A la hora de tratar el tema de la hegemonía en este momento histórico de la sociedad argentina, no creo que sea adecuado exponerlo como la conformación de una «nueva hegemonía», radicalmente distinta de la existente o bien destinada a cubrir un vacío donde no la había. Si partimos en la concepción de las construcciones […]
A la hora de tratar el tema de la hegemonía en este momento histórico de la sociedad argentina, no creo que sea adecuado exponerlo como la conformación de una «nueva hegemonía», radicalmente distinta de la existente o bien destinada a cubrir un vacío donde no la había. Si partimos en la concepción de las construcciones hegemónicas de la idea de que no pueden partir de otro sitio que de la dominación de una clase que ocupa un lugar fundamental en el progreso económico, no debería haber dudas sobre ello.
La hegemonía es entonces de una clase dominante (en el sentido de supremacía económica y también de detentación del poder coercitivo) que aspira a convertirse en «dirigente», lo que equivale a presentar con éxito sus propios intereses como los del conjunto de la sociedad, a extender sobre el plano cultural y político la supremacía que ya tiene en el económico, a colocar a las clases «subalternas» en un rol subordinado, pero de consentimiento de lo fundamental del ordenamiento social.
Es claro que en la sociedad argentina no sólo no ha cambiado la clase propietaria de los medios de producción, la que desde allí construye hegemonía, sino que la llamada «superestructura», y dentro de ella los denominados «aparatos hegemónicos» tienen continuidad con el período anterior. Allí están los grandes diarios y los principales medios electrónicos, incluso los foros empresariales en que los dueños y gerentes del capital discuten, defienden y difunden sus rumbos tácticos y estratégicos, desde el coloquio de IDEA al acto inaugural de la exposición de la Sociedad Rural Argentina; las «usinas de pensamiento» de universidades privadas, think thanks y consultoras ocupaban y ocupan su lugar antes y después de diciembre de 2015.
Más bien se trata de una reformulación de la hegemonía existente, articulada dentro de su ejercicio «normal», el de la democracia parlamentaria, estabilizado hace más de tres décadas, que apunta a proveer nuevos bríos a la «supremacía intelectual y moral» que el gran capital ya poseía, si bien en un grado y modo que le imponía (le impone) ciertas concesiones, una contribución a darle «bases materiales» a esa hegemonía; que hoy cree que puede dejar de sostener, a partir del establecimiento de una relación más directa, menos mediada, entre gran capital y Estado que le permita redefinir el vínculo de supeditación a sus intereses de las clases explotadas y alienadas.
Y en ese punto están, en la disposición a encarar una amplia reforma que abarque las relaciones de poder en el mundo del trabajo, el sistema educativo, el nivel y las formas de organización «permitidas» a las clases subalternas. Esos aspectos tienden a mantener, reproducir y legitimar un proceso de acumulación y un nivel de ganancias mayor al del período anterior, y en lo posible al de toda la historia reciente. Para ello, otro componente necesario, la reforma del Estado, entendida como un proceso que abarca aspectos tan materiales como la redefinición del sistema de gastos e ingresos, con otros de carácter simbólico, dirigidos a que las clases subalternas disminuyan sus expectativas sobre los bienes y derechos que el aparato estatal pueda ofrecer, y en función de ello reorientar sus demandas con rumbo a que los organismos públicos se centren en proporcionarle oportunidades para el progreso individual y las oportunidades económicas, que les garantice bienes privados sin aspirar a que proporcione bienes públicos. Esa reformulación de los roles estatales es compatible con políticas sociales «focalizadas», «particularizadas», que acojan a los que no pueden ganar su sustento en el mercado. Para todo el resto, las relaciones de mercado deben ser el espacio social que los sostenga, que les proporcione un empleo y un lugar social.
Si se aproxima la visión a la «reforma laboral» hoy planteada, se percibe que, junto con la finalidad económica de reducción del «costo del trabajo», se encuentran objetivos políticos y culturales, tendientes a producir un cambio de vasto alcance en el nivel de seguridad y de percepción de derechos de los trabajadores. Obreros con menos protección contra el despido, menor imperio de los convenios colectivos, facilidades e incentivos disminuidos para integrarse en la organización sindical; serían también trabajadores más proclives a desarrollar conductas individualistas, teñidas de cierta deferencia hacia los patrones, que estarían allí por inteligentes, audaces, laboriosos, astutos, no por amasar riquezas a costa de la explotación y sometimiento de sus empleados.
Disminuir el nivel de afiliación sindical, minimizar la organización en el interior de fábricas y lugares de trabajo, reducir la presencia o al menos la eficacia de cuerpos de delegados y otras formas de representación de base, forma parte de una suerte de programa histórico de los grandes capitalistas argentinos. Éstos han coexistido durante más de medio siglo con la organización sindical en la empresa, siempre están atentos a la posibilidad de debilitarla o, como objetivo de máxima, hacerla desaparecer.
Lo que se conoce de la reforma laboral y otros cambios conexos es claro en su sentido de clase: Crítica a los «millares» de sindicatos y a los convenios colectivos obsoletos, disminución de cargas, aportes e indemnizaciones a cargo de los patrones, amplia «amnistía» para los que tengan empleados en negro, «flexibilización» de la jornada de ocho horas, posibilidad de renunciar a nivel de empresa a derechos establecidos por convenio.
Un frente de creación de consenso para el gobierno es el de presentarse como «realizador», como ejemplifica su consigna «haciendo lo que hay que hacer». Recoge un discurso de reparación de graves carencias materiales, de existencia objetiva. La pobreza y su correlato de «necesidades básicas insatisfechas» (falta de cloacas, de gas por redes, de caminos transitables, etc.), son tomadas como baldones a superar por la sociedad argentina, y al gobierno de Cambiemos como el llamado a solucionar esas carencias. El «ideologismo» populista del período 2003-2012, sería superado por una acción contra la pobreza, que no declama identificaciones sino que subsana problemas reales. El gobierno se coloca así en una preocupación de equidad e incluso de justicia social, que reemplazaría «palabras» con «hechos» e «ideología» con «acciones». En lugar de hablar en nombre del pueblo y sus necesidades, hacer obras para solventarlas.
Más en profundidad, el Pro busca un cambio de la subjetividad, una primacía de la visión del individuo que ya no piense en términos de acción colectiva, de membrecía de una organización a la que lo unen vínculos de clase o al menos cierta solidaridad corporativa. Se busca que se vea más bien como un empresario unipersonal, el potencial «emprendedor» que se juega su suerte desde una posición de «independencia», de «riesgo» de «proactividad» que, aún trabajador y pobre, lo acerca al paradigma del empresario. Que no se piense a sí mismo como trabajador, ni como «ciudadano»en ningún sentido activo del término. Es más bien un «vecino», un miembro de la «clase media» que juega su suerte como individuo, sin confiar en la organización y la acción colectivas, y esperando del estado fundamentalmente un marco de «orden» y «seguridad», que lo preserve de amenazas provenientes de otros sectores sociales sin generarle cargas ni obligaciones excesivas.
Todas estas «tareas históricas» tendrían hoy, a jucio de la coalición de gobierno y sus estrechos asociados del gran capital, una valiosa oportunidad de realizarse, asociada a que se encuentra en el poder político un gobierno que tiene una identificación más o menos completa con la gran empresa y otros «factores de poder», que por tanto no parte en su relación con el gran capital de un arreglo coyuntural ni de una opción táctica, sino de una comunidad de intereses, ideas y sensibilidad. La «oportunidad histórica» se refuerza ahora, que el gobierno ha logrado corroborar su capacidad de lograr consenso popular expresado en el voto mediante las elecciones de octubre de 2017. Y esa perspectiva implica para el gran capital y sus aliados la oportunidad de convertir de una vez a Argentina en un «país normal», libre de amenazas de izquierda y «populistas», exenta de actores que se atrevan a disputar el dominio pleno del gran capital. Y con una clase trabajadora más disciplinada, con derechos más acotados y un nivel de sindicalización más bajo.
Hay entablado un combate por la construcción de un sentido común que a su vez es parte de la batalla por redistribuir equilibrios en el campo de la hegemonía, en un intento por producir una suerte de bisagra histórica, que termine con una tradición que algunos denominan como «plebeya e igualitarista», pero que para sus críticos recientes queda subsumida en un «populismo», tan amplio y vago como para convertirse en una etiqueta destinada a pegarla a todo lo que no agrada. Tendría como rasgos característicos su modalidda engañosa e inmoral, su tendencia a interpelar como beneficiario de sus políticas a un «pueblo» que termina siempre siendo su víctima.
A partir de diciembre de 2015 el nuevo gobierno ha articulado el designio de disputar la «supremacía intelectual y moral» en la sociedad argentina. Para seguir con terminología de raigambre gramsciana, habría que agregar que una clase que nunca dejó de ser dominante en la historia de la Argentina moderna, se propone consolidar y ampliar su papel de clase dirigente, por cierto sin gran disposición a hacer los sacrificios importantes que Gramsci asimila a las construcciones hegemónicas más eficaces, pero al menos con clara aceptación del requisito de acceder al gobierno y mantenerse en él por medio de elecciones, y con un instrumento político, como la alianza «Cambiemos», que construya consenso sin guarecerse bajo el ropaje del peronismo.
Durante buena parte de 2017 y con frecuencia y virulencia creciente en los últimos meses, el gobierno ha puesto en claro que los instrumentos represivos actuarán contra todos aquellos que no acaten de modo pasivo el nuevo paradigma planteado. Lo que era amenaza, en forma de «protocolo» para actuar frente a las movilizaciones populares, pasó a los hechos progresivamente, hasta culminar en las acciones brutales, acompañadas por numerosas detenciones, que se instrumentaron frente a las masivas movilizaciones que jalonaron el mes de diciembre. El gobierno hizo incluso ostentación de su capacidad de represión, poniendo en juego, al mismo tiempo o de modo alternado, a todas las fuerzas «de seguridad» disponibles, desde la gendarmería a la policía de la ciudad de Buenos Aires. Esa deriva autoritaria va acompañada por una labor ideológica y propagandística para la construcción de un «enemigo interno». De los rasgos difusos y casi fantasmagóricos de Resistencia Ancestral Mapuche (RAM) e indefinidos «grupos anarquistas», el gobierno pasó a la definición de adversarios mucho más amplios y concretos. Con motivo de las acciones contra la reforma previsional, ampliaron su condena tanto a la izquierda como al «kirchnerismo», presentados como violentos y enemigos de la democracia a ser aislados y combatidos. Y se procuró dejar bien en claro que no se iría sólo contra los militantes de base sino contra los dirigentes, sin excluir a los representantes parlamentarios. En el nuevo modelo de país que plantea la alianza Cambiemos parece no haber lugar para quiénes, con mayor o menor claridad, se permitan cuestionar el dominio pleno del gran capital, local e internacional.
En el futuro inmediato se jugará el nivel de éxito del gobierno y sus aliados en la construcción del consenso de orientación regresiva que tratan de construir. Las manifestaciones masivas de diciembre mostraron que hay importantes sectores de nuestra sociedad dispuestos a ganar las calles, a construir una oposición activa a las políticas contrarias a los intereses populares, a ofrecer tenaz resistencia a que se construya y consolide el «país normal» al que aspiran las clases dominantes.
Esa voluntad colectiva se despliega pese a la acostumbrada claudicación de los sectores más burocratizados del sindicalismo, y podría ser la base de una vasta articulación social, política y cultural, susceptible incluso de dar masivamente el gran paso que va del cuestionamiento a las políticas «neoliberales» a la impugnación en bloque del orden social capitalista. Buena parte de los sectores y organizaciones que han tomado parte en las grandes movilizaciones del último año, desde el «Ni una menos» a la contraria al «2×1», de las relacionadas con Santiago Maldonado a las ya mencionadas contra la reforma previsional, presentan aristas susceptibles de convertirse en identificación con una transformación profunda de nuestra sociedad. La batalla por desarrollar los «núcleos de buen sentido» y contra los pujos conservadores inscriptos en el sentido común, está en marcha. En el futuro cercano se jugará si esas perspectivas se concretan, de la consolidación del pensamiento y la acción colectivas depende.
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