El próximo 26 de septiembre se cumplirán dos años del que es, sin lugar a dudas, el episodio más negro y doloroso vivido en la historia contemporánea de nuestro país. La larga noche de Iguala dejó una huella indeleble en miles de mexicanos, especialmente en las familias de quienes fueron asesinados, heridos y desaparecidos. De […]
El próximo 26 de septiembre se cumplirán dos años del que es, sin lugar a dudas, el episodio más negro y doloroso vivido en la historia contemporánea de nuestro país. La larga noche de Iguala dejó una huella indeleble en miles de mexicanos, especialmente en las familias de quienes fueron asesinados, heridos y desaparecidos. De entonces a la fecha, la actuación del gobierno federal sólo deja en claro que busca eliminar todo rastro de memoria colectiva al respecto. La «verdad histórica» de Murillo Karam, ampliamente difundida en los medios de comunicación y respaldada por el plagiador de Atlacomulco, pretendió imponerse en el imaginario de la sociedad mexicana. A través de una avalancha de mentiras, cuya soberbia y cinismo son la impronta de un modus operandi aplicado también en contra de las diversas manifestaciones de movilización social, buscó sepultar cualquier otra versión o línea de investigación que pusiera en entredicho el libreto oficial. Éste se basó en las supuestas evidencias y declaraciones de «sicarios» implicados en el operativo contra los estudiantes de la Normal Rural «Isidro Burgos». El objetivo principal fue, gradualmente, deslindar de toda responsabilidad a los altos mandos militares y gubernamentales que tuvieron conocimiento del ataque contra los normalistas de Ayotzinapa y el equipo de futbol Los Avispones. Más aún: se trató de sembrar la confusión acerca de la presencia de los normalistas en Iguala. Se pasó de asegurar que estuvieron ahí para protestar contra José Luis Abarca, entonces alcalde de esa localidad, a señalar que el operativo fue orquestado y llevado a cabo por narcotraficantes al «confundir» a los normalistas con una banda rival. Incluso se llegó a sugerir la posibilidad de un vínculo directo de alguno de los normalistas desaparecidos con el «crimen organizado» (argumento que, dicho sea de paso, se desarrolló en el triste panfleto cinematográfico dirigido por Jorge Fernández Menéndez). La tesis central de la «verdad histórica» es que los normalistas, luego del operativo que bloqueó nueve puntos cercanos a Iguala, fueron conducidos al basurero de Cocula y ahí se les incineró en una gran pira.
Sin embargo, la movilización social encabezada por los familiares de los 43 normalistas no sólo puso en entredicho la versión oficial, sino que abrió la posibilidad de una investigación seria, profesional y comprometida con la verdad que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) realizó pese a la campaña de linchamiento en su contra. El GIEI generó a través de entrevistas, búsqueda de archivos y actas declarativas dos informes en torno al caso. El segundo informe es, por la ampliación de los testimonios, y el acucioso contraste de éstos, la reconstrucción de los hechos, la búsqueda y análisis de los expedientes, el documento más importante en la batalla por la verdad y la justicia; asimismo, se trata de un valioso texto que echa abajo, una a una, las tesis institucionales. Por esa razón, puede comprenderse la furibunda campaña contra el GIEI. El segundo informe muestra cómo, de manera sistemática, mandos medios y altos de policías y militares de Guerrero han ocultado información o mentido acerca de lo que sucedió el 26 de septiembre de 2014. Además, señala las contradicciones de la «verdad histórica» y pone énfasis en la reconstrucción de los hechos que, durante horas, ocurrieron en Iguala con participación de policías municipales, estatales y efectivos del ejército. En otras palabras, deshilvana la actuación del Estado mexicano, no sólo en torno al operativo del 26 de septiembre, sino también en su posterior accionar durante las pesquisas. El GIEI demostró que el cansado Murillo Karam y la gris Arely Gómez, como representantes del gobierno federal y del Estado mexicano, han sido los responsables de la estrategia institucional en torno a Ayotzinapa. A lo largo de sus más de 500 páginas, el segundo informe del GIEI desglosa no la incapacidad del gobierno plagiador de Peña Nieto para resolver el caso, sino la obstrucción y la negativa del acceso a la justicia. Es decir, desenmascara el objetivo primordial del gobierno mexicano: el plan del silencio, el desprecio y la protección de los responsables intelectuales y materiales del operativo. La actuación de Tomás Zerón como director de la Agencia de Investigación Criminal (AIC) es quizá la muestra más clara de dicha estrategia. Zerón se convirtió en el brazo fuerte de Murillo Karam y fue, a la sazón, el artífice directo de la «verdad histórica»; es acusado de ser el responsable de fincar pruebas y obstruir otras investigaciones como el caso Paulette, y en lo que respecta a Ayotzinapa por mentir deliberadamente sobre haber sido acompañado por una escolta de la ONU al momento de realizar una diligencia. [1] Su reciente nombramiento a una esfera superior habla del peso que ejerce y, sobre todo, de la importancia de cuidar la verdad que han construido con mentiras.
El caso Iguala será, por siempre, la mancha de sangre que hará recordar la administración de Enrique Peña Nieto. En 2006, como gobernador del Estado de México, el sino diazordacista del alumno predilecto de la Universidad Panamericana salió a flote asumiendo la responsabilidad de los acontecimientos en San Salvador Atenco; hoy día la huella de Ayotzinapa lo persigue. Mientras se obstina en silenciar los reclamos de justicia y en amortiguar, mediante remociones en cargos y enroques en sus secretarías, el descontento social a través del slogan que acuñó para su cuarto informe presidencial, «lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho», lo único cierto es que la herida de Ayotzinapa sigue abierta. Con la campaña en los medios masivos de comunicación, el plagiador de Los Pinos busca, en el fondo, imponer una «verdad histórica» que «cuenta mucho», pero la tenacidad de los normalistas de Ayotzinapa, el incansable trajín de las madres y padres de familia, y el dolor de los estudiantes asesinados, de los futbolistas de Los Avispones y de miles de mexicanos generan un clamor que no calla.
México no es el mismo desde el 26 de septiembre de 2014. La rebelión del dolor que ahí se inauguró no cesa, por más que lo intenten desde las esferas del poder político en México. Se cumplirán 24 meses, largos, sinuosos, sin nuestros compañeros. El movimiento social de nuestro país, en sus más disimiles expresiones, tiene una nueva oportunidad para no dejar solos a los padres, para cerrar filas y generar la mayor discusión posible de una necesidad de cambio real en el país. Estamos, como en el libro que narra la vida de nuestros compañeros antes del fatídico 26 de septiembre, en La travesía de las tortugas; en la lenta marcha por la verdad, la memoria y la justicia que llegará pese al dolor. ¡Vivos los queremos!
Nota:
[1] Para un análisis al respecto, vale la pena la aportación de Ricardo Raphael «El infame ascenso de Tomás Zerón», disponible en http://www.eluniversal.com.mx/
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