Nadie tan convencida como Ana Basualdo de que periodismo y literatura son dos disciplinas apartadas, incluso opuestas, por mucho que la misma persona pueda practicar ambas con excelencia. La siguiente conversación tiene por pretexto la inminente publicación, en la editorial Sigilo (Buenos Aires), de un volumen que reúne un buen número de trabajos escritos a […]
Nadie tan convencida como Ana Basualdo de que periodismo y literatura son dos disciplinas apartadas, incluso opuestas, por mucho que la misma persona pueda practicar ambas con excelencia. La siguiente conversación tiene por pretexto la inminente publicación, en la editorial Sigilo (Buenos Aires), de un volumen que reúne un buen número de trabajos escritos a lo largo de varias décadas por esta periodista argentina afincada en Barcelona desde mediados de los años setenta, cuando de aquel lado del Atlántico empezaba una horrible dictadura y de este lado se terminaba otra. La conversación tuvo lugar una tarde de febrero en casa de Ana, en el barrio de la Sagrada Familia de Barcelona, desde cuya terraza se ve el templo concebido por Gaudí, que Ana detesta, aunque -en cambio- le encantan las enormes grúas amarillas que rodean su eterna índole de monumento inacabado. Es una charla que puede considerarse, a la vez, el resumen de muchas horas de conversación a lo largo de los años. Para usar los términos de Vallejo, podríamos decir que esa tarde nos «sentamos a caminar»: en torno de su trabajo como periodista; en torno de su manera de concebir esa profesión y esa vocación. Una caminata que, para mí, tiene algo revelador. Ana Basualdo es una lectora como conozco muy pocas -por lo infalible de su gusto y por la inteligencia, la capacidad de emitir opiniones precisas y sutiles sin recurrir jamás a ideas preconcebidas ni a categorías de ninguna clase- y autora de un libro de cuentos extraordinario, que ha conocido varias vidas a lo largo de los años: Oldsmobile 1962, publicado por primera vez en Barcelona en 1985, reeditado en 1994 por Alfaguara Argentina y recuperado por Ricardo Piglia en 2012 en su colección de clásicos argentinos para el FCE. Sin embargo, nunca se consideró escritora. Periodista sí. En la Argentina de los años sesenta y setenta, electrizada por la política y la cultura, competían en los kioscos varias revistas semanales de información general que inventaron una nueva manera de reflejar un mundo que parecía lleno de inminencias, promovieron la investigación en capas diversas de la vida social, formaron nuevos públicos. Entre las más destacadas se contaba Panorama, de la editorial Abril, fundada en 1941 por César Civita (empresario de origen judío italiano) y clausurada por la dictadura en 1976. Fue en esa revista en la que Ana Basualdo dio sus primeros pasos como periodista, sin saber todavía que estaba forjándose no solo una vocación sino un destino, un temperamento, una forma de vida.
Las primeras crónicas de tu libro -sobre Leonardo Fabio, Ada Falcón, Blackie- resumen tu trabajo en Panorama, a principios de los años setenta. Lo que llama la atención, leídas ahora, es cómo, en una época de tanta agitación, de tanta inminencia, había un periodismo que registraba el pulso cultural de la Argentina. ¿Cómo era escribir para Panorama? ¿Cómo era esa redacción? ¿Cómo se te ocurría, en un momento como ese, irte a las sierras de Córdoba a perseguir las huellas de una cantante de tango que había desaparecido del mapa en el esplendor de su carrera?
El libro es una selección, y las notas de Panorama que elegí (y más en concreto esas tres que decís vos) son excepcionales, por el tiempo que pude dedicarles y por lo largas: cinco o seis páginas -y con mucho más texto que fotos- de un semanario de información general son una barbaridad. Y una peculiaridad de Panorama, que había sido mensual y conservaba ciertos formatos. Sólo las notas que escribí en Buenos Aires para esa revista podían considerarse periodísticas, creí durante mucho tiempo, no sólo por cómo sino por dónde, en qué circunstancias, con qué intención y según qué código y en qué condiciones laborales fueron escritas. Cada una formó parte de un número determinado de la revista que durante una semana estuvo en los kioscos, por un lado, y, por otro, son todas productos fabricados en una redacción compuesta por un plantel numeroso y bien pagado, en el marco de una empresa familiar potente, la editorial Abril, en la Argentina anterior a 1975. Panorama fue clausurada a mediados de ese año. Y la historia de Abril, y de su fundador y director, el extraordinario César Civita (un judío milanés nacido en Nueva York que llegó a Buenos Aires en los años cuarenta), no fue escrita por ninguno de los muchos periodistas que nos formamos y trabajamos ahí sino por una socióloga italiana, que escribió un ensayo excelente: ABRIL. De Perón a VidelaEugenia Scarzanella, FCE). La crónica sobre Ada Falcón les gustó a coleccionistas de tango melancólicos, pero mucho más a psicoanalistas jóvenes de moda. La revista podía darle seis páginas a un tema tan anacrónico porque (nos gustaba creer) éramos capaces de tratarlo de otra manera que la prensa tradicional ñoña o rosa o amarilla.
En aquella época, si no me equivoco, los periodistas no provenían de los estudios de Comunicación Social o Periodismo; eran autodidactas, se hacían en la calle. ¿Cómo llegaste al periodismo y quiénes fueron tus maestros en aquellos primeros años?
No recuerdo que nadie, en aquella redacción, hubiera estudiado para ser periodista. Éramos (los más jóvenes y sin ninguna experiencia en periodismo ni casi en nada) estudiantes o ex-estudiantes de Letras o Ciencias o Derecho o cualquier otra cosa. A mí me gusta -en perspectiva- darle importancia a esa etapa artesanal de informante o aprendiz o pinche de redactor. No importaba que uno «escribiera bien» sino que informara suficientemente sobre lo que le hubieran encargado: la inauguración de un puente o un congreso de pediatras, o una guardia clandestina en recepciones de los hoteles por hora que proliferaban en la ruta Panamericana hacia 1970, o el derribo de una farmacia art-nouveau del 900. A mí me tocó, por una casualidad o circunstancia que resultaría feliz, empezar en terreno desconocido y arduo: la sección de ciencia y técnica, para el que no tenía ninguna formación, pero bastó el primer encargo para descubrir que sí me gustaba entrevistar, fuera a quien fuera. Un lugar creado por una ficción o impostura (que a la vez era un trabajo pagado y podía ser un oficio) que pone en marcha mecanismos de observación, simulación, contención y algo así como olvido o suspensión del yo. Mecanismos que se ponían en marcha, o no, al margen de que uno (principiante) acudiera a una entrevista con un cuestionario preparado por otro y con un grabador. Si hay algo de vocación en esto, para mí está en ese lugar de aparente inactividad, por eso no me gustan nada las entrevistas estilo interrogatorio policial; más, los merodeos del detective. La escritura de la nota era cuestión no secundaria pero sí posterior al trabajo sobre un personaje o ambiente o situación. La etapa de informante terminaba cuando, por un lado, el informe era ya nota publicable y, por otro, habías pasado -en cuanto a relación laboral con la empresa- de «colaborador» a «redactor». El informe se cobraba como «colaboración». El principiante aprendía trabajando y le pagaban por ello.
¿Cómo fueron esas primeras entrevistas?
Al principio fueron entrevistas a primeras figuras de la investigación, para una serie sobre el cuerpo humano: a la descripción de cada órgano se añadía un reportaje sobre el estado de la investigación, en la Argentina, en la especialidad correspondiente a ese órgano. Se publicaba como separata, y era un producto salido de la tradición de contenidos educativos que había publicado Abril en los años cincuenta y sesenta, como Biblioteca Bolsillitos y otras creaciones de Borís Spivacov, quien por cierto le enseñó castellano a un Civita recién llegado a la Argentina. Después siguió una cobertura sistemática de la política científica argentina, a través de entrevistas a investigadores y administradores que culminó con una nota de tapa (con los dos Nobel, Bernardo Houssay y Luis Leloir, reunidos para la foto pero hostiles) de veinte páginas repletas de información caliente, porque se jugaban muchas cosas a la vez -políticas, académicas, económicas- en un mundo que, como todo en ese momento, era «de agitación, de inminencia», como vos decís. El foco más o menos «revolucionario» se ponía en todo. No incluí esa nota porque sería ilegible hoy. Si los nombres de los Nobel están olvidados, cuánto más el elenco de entrevistados, las guerras entre bandos por el poder de esta o aquella institución o cátedra o presupuesto, hacia 1971. En todo ese período (que en el libro brilla por su ausencia) actué como pinche y «espía» de Martín Yriart, que trabajaba en Panorama desde que era mensuario y dirigía la sección de ciencia. A él se le ocurrió que yo podía hacer ese trabajo y me enseñó a aprehender lo suficiente de la información técnica como para «traducirla» y contarla (y luego, olvidarlo todo…). El modelo de revista era Time, y también, para algunas secciones, el ideal imposible (en la cabeza de Tomás Eloy Martínez, el mejor director de una redacción que conocí) eran The New Yorker y Esquire.
Creo que en el conjunto de esos trabajos se nota tu interés por los personajes y por la calle. Esos artículos son una combinación de entrevista y crónica: a Manuel Puig, por ejemplo, no lo entrevistás para que hable de sus novelas sino de la presencia del camp en Buenos Aires. A Favio lo hacés hablar de su posición dentro del cine argentino contemporáneo a él. Hay una crónica tuya del ambiente que se respiraba en las confiterías de la calle Florida. ¿Había algo deliberado en ese enfoque o sencillamente salió así?
Bueno, la entrevista específica a Manuel Puig tenían que hacérsela en la sección Libros, donde estaban Marcelo Pichon-Riviere, Jorge di Paola y Miguel Ángel Bustos; y de hecho le hicieron varias. Yo llamé al autor de Boquitas pintadas para que me guiara -quién mejor- en esa indagación sobre el camp, y lo hizo con entusiasmo y con su desopilante malevolencia. Para mí, esa nota fue el pasaporte para pasar a la sección Vida Cotidiana y zafarme poco a poco de la especie de servicio militar que había sido Ciencia y Técnica.
Pero para este libro elegiste sobre todo notas culturales, más que las de callejeo propiamente dicho.
Me parece que soportan mejor la distancia. Pensé que los artículos que conservo -o que conseguí- donde hubo trabajo de calle (inicio del boom inmobiliario en el barrio de Belgrano, crónica de no recuerdo qué elecciones contadas desde una ciudad de la provincia de Buenos Aires, una visión de Córdoba dos o tres años después del «cordobazo», etc.) están demasiado lejos y son tan detallados que no se pueden leer ahora, perdidas las referencias. Porque «la calle» aparece por necesidad; no es el «motivo». Por eso la nota sobre las confiterías fue una especie de capricho o tímido experimento (no salíamos sólo a «observar»), que fue fácil y rápido de hacer, al lado de las otras. Más bien sí, «salió así», como decís.
Es curioso que, después de lo dicho, la crónica que cierra tu etapa argentina sea sobre una logia del «espiritismo peronista». Aunque se publicó en 1972, tiene algo premonitorio del desastre argentino que vendría a partir del 75 y de tu propio destino. ¿Es así? ¿Cuándo y por qué te fuiste de Argentina?
Panorama fue clausurada por el gobierno de Isabel Perón y López Rega más o menos a mediados de 1975. Me acuerdo bien de la foto de tapa que no llegó a salir: Borges (traje azul, corbata rojo oscuro con rayitas) y el actor Juan José Camero (muy joven, con pantalón y campera corta de jean blanco) caminando del brazo por la calle Florida. Ilustraba una crónica mía del rodaje (en el Uruguay) de El muerto, adaptación del cuento de Borges. Días después clausuraron la revista. Seguimos yendo a la redacción y cobrando a fin de mes. Me recuerdo sentada arriba del escritorio, en medio de una asamblea apática, mirando el río por las ventanas que daban a Leandro Alem. Todo había terminado, meses antes del golpe. Yo me fui del país el 8 de noviembre del 75. En cuanto a la nota sobre la Logia Anael, que cierra el libro, es curioso, a mí también me parece que se filtra algo que ahora podríamos leer como siniestro, sobre todo en el recuadro en que cuento una visita a los dueños de una óptica, donde -según rumores- se hacían reuniones de esa secta de la que formaba parte, decían, López Rega. A fines de los noventa, cuando preparaba una recopilación de crónicas de Enrique Raab (Crónicas ejemplares, Perfil, 1999), me impresionó no encontrar -y él fue el mejor- señales de lo que, poco después, nos borraría del mapa, de modo total o parcial. Cuatro redactores de Panorama «desaparecieron»: Luis Guagnini, Miguel Ángel Bustos, Conrado Ceretti e Ignacio Ikonikof.
¿Cómo se reformuló tu vocación periodística en una ciudad extranjera, donde, imagino, las cosas eran menos connaturales que en Buenos Aires?
Llegué a España a principios de noviembre de 1975, con tres cartas de recomendación que me dio Eduardo Galeano (que dirigía la revista Crisis). Una para el poeta Félix Grande, en Madrid, a quien vi en su despacho de director de Cuadernos Hispanoamericanos, donde trabajó muchos años el novelista y ensayista argentino Blas Matamoro. Otra carta para Manuel Vázquez Montalbán, que me consiguió las primeras colaboraciones, en varias revistas pronto desaparecidas: Cuadernos para el diálogo, Triunfo, Guadiana. Y otra para un militante del antiguo PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya), cuyo nombre no recuerdo y que algún hueco esporádico me hizo en la gacetilla del Colegio de Aparejadores que editaba. Y luego escribí de todo para varios productos del «destape»: Interviú, Bazaar, Penthouse, Playboy…
Ahora, febrero de 2018, se acaba de anunciar que cierra la revista Interviú. Si no me equivoco, por ahí pasaron, en su primera época, unos cuantos periodistas, fotógrafos, editores argentinos.
Nosotros veníamos de una debacle y acá todo volvía a empezar, y volvió a empezar con desnudos femeninos en la tapa de Interviú y con sus reportajes más o menos sensacionalistas, y con otras cabeceras subsidiarias del boom del destape que publicaba la misma editorial, Zeta, donde trabajaron varios argentinos en distintos puestos y muchos más como colaboradores. Carlos Alfieri (La Opinión, El periodista de Buenos Aires, Le Monde diplomatique en castellano) fue el primer jefe de redacción de Interviú, cuando vendía un millón de ejemplares por semana.
Después empezaste a trabajar para La Vanguardia, el diario más importante de Barcelona.
Mi colaboración fija fue en los años 80, en la sección de Cultura que dirigía Josep Ramoneda (por entonces, también, profesor de filosofía). Me encargó un par de entrevistas, al filósofo Eugenio Trías y al arquitecto Ricardo Bofill, y después me propuso ayudarlo a armar un suplemento semanal, que salía los martes. Fue, lejos, la mejor experiencia profesional (mi vida laboral pertenece desde hace mucho a RBA) que tuve desde que vivo aquí. Pep Ramoneda está detrás de toda la segunda parte del libro, desde las entrevistas en La Vanguardia, en los años ochenta, hasta lo más reciente, que escribí para la revista bimestral que ahora dirige, La Maleta de Portbou