Cada vez que un adolescente aparece involucrado en un delito grave, especialmente en años electorales, vuelve a la tapa de los diarios el «debate sobre la imputabilidad penal» de los menores de edad. Políticos oficialistas (hoy, el mismísimo presidente Macri), opositores, opinadores profesionales, en fin, todos, claman por cambios en las leyes o en la […]
Cada vez que un adolescente aparece involucrado en un delito grave, especialmente en años electorales, vuelve a la tapa de los diarios el «debate sobre la imputabilidad penal» de los menores de edad. Políticos oficialistas (hoy, el mismísimo presidente Macri), opositores, opinadores profesionales, en fin, todos, claman por cambios en las leyes o en la forma de aplicarlas. Unos piden represión explícita a los gritos. Encerrarlos y tirar la llave, matarlos o esperar que se mueran. Otros son más sutiles, hablan de un «abordaje integral de la problemática (¿?)» y mechan en su discurso palabras como reinserción, resocialización, garantías y derechos. Pero marchen presos.
Paralelamente, jamás escuchamos a esos que salen a los gritos contra los «menores criminales» sugerir siquiera que haya mano dura y tolerancia cero para la infinidad de delitos, muy superior en cantidad y calidad, que diariamente protagonizan policías, gendarmes, prefectos, guardiacárceles o militares, ni para los crímenes de la burocracia sindical, de los empresarios y funcionarios.
Nos saturan desde los medios hegemónicos con afirmaciones como que, en Argentina, ser menor de 16 años es tener licencia para matar. Silencian que, con las actuales leyes vigentes, ningún pibe, culpable o inocente, es impune si es pobre. Si tiene más de 16 años, va a juicio como cualquiera, sólo que lo juzga un tribunal que tiene un cartelito en la puerta que dice «Menores», y, en lugar de ir a una cárcel, va a un instituto, como el Rocca, el San Martín o el Belgrano, donde el mismo cartelito es la única diferencia.
Y si tiene 13, 14 o 15 años, es todavía peor. Es cierto que no se lo juzga ni se le aplica una pena, porque es «inimputable», pero el juez tiene la potestad de decidir que debe ser internado en algún instituto, o, si tiene suerte, es adicto y hay cupo, en alguna comunidad terapéutica. En uno u otro caso, en algún momento va a salir, abusado, violado, embrutecido, mucho más adicto de lo que entró, y listo para que lo fusile el primer policía con el que se cruce en el barrio.
O no va a salir nunca, como Ariel Llanos, Marcelo Zafatle, Néstor Salto, Germán Medina, Rodolfo Arancibia, María del Carmen Venencio, Marcos Dunda, Maximiliano Rodríguez, Luis Ordóñez, Fabián Lucero, Jonathan Retamoso, Marcelo López Pavón, Santiago Romano, Juan David Fernández, Santiago Romano, Guillermo Palleres, Micaela Romero, Diego Borjas, Maximiliano Graziano, Lucas Simone y muchos otros pibes y pibas muertos en alguno de esos lugares «de protección y contención» en todo el país. Dicho sea de paso, ninguno de ellos había cometido un hecho de sangre. Muchos, como Germán Medina, ni siquiera habían sido acusados por un delito, sino que estaban internados por razones «asistenciales», para satisfacer «necesidades morales y materiales» que sus familias no podían proveer, y que el Estado resolvió matándolos.
Nos dicen también que hay un «vacío legal», que hay que instaurar a nivel nacional un régimen penal juvenil similar al que ya rige en otras provincias, como la de Buenos Aires, con el argumento de que ser juzgado da a los pibes el derecho a defenderse. De nuevo, es cierto que la ley nacional que rige el procedimiento penal de chicos menores de edad es de 1980, pero la implementación, en muchas provincias y países limítrofes, de sistemas de responsabilidad penal juvenil no han modificado la vulnerabilidad y la injusticia que padecen los hijos de los pobres.
Tanto las leyes provinciales ya vigentes, como los diferentes proyectos existentes y que se vienen, declaman con cuidado cuanto derecho y garantía procesal recordaron sus autores, e invocan a cada paso la constitución y pactos internacionales. Así, empaquetan con un velo políticamente correcto la sujeción de pibes de 14 años a un régimen penal similar al de los adultos, que ni siquiera excluye el arbitrario procedimiento sumarísimo y sin defensa de la flagrancia.
Parte del discurso para la tribuna se nota cuando hablan de la necesidad de que los procesos sean rápidos, y que todo el trámite, desde su inicio hasta la sentencia, dure un año o menos. Cualquiera que camine los tribunales sabe que sólo se pueden cumplir esos plazos con condenas express, usando los juicios abreviados, en los que toda la actividad del defensor oficial se reduce a la extorsión («firmá el abreviado, pibe, te conviene»), o con el sistema de la flagrancia. Esos mecanismos, aplicados a la realidad material de los chicos que son judicializados en nuestro país, los más pobres y vulnerables, son formidables herramientas de disciplinamiento social, que no consagran el «derecho al debido proceso», sino el derecho a la condena.
Imputables o inimputables, hoy las cárceles de niños están llenas, y ninguno es el hijo de un empresario, un político o un funcionario. Esos, cuando cometen un delito, son tan impunes como sus padres.
Todo este «debate» sobre la imputabilidad penal de los menores de edad trata, en realidad, de cómo exterminarlos en mayor número, al menor costo posible, y que los que queden vivos, sirvan de clientes para las porquerías que trafica la burguesía, y de mano de obra esclava para su policía. Y que aprendan que si se rebelan, si dicen «no», les puede pasar como a Luciano Arruga.
Nos quieren imponer un falso debate legislativo, escondiendo detrás de la biblioteca los cadáveres de miles de pobres, hoy al ritmo de uno por día. No quieren que veamos que, mientras se mantenga el carácter clasista del sistema judicial y de todo el aparato estatal, los niños pobres seguirán muriendo en los reformatorios. Y por supuesto, también seguirán siendo pobres.