En tiempos de populismos de distinto color y aroma, la derechización o, mejor dicho, la desizquierdización del mundo como fenómeno general opera desplazamientos específicos en distintas regiones y países y produce recomposiciones de los clivajes entre derecha e izquierda, categorías relativas y escurridizas pero que permiten situar y caracterizar a las fuerzas políticas en la […]
En tiempos de populismos de distinto color y aroma, la derechización o, mejor dicho, la desizquierdización del mundo como fenómeno general opera desplazamientos específicos en distintas regiones y países y produce recomposiciones de los clivajes entre derecha e izquierda, categorías relativas y escurridizas pero que permiten situar y caracterizar a las fuerzas políticas en la línea reacción-conservación-reformas-revolución en relación con su ideario, sus propuestas y sus referentes sociales.
En México, como en otras partes del mundo, es evidente la tendencia general que lleva a que las denominadas izquierdas sean siempre menos de izquierda. Al mismo tiempo, lo que queda a la izquierda en la geometría del espectro partidario, el candidato del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), Andrés Manuel López Obrador, encabeza las encuestas y se instaló en el epicentro del debate y de las incipientes campañas electorales.
A diferencia de lo ocurrido en la mayoría de los países del cono sur latinoamericano, en los últimos treinta años en México gobernaron de forma ininterrumpida los partidos defensores del neoliberalismo, aún sea a costa de fraudes y manipulaciones electorales y mediáticas para cerrar el paso al progresismo local.
L as derechas mexicanas se dieron el relevo en el gobierno federal en nombre de la llamada alternancia, simulando el cambio, modificando la forma del régimen para mantener su substancia oligárquica y neoliberal. Sin embargo, ambas derechas llegan desgastadas a la víspera de la contienda electoral ya que compartieron la funesta responsabilidad histórica de la deriva económica y social de un país sumergido en la recesión, surcado por la desigualdad, la pobreza y la precariedad, ahorcado por la corrupción y la impunidad, hundido en una violencia endémica que da cuenta de la pérdida de rectoría y regulación del Estado y del quebranto de valores de convivencia a nivel societal.
El Partido Revolucionario Institucional (PRI) relevó el Partido Acción Nacional (PAN) en 2012 y volvió a controlar el aparato estatal federal, haciendo gala de todo su repertorio de autoritarismo, patrimonialismo, clientelismo y corrupción, además de relaciones con el narcotráfico cuyo alcance es difícil medir en ausencia de un poder judicial autónomo y eficaz. Su candidato, José Antonio Meade, un tecnócrata bipartisan que logra tranquilizar a los hombres de negocios nacionales e internacionales, no parece tener el carisma ni poder desgranar promesas que susciten pasiones populares o generen confianza y esperanza más allá del perímetro de las clientelas priistas establecidas. A menos que no ocurra una eficaz operación mediática que levante su candidatura al tiempo que hunda la de su principal contrincante, como en el caso de la llamada guerra sucia mediática de la elección de 2006 que permitió emparejar lo suficiente para que el control de votos cautivos y el fraude en el conteo de votos dieran una apretada victoria a Felipe Calderón.
Por otra parte, el PAN, por sí solo, después de dos sexenios de malgobierno, sabe que no está en condiciones de competir con el PRI-gobierno, siendo además que sufrió una escisión y rivalizará contra la candidatura «independiente» de Margarita Zavala, que le restará una cantidad importante de votos entre su electorado tradicional. Para suplir estos límites, encabezado por su joven, polémico y ambicioso candidato Ricardo Anaya, logró la acrobacia ideológica de aliarse al Partido de la Revolución Democrática (PRD), un partido que abandonó definitivamente sus antecedentes izquierdistas, fue drenado de substancia y de militancia por MORENA, y solo alcanza a ofrecer al mejor postor algunos nichos clientelares, en particular en la Ciudad de México, y venderse en el mercado político en la medida en que puede restar votos a MORENA y de AMLO.
La debilidad aparente de las derechas hace que López Obrador haya decidido, y su partido lo haya seguido, sin visible debate interno, que la estrategia electoral a seguir era virar drásticamente hacia el centro, moderando el de por sí ya moderado programa y acentuando todavía más el discurso conciliador y «amoroso» que ya había inaugurado en 2012.
El oportunismo imperante en todos los rincones de la partidocracia mexicana hizo que, asustadas por las encuestas, las ratas salieran en estampida de los barcos que sienten que se están hundiendo, más aún cuando no obtuvieron las candidaturas a las que aspiraban. MORENA se volvió así el receptáculo de todo tipo de político panista, priista y perredista.
AMLO orientó su estrategia hacia el centro-derecha en la medida en que piensa estar cubierto a su izquierda, lo cual es cierto en la medida en que, en un contexto tan crítico como el mexicano, votarán por él, tapándose la nariz, inclusive sectores politizados de izquierda y franjas juveniles que no se identifican con un proyecto nacional-popular que es más conservador que el del PRD de 1989 y que sus propios antecedentes en 2006 y 2012. A esta tendencia hacia el voto útil de izquierda hacia MORENA contribuye el fallido intento de registrar la candidatura indígena y anticapitalista de Marichuy, la portavoz del Concejo Indígena de Gobierno surgido del Congreso Nacional Indígena al amparo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que testimonia de la ausencia y dificultad de creación de un polo de agregación de las izquierdas anticapitalistas.
En tiempos de Trump, en medio de una espiral incontrolable de violencia, las elecciones mexicanas adquieren un tinte dramático ya que la continuidad implica forzar aún más situaciones límite. Por ello, parecería lógico y racional que los mismos poderes fácticos opten por una opción de compensación, una etapa de regulación y contención de las tensiones sociales y un baño de saludable consenso nacionalista. Sin embargo, no es evidente que las clases dominantes mexicanas confíen en López Obrador superando no solos los temores respecto de un giro estatalista y redistributivo sino el profundo prejuicio de clase que les provoca su estilo plebeyo y su gesto caudillista, que no se desdibujó a pesar de las aperturas hacia el mundo empresarial con el cual, dicho sea de paso, ya había sabido convivir y hacer negocios durante su mandato como alcalde de la Ciudad de México entre 2000 y 2005. El énfasis en la cuestión de la corrupción es el punto central del discurso y del programa de AMLO y de MORENA -sosteniendo que de allí se derivarán todos los recursos económicos para emprender limitadas, pero significativas políticas redistributivas. Sin embargo, es un tema delicado ya que, si bien genera ciertas expectativas en franjas importantes de la sociedad civil, resulta amenazador para poderosos grupos del mundo político y empresarial que hicieron de la corrupción el modus operandi del sistema político-económico y de sus puertas giratorias.
Por ello, a pesar de que AMLO y MORENA apuestan a una transición pacífica e incluyente, con explícitas alusiones a amnistías a criminales del narco y perdón a los de cuello blanco, es poco probable que así ocurra. Es sentido opuesto, hay que considerar factores extra institucionales como que porciones importantes del territorio nacional están bajo control absoluto de grupos criminales y del PRI (en muchos casos orgánicamente entrelazados), que habrá una gran disparidad de recursos económicos legales e ilegales vertidos en las campañas, que no se escatimará en la compra de voto y, finalmente, en la manipulación directa de los votos en las urnas, en particular allá donde no haya suficiente vigilancia o donde sea mayor la colusión entre autoridades locales e intereses partidarios de derecha.
En este sentido, para inaugurar una verdadera transición democrática, después de la simulación de 2000, que permita el acceso a la presidencia al proyecto nacional popular que fue opositor desde 1988, con Cuauthémoc Cárdenas y el PRD, hasta ahora, en versión más conservadora y menos democrática, con AMLO y MORENA, se requerirá algo más que una jornada cívica de ordinaria administración electoral.
Aparece, en el trasfondo histórico, a distancia de 50 y 30 años, la memoria de las luchas democráticas de 68 y de 88, ambas derrotadas en sus propósitos inmediatos pero que se convirtieron en poderosos factores de transformación desde abajo tanto porque, a nivel subjetivo, sacudieron a la ciudadanía, generaron movimientos, politización y organización, como porque, en consecuencia, abrieron una brecha en el sistema de poder y desafiaron el autoritarismo obligándolo a cambiar, aunque fuera para prolongarse.
En el México de hoy, frente a las inercias de hipótesis conservadores neoliberales o nominalmente progresistas y la eventualidad de furiosas reacciones derechistas, sin lucha y sin desborde masivo desde abajo, como nos enseñan los alcances y límites de las recientes experiencias latinoamericanas, no hay cambio profundo y duradero posible. Ni que se reconozca la victoria en las urnas de AMLO ni la eventualidad de que su hipotético gobierno comporte una discontinuidad substancial en sentido democrático, de justicia social y de soberanía son escenarios que dependen exclusivamente del pulcro desenvolvimiento de las rutinas electorales sino de que se produzca una ruptura en los equilibrios y las dinámicas del poder y de las relaciones de dominación en México, algo que rebasa y escapa a la lógica de la campaña y de las propuestas de los diversos candidatos que la protagonizan.
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