Jorge Reyna, de 67 años, padecía una terrible enfermedad de la cual fue notificado en enero del corriente cuando tuvo que ser atendido en un hospital tras ser baleado durante la represión de los primeros días del actual gobierno de Julio Garro, en La Plata. Militó en Montoneros y en los ochenta fundó Peronismo por […]
Jorge Reyna, de 67 años, padecía una terrible enfermedad de la cual fue notificado en enero del corriente cuando tuvo que ser atendido en un hospital tras ser baleado durante la represión de los primeros días del actual gobierno de Julio Garro, en La Plata.
Militó en Montoneros y en los ochenta fundó Peronismo por la Patria. En 1995 se presentó como candidato a vicepresidente, en las legislativas de 1997 como primer candidato a diputado por la provincia de Buenos Aires y en 1999 a presidente de la Nación, por el Frente de la Resistencia, definiéndose como un «peronista nacionalista revolucionario».
Fue un exponente de quienes entregaron su vida en la militancia, con aciertos y errores pero con la convicción de que el camino de la Revolución se hace con sacrificio y mucha audacia. Recordado por sus compañeros de tantos años como un personaje que combinaba la pelea con el humor, la partida de Jorge Reyna golpea muy fuerte a toda una generación de luchadores y luchadoras que en los 70 estaban dispuestos a tomar los cielos por asalto, y casi lo lograron.
En esta despedida de hoy, quienes te conocimos y te quisimos como era, te decimos: compañero Jorge Reyna, ¡hasta la victoria siempre!
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(Nota biográfica publicada en la revista El Gráfico el 9 de septiembre de 2012)
Jorge Reyna: Ocho vidas juntas
Así define Jorge Reyna las experiencias cosechadas durante 63 años. Militante por elección, integró el GEL,fue montonero, estuvo preso y en la clandestinidad, zafó de las garras de la dictadura; tras el exilio inevitable, fue candidado a Presidente. Pero también atajó en Inferiores de Estudiantes y en la B de Suecia, y fue DT en Mozambique. Allí lo apodaron Mister Montonero y hasta le ofrecieron dirigir a la selección.
«Nací en Córdoba, pero de chico me fui a vivir a La Plata. A fines de la década del 60 empecé a estudiar cine. Cursé dos años y pico. Ahí empecé la militancia universitaria, algo difícil para la época. Ser peronista en la facultad era una cosa inconcebible. O eras radical o eras del partido comunista, de izquierda. Después dejé la carrera y pasé a militar en una organización armada, el GEL (Guerrilla del Ejército de Liberación), un grupo que más tarde se dividió entre los de izquierda, que se fueron al ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), y los peronistas».
«Mi inclinación política creo que surgió por una experiencia de la infancia. El intento del General Valle de traer a Perón después del 55 empezó en La Plata, en el Regimiento 7. Querían tomar la jefatura de Policía y yo vivía justo a una cuadra de ahí. Todo eso me marcó mucho: desde el patio de mi casa les tiraban con obuses a la jefatura y no la pudieron tomar. Yo quedé mal, tenía 8 años y pasé mucho miedo. Fue una situación violenta y traumática. Era como una guerra. A mí me taparon con un colchón, pero escuchaba todo. Después racionalicé lo que había pasado. Y de eso construí».
«Además, siempre fui un tipo a contramano de lo que socialmente debía hacerse. Iba a un colegio privado, de curas, el San José de La Plata, que estaba bien considerado. Definirme como peronista en ese momento fue rebelarme ante los militares, la persecución. Para estar en contra de ese statu quo, en Argentina había que ser peronista».
«En el San José había un seleccionado y yo era el arquero. Oscar Malbernat, Cacho, que después fue campeón del mundo con Estudiantes, estudiaba en el colegio y armó un partido entre el San José y una de las Inferiores del club. Yo vivía enfrente de la cancha. Jugamos en 1 y 57, y ganamos. Atajé un penal y cuando nos estábamos yendo, Miguel Ignomiriello, técnico de los chicos de Estudiantes, me prepuso sumarme a los entrenamientos. Yo jugaba al rugby en La Plata Rugby Club, pero igual me empecé a entrenar y estuve un tiempo ahí. Se me hacía muy difícil porque el fútbol me implicaba otro esfuerzo más. Durante un tiempo aguanté las dos cosas, hasta que tuve que optar y me quedé con el rugby, que me gustaba. En el Pincha, llegué hasta la Quinta y jugué algunos partidos en la cuarta».
«Me iba bien, eh. Era un arquero totalmente salidor, jugaba en el borde del área grande. Tenía un estilo similar al de (Hugo) Gatti. Era muy de dirigir, tenía personalidad fuerte, armaba la defensa, gritaba. Eso a los del club les impresionó. Era buen arquero, más de prevenir la jugada que de resolverla. Me dolió dejar el fútbol. Al rugby jugaba de fullback. Después, con la política, largué todo».
«Algunos con los que jugué llegaron a la Primera de Estudiantes. Fui compañero de (Juan Alberto) Taverna, que después fue 9 del club. También de (Humberto) Zucarelli. El Bambi Flores, el arquero que era suplente de (Alberto) Poletti, había sido compañero mío en baby fútbol. Siento que si me hubiera quedado en el club podría haber llegado a Primera».
«La elección por la militancia fue un camino individual que hice. Mi casa era una casa politizada, pero no de militantes. Era un hogar de clase media baja, con los vaivenes típicos de ese estrato social. Mi mamá era ama de casa y mi viejo, empleado judicial. Fue peronista entre mediados de los 40 y los 50. Sin embargo, en mi casa se festejó cuando cayó Perón. Después, cuando volvió, lo apoyaron. Igualmente, no había en ellos un compromiso político profundo».
«En la facultad, lo que hice fue agruparme con gente. Cuando los Montoneros ejecutaron a Aramburu, me sacudió. Me dije: ‘Esto es lo que hay que hacer. Es el único camino posible’. Me definí: quería ser uno de esos, quería ser Montonero. Empecé por el GEL, que duró poco porque había peronistas y otros que no lo eran».
«Después seguí en las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), que se habían declarado peronistas y más tarde se unieron a Montoneros. Al principio teníamos una formación política, una experiencia, hasta que obtenías el rango de combatiente. Para llegar a ese rango había una mínima formación militar, un poco de entrenamiento. Algunos compañeros fueron formados en Cuba. El resto hacíamos alguna práctica de tiro, cuestiones militares básicas. También había formación política, charlas, lecturas. Cuando eras combatiente empezabas a participar en las acciones».
«A principios de los 70 pasé a la clandestinidad. Cayó presa una compañera y en la casa había cosas con mi nombre, con lo cual se tomó esa decisión, preventivamente. Las FAR me plantearon ir a Rosario. Yo estaba casado y tenía una hija. Mi mujer no tenía ninguna formación política, pero cuando le expliqué que iba a irme de La Plata, se sumó».
«En ese momento tenía una confitería, una experiencia cultural crítica. Yo pintaba, había hecho una exposición en el Instituto Di Tella. Armé una casa vieja, un caserón tipo palacete. Era un centro de los raros, gente del arte, de la música. Ahí aparecieron los Redonditos de Ricota. El lugar se llamaba Free Mundo Especial. Vivíamos de eso hasta que llegó la policía y me la sacó. En ese instante me di cuenta de que acá no se podía hacer nada».
«En Rosario caí preso. Estuve en varios lugares e incluso pasé un año en la cárcel de Rawson, de donde salí gracias a la amnistía de Cámpora. Cayó mi compañera también y quisieron robarme a mi hija. La rescataron mis viejos y (Felipe) Rodríguez Araya, un abogado que defendía presos políticos. Ellos se la sacaron de las manos a la mujer de un tipo que era el que nos torturaba».
«En el 73 salí de la cárcel, volví a La Plata, retomé la militancia política. En esa época hacíamos una militancia barrial, en la Juventud Peronista. Así estuvimos hasta el golpe del 76».
«Vino la Dictadura y aguantamos acá en el 76 y 77. Nunca nos habíamos planteado irnos. Pero llegamos a un punto en el que no teníamos dónde dormir. Ni ropa, nada. Ibamos rotando por diferentes lugares. Yo tejía bufandas y medias. Y de eso vivíamos. Trabajaba 12 horas en eso, en una casa que alquilaba con nombre falso. Salíamos sólo para cuestiones militantes precisas, que era un riesgo muy grande».
«No es que nos fuimos, nos fueron. De la última casa salimos milagrosamente y a los tiros. Había militares que fueron a buscar a un vecino, en San Isidro. Mi hija no vivía con nosotros, estaba con los abuelos, pero a veces la veíamos. Ese fin de semana se había quedado. A la noche escuchamos que llegó el Ejército. Nosotros teníamos la pastilla de cianuro: la consigna era no caer vivos. En un momento nos piden que salgamos. La que era mi mujer en ese momento titubeó por la nena y me dijo: ‘Yo me entrego’. Decidí salir con mi hija. Si me paraban, les disparaba. Tenía en claro que a mí, vivo no me llevaban. Salimos por el pasillo, estábamos en una casa al fondo de otra. Uno pegó el grito de que no nos fuéramos, pedía que nos detuvieran. Le di la nena a mi mujer y tiré con un arma que tenía. Ahí mi vecino tiró también. Nosotros corrimos. Corrimos muchísimo y nos fuimos. Zafamos».
«Juntamos 200 dólares gracias a la ayuda de familiares. Teníamos un bolso, que llenamos de papeles. Le pusimos ropa vieja arriba para que pareciera de viaje, aunque en realidad estaba vacío. Nos tomamos un avión a Uruguay, de ahí un colectivo a Brasil. Nos presentamos en Naciones Unidas y nos dieron el rango de refugiados, la protección. Respiramos. Y viajamos a Suecia».
«Ahí aparece el fútbol otra vez. Cuando llegamos, lo primero que pensamos fue que nos teníamos que ir. No teníamos un peso, era un lugar rarísimo para nuestra cultura. Nos pusieron en un campamento de casitas, con un comedor común. Dos o tres meses te tenían ahí. Se armó un campeonato de fútbol, un cuadrangular, entre los suecos que trabajaban en el lugar, chilenos, uruguayos y argentinos. Como siempre, fui al arco. Ganamos el cuadrangular y en el medio del último partido se me acerca un tipo que, traductor mediante, me ofrece jugar al fútbol».
«Pregunté cuánto me pagaban por atajar y me contestaron que lo mismo que por ir a limpiar una escuela. No lo dudé. Estuve en el Linhamns, que estaba como en la Primera B de acá, era la filial del Malmö. Jugué poco más de un año, pero sufrí muchísimo. El nivel de marginación era duro. Tenía tres entrenamientos por semana más el día del partido; y una vez sola un tipo me llevó a mi casa en su auto. Una sola vez otro compañero me preguntó de dónde era. No había relación, era insoportable. Tan es así que me cansé y me puse a limpiar escuelas».
«En Africa había compañeros que estaban apoyando al movimiento de (Nelson) Mandela. Se había hecho una especie de embajada Montonera. Me ofrecieron ir ahí, a Mozambique. Yo no sabía ni en qué parte del mapa estaba, la verdad. Pero fuimos».
«Cuando salía del trabajo no tenía nada para hacer. Y como venía con el ritmo del fútbol, me ofrecí en la dirección de Educación Física para trabajar en algo. Era el año 80. Me preguntaron si quería jugar o dirigir. Me dio fiaca entrenarme, así que me incliné por lo segundo. Asumí en un equipo provincial que se llamaba Muaihibir».
«Yo venía de la escuela de Estudiantes, así que como entrenador era bilardista. Los mozambiqueños jugaban al toque, eran de la escuela portuguesa, habían sido una colonia de Portugal. Nadie marcaba a nadie. Ningún futbolista era profesional, todos trabajaban de otra cosa, pasaban hambre. Así y todo, ganamos el campeonato provincial».
«Eso hizo que otro club se interesara en mí. Se llamaba Costa do Sol y era de Maputo, la capital. Era como el River de acá. La primera vez que me tantearon les dije que no. Cuando volvieron, una de mis hijas estaba con desnutrición. Ahí no había para comer. Entonces, cuando llegó el momento de hablar de plata, les pedí una casa y comida: una docena de huevos, aceite, carne y leche. Aceptaron, y arreglé».
«Con el Costa do Sol ganamos un torneo que era por eliminación. Yo era el Míster Montonero, así me decían. No había hinchadas, iban todos juntos a ver el partido. Nosotros armamos las hinchadas, hicimos banderas. Estuvimos desde el 80 al 82. Incluso llegaron a ofrecerme el cargo de entrenador de la selección de Mozambique, pero no acepté. Quería volver a la Argentina, así que no bien pudimos, regresamos».
«Cuando volví, trate de darle continuidad a aquello que había quedado trunco. Todo terminó con la candidatura presidencial como punto máximo de eso. Me postulé en las elecciones de 1999 con el Frente de la Resistencia. Nuestra lucha era contra el menemismo. Para nosotros, Menem era la traición, queríamos romper con el neoliberalismo. Fue algo hecho a pulmón. En ese momento, la publicidad ‘Menem lo hizo’ costaba 150 mil dólares cada vez que salía al aire. Con ese presupuesto nosotros hicimos toda la campaña. Era imposible competir. Pero bueno, terminamos con 60 mil votos».
«Ahora siento que estoy de vuelta. Es una sensación con algo de nostalgia, algo de melancolía. Y muchos interrogantes. Uno se pregunta para qué: para qué zafé de las que zafé. ¿Para terminar muriéndome de viejo? Quizás me tendría que haber muerto antes. Yo, como tantos, viví ocho vidas juntas por todo lo que pasé, por lo que aguanté. Viví con una intensidad que es la que puede vivir un hombre común en diez vidas. Lo digo sin soberbia, eh. Todo lo decidí yo, está claro. Y no sé cuál será el reservorio que uno tiene de energía y de espíritu, pero yo creo que se va gastando».
«Mi militancia ha sido la columna vertebral de mi vida. Trabajé en el zoológico de La Plata, pero ya no lo hago. Tengo 63 años. Tuve tres hijos con mi primera esposa, una de la clandestinidad, otra del exilio y otro del retorno. Y uno más con mi actual pareja. Ahora doy charlas para movimientos sociales y estoy escribiendo un libro que se va a llamar ‘¿Valió la pena?’. Trato de contar un poco todo esto desde una perspectiva político-existencial. Se trata de preguntarme y tratar de que otros se pregunten si valió la pena todo lo que sucedió. Obvio, en mis ratos libres también voy a ver a Estudiantes».