento juvenil, y por el otro, nos permitan dialogar e intervenir en ese amplio campo de luchas existentes y posibles, esta doble tarea se cuenta entre las necesidades esenciales de una política anticapitalista en nuestro país.
En cierto sentido, nos encontramos en un panorama que anuncia la imposibilidad de generar un cambio profundo desde la lógica de reformar gradualmente las instituciones, mediante conquistas electorales o ciudadanas, pero también un contexto que impide pensar en luchas únicamente locales, regionales o gremiales, y en donde la escala nacional y la disputa estatal aparecen como una necesidad de primer orden. Tanto el electoralismo oportunista de la izquierda partidaria, como el sectarismo de cierta izquierda antisistémica, son incapaces de dialogar con la diversidad de movimientos en la actualidad, así como con la juventud movilizada. Al mismo tiempo, la radicalización de la crisis mexicana tiende a elevar las tensiones entre el antineoliberalismo y el anticapitalismo. La cuestión es si es posible hacer retroceder al neoliberalismo sin luchar contra la lógica estructural del capitalismo, plasmada en la gran propiedad y en un régimen político completamente caduco. Los anhelos nacionalistas y populistas, encarnados actualmente en Morena, parecen anhelar volver al capitalismo nacionalista desarrollista de décadas atrás, sin comprender que el panorama internacional y nacional (Sin un balance crítico de los enormes fraudes electorales) cambió y ofrece un panorama de crisis en donde las respuestas tienden a polarizarse.
La juventud no tiene la respuesta, ni puede generarla por sí misma, pero podría contribuir en su construcción. La cuestión es cómo agregar y organizar a una generación que muestra profundos rasgos políticos, sumados a un temperamento fuerte, cargado de espontaneidad a través de una actuación episódica. Es importante pensar en lógicas de construcción molecular en barrios, escuelas y entre diversos procesos de base. Pero debemos tomar en cuenta que el descontento y la disposición de lucha ya se encuentran instalados en decenas de miles de jóvenes. Esto constituye el espacio para pensar en iniciativas que coordinen a los núcleos organizados del movimiento y sumen a compañeros que no están integrados en un proceso formal. Desde luego, tenemos que ir a los barrios, construir una agenda estudiantil y apoyar a las luchas de los pueblos y sindicatos independientes del país. Y quizás una vía posible sería tratar de agrupar el descontento a través de mediaciones e iniciativas políticas, con el objetivo de plantearnos estas luchas en conjunto, y no por separado.
Nuestros movimientos no cambiaron al país, pero al menos nos demostraron, en contra de la ideología dominante, e incluso de nuestras propias estigmatizaciones, que es posible tomar la palabra, alzar la voz, cuestionar el sentido de nuestras vidas y el rumbo de nuestra sociedad. Y que ello depende de la acción y la organización colectiva. No podemos olvidarlo, un movimiento social de masas libera una energía social que puede, aunque ello sea en potencia, penetrar en las estructuras más profundas de la conciencia y de la vida política de un país. Esto puede parecer simple, pero no lo es. Y en un país como el nuestro, constituye una pequeña –gran– victoria. El Estado no cambió, pero nosotros sí…
Nota: Agradezco la lectura y observaciones de Guillermo Almeyra.
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