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Las minas de la vergüenza

Fuentes: Termitas y elefantes

Prologaba Borges que cuando Dante Gabriel Rossetti leyó la novela Cumbres Borrascosas le escribió a un amigo que la acción trancurría en el infierno, aunque los lugares tenían nombres ingleses. Algo similar pasa en las minas de la montaña boliviana de Sumaj Orcko en Potosí -antes bautizada como Cerro magnífico, y hoy llamada Cerro Rico-, […]

Prologaba Borges que cuando Dante Gabriel Rossetti leyó la novela Cumbres Borrascosas le escribió a un amigo que la acción trancurría en el infierno, aunque los lugares tenían nombres ingleses. Algo similar pasa en las minas de la montaña boliviana de Sumaj Orcko en Potosí -antes bautizada como Cerro magnífico, y hoy llamada Cerro Rico-, pero con nombres quechuas y españoles, refrendados en una extraña simbología fabulosa de ángeles y demonios.

En el infierno de las minas vive el diablo. Es una deidad construida con minerales por los primeros mineros y ensamblada con barro para darle la forma de monstruo, cuyos ojos, hechos de cristal, relumbran como presagio de buena suerte y protección a sus sobrinos, quienes responden a la preeminencia del Tío, nombre venerado por cada uno de los fieles. La boca siempre está abierta para recibir sus ofrendas: coca, k’uyunas (cigarros) y aguardiente. Y de su cuerpo rojizo emerge un fastuoso falo como símbolo de virilidad y fuerza.

Los hombres de las minas contemplan las sombras en la caverna, encadenados a su propia tumba. El aire polvoriento se ensarta hasta los huesos agotándolos lentamente a más de 40 grados. Los socavones son grises y húmedos y fácilmente se pierde conciencia entre el día y la noche en una montaña volcánica que, en tiempos del Imperio Inca, llegó a alcanzar los 5.183 metros de altitud sobre el nivel del mar y que menguaron a 4.700 metros a causa de los inagotables túneles que ejecutaron los colonos españoles el primero de abril de 1545, cuando supieron que un pastor, Diego Huallpa, encontró, durante una noche bien oscura, pepitas de plata que brillaban intensamente en las faldas del cerro.

La Cordillera de los Andes que atraviesa de arriba a abajo América del Sur es un punto geoestratégico para la explotación de minerales. Concentra centenares de minas imprescindibles para el sustento del modelo energético y económico de Bolivia que ayuda también al crecimiento de Europa y Estados Unidos, pues en sus montañas existe la mayor riqueza del mundo en Plata, Plomo, Estaño y Cinc. De hecho, no es casualidad que los lugares donde se excavaron en el pasado miles de agujeros hasta llegar a las actuales 5.000 galerias -unos 90 kilómetros de cuevas y pasadizos- sean puntos de alto conflicto nacional e internacional que han suscitado, después de 470 años, un interés social, ambiental y humano.

En Las venas abiertas de América Latina Eduardo Galeano estimó que unos 8 millones de personas habían muerto entre las rocas derruidas por las explosiones de los perforistas y por la inhalación de miasmas calientes y hediondas, colmadas de sílicio y arsénico. La silicosis ha hundido la vida a millones de mineros que prematuramente se jubilan entre los 35 y 40 años refugiándose a ciudades colindantes de menos de 3.000 metros de altitud debido a la enfermedad. En el cerro se han extirpado ya 46.000 toneladas métricas de minas de plata que representan solamente un 30% de su extensa totalidad. Son los intereses capitalistas de Occidente y Oriente los verdugos de estos infatigables trabajadores en busca de su último filón de plata.

A día de hoy se contabilizan 15.000 personas trabajando en el Cerro Rico de Potosí, organizadas en 26 cooperativas, en las distintas zonas de explotación. Las minas son propiedad estatal y están cedidas, desde la crisis minera de los años 80, a las cooperativas encargadas de vender a las empresas del sector el material en bruto ya separado manualmente. Sin embargo, las cooperativas, ajenas a su naturaleza propia, establecen rangos de trabajo entre patrón y explotado, funcionan por miedo, por usurpación, por apariencia, acercándose a las dinámicas de empresa privada implacable y dominante.

Niños esclavos

En 1819 Coleridge acuñó el término «esclavos blancos» para todos aquellos niños que trabajaban en las fábricas británicas de algodón. Fue la primera vez que alguién declamaba públicamente los males del trabajo infantil en las fábricas y minas de la Inglaterra industrial.

Dos siglos después, la vulneración de los derechos infantiles marcan perentoriamente el mayor desafio para el Estado Plurinacional de Bolivia. Unos 6.500 niños y jóvenes están obligados a trabajar en las minasdurante doce horas a 20 pesos bolivianos, unos dos euros (cuatro veces menos de lo que cobra un adulto), y pocos tienen tiempo para ir a la escuela. Los que apenas lo hacen se han convertido en jukus (búhos, en quechua), ladrones nocturnos que excavan túneles clandestinos para robar una irrisoria pepita de plata o estaño.

Aunque el Ministerio de Trabajo boliviano ha instaurado un Plan para la Erradicación Progresiva del Trabajo Infantil, Bolivia tiene dificultades económicas para proporcionar una solución al trabajo de niños y adolescentes. Con un presupuesto exiguo, su intervención en el caso de la mineria no va más allá de enviar a unos pocos inspectores de trabajo a las bocaminas, organizar algunos talleres de sensibilización y permitir que los niños a partir de 14 años puedan trabajar independientemente. La complejidad es mayor cuando el sector minero, que representa a más de un 30% de la población boliviana, apoya a los menores que exigen al gobierno que no les pongan limitaciones para su trabajo.

¿Cómo proponer alternativas dignas y sostenibles al negocio de la minería y a sus trabajadores? ¿Quiénes son, en realidad, los que se enriquecen en este negocio? Tal vez, si analizamos bien esta cuestión encontraremos respuesta a por qué interesa mantener la minería sin dar otras salidas, y cómo también pasa entonces a formar parte de la maldición de los recursos naturales.