Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores y nunca los vencidos; pero además, los vencedores generalmente han resultado siendo personas individuales y singulares, casi siempre dotadas de alguna particularidad sobresaliente que se sobrepone y destaca, anulando, otros y diversos factores intervinientes en los hechos. Por esta razón, evidentemente con fundamento, se […]
Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores y nunca los vencidos; pero además, los vencedores generalmente han resultado siendo personas individuales y singulares, casi siempre dotadas de alguna particularidad sobresaliente que se sobrepone y destaca, anulando, otros y diversos factores intervinientes en los hechos.
Por esta razón, evidentemente con fundamento, se ha llegado a la conclusión de que se ha creado una historia «oficial» (concordante con los intereses de los «vencedores»), que constituye una historia sesgada, porque al margen de haber sido escrita por encargo y por individuos que, en muchos casos, ni siquiera formaron parte de los acontecimientos relatados, además nunca han contemplado los hechos y el protagonismo del pueblo.
Al respecto pueden efectuarse multiplicidad de digresiones muy ricas, que en este caso dejaré al margen. Sin embargo, me quedo con el criterio de que si bien la historia la escriben los pueblos y es ella la que se queda en la memoria colectiva, en cambio no siempre es la misma que se plasma en la versión «oficial». Y ello se explica porque de manera invariable, siempre surge alguien (principalmente ligado a algún tipo de interés y muy especialmente cuando se trata de defender el poder o el gobierno circunstancialmente detentado), que se encarga y busca establecer un imaginario y una forma de comprender los hechos.
Se trata de una tarea que puede ser comprendida como un afán natural para crear un «sentido común» en la sociedad, y establecer una hegemonía acorde a los intereses o el proyecto que representan. Por ello mismo, a no dudar y en tanto busquemos remitirnos al pasado para encontrar respuestas, rescatar lecciones, develar hechos, o establecer la verdad; siempre habrá una «historia oficial», aunque casi siempre también, discordante de la percepción y la memoria colectiva que descifra los hechos de una manera diferente…
Ayudado por esas reflexiones, acerquémonos al conflicto con los «cooperativistas» mineros, y veámoslo a través del intento de construir historia en la que parece haberse embarcado el gobierno.
Aquejado por una incomprensible incapacidad autocrítica y totalmente consciente de un represivo, confrontacional y pésimo manejo del conflicto, cuyos varios muertos se acumulan a las decenas que ya se han producido durante su gestión; el gobierno se ve empeñado en una enorme campaña para «implantar» en el imaginario social una idea (léase «verdad histórica»), que se contrapone diametralmente a la percepción ciudadana, cuya expresión más clara son las redes sociales. El oficialismo busca desvirtuar y demostrar que el conflicto no ha sido una muestra de la disputa y, mucho menos, un desentendimiento en pugna entre aliados extractivistas («cooperativistas» y gobierno). No hay que olvidar que por más de una década, ambos están esquilmando hasta el agotamiento los recursos minerales del país, así como aprobando normas, disposiciones y hasta préstamos y otras franquicias que favorecen intereses privados y transnacionales, a costa de gravísimos daños socio ambientales y otras «perlas» que todo el país conoce. En realidad lo que se busca (bajo la tesis de la conspiración y el inusitado despliegue de todo el aparato estatal, incluyendo denuncias de los ministerios de Comunicación, la Presidencia, e inclusive una convocatoria a la Asamblea Legislativa para que ministros presten informe sobre los acontecimientos sucedidos), es reeditar la versión de que se estaba gestando un golpe de Estado, para ocultar y hacer desaparecer toda su responsabilidad sobre los graves hechos de violencia y muerte acaecidos.
Puede ser absolutamente comprensible la intención de generar un sentido común y desarrollar un imaginario que busque la empatía y el respaldo ciudadano respecto de un referente; pero de allí a tratar de desvirtuar u ocultar responsabilidades, o los verdaderos hechos y sus causas con tal de «identificar» otros culpables que no sean uno mismo (generalmente imaginarios y fantasmas); no solo implica despreciar la inteligencia y el sentido común de la gente, sino también una descarada irresponsabilidad al pretender mostrar las cosas como no son.
El gobierno y sus ministros tan empeñados en este penoso afán, parecen no darse cuenta (o no quieren entender) que el rechazo, repudio, la bronca acumulada y el descontento que expresa la ciudadanía contra estos actos, no es resultado de una «labor conspirativa» o el interés por «erosionar y debilitar el gobierno» que la oposición hubiese generado, o resultado de la manipulación de los medios de comunicación; sino más bien producto de sus propios actos y despropósitos. Reinventar los hechos para acomodarlos a las propias conveniencias puede tener el mérito del autoconvencimiento, e inclusive la creación de un descargo o coartada; pero cuando choca y se contrapone a la realidad, o peor, la pretende distorsionar (mal)intencionadamente, solo puede dar como resultado el rechazo firme.
Arturo D. Villanueva Imaña es sociólogo
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