La escritora y socióloga Silvia Rivera, conocedora de la realidad aymara, escudriña los sucesos de Ayo Ayo, población del Altiplano que secuestró, mató y quemó a su alcalde La Paz, junio 25, 2004.-En torno a los sucesos de Ayo-Ayo, muchos comentarios de prensa repiten, punto por punto, un slogan acuñado ya a fines del siglo […]
La escritora y socióloga Silvia Rivera, conocedora de la realidad aymara, escudriña los sucesos de Ayo Ayo, población del Altiplano que secuestró, mató y quemó a su alcalde
La Paz, junio 25, 2004.-En torno a los sucesos de Ayo-Ayo, muchos comentarios de prensa repiten, punto por punto, un slogan acuñado ya a fines del siglo XIX: los indios «son irracionales», salvajes sedientos de venganza. La «racionalidad» que se esgrime es la de las leyes bolivianas, la de un sistema jurídico republicano. Pero, ¿acaso esta racionalidad existe? Las leyes bolivianas son interesantes, en la letra, y hasta progresistas en muchos aspectos. Pero casi siempre, sobre cualquier jurisdicción, pueden superponerse varias leyes contradictorias, facilitando los caminos de la evasión y la burla. En lo formal, su cumplimiento está mediado por una maraña de procedimientos y artificios que tornan imposible la aplicación de la letra escrita.
Este «barroco procedimental», característico de la justicia boliviana, tiene que ver con factores históricos de larga duración: el aparato burocrático heredado de la Colonia, cuyo sentido fundamental era el de organizar la «república criolla» para mejor controlar y someter a las «repúblicas de indios», mediante un dualismo legal que les privaba, a secas, de su condición de ciudadanos de Bolivia.
Como lo ha demostrado Rossana Barragán en su tesis doctoral, no fueron los códigos napoleónicos los que se copiaron para moldear la República a las nuevas corrientes de los Estados metropolitanos, sino las remozadas leyes borbónicas, plasmadas en ideas rimbombantes como «la igualdad ante la ley», los derechos individuales (entre ellos, el derecho de propiedad), y la división entre normas penales y civiles. Pero ello valía sólo para los bolivianos, no para los indios. Para éstos eran las «leyes de vagos», que cubrían las levas de trabajadores gratuitos para haciendas y minas, propiedad de una élite colonizadora que siempre miraba al país con ojos extranjeros. Esta misma casta dominante formuló también las reglamentaciones de la «contribución indigenal», que cambió de nombre a «contribución territorial» y siguió sometiendo a los indios al pago del infame tributo, recién abolido efectivamente, aunque no se lo crea, en 1985.
Sobre esa antigua estructura se injertó el período del reformismo estatal nacionalista, en los años 1950, que privilegió la legislación agraria (el famoso D.S. 03464 de Reforma Agraria, que sin ser ley, se convirtió en la base fundamental de la relación entre el estado y los pueblos indígenas). Además, surgen innumerables leyes y códigos especiales, que parcelan los distintos aspectos de la vida social, superponiendo, sobre un mismo espacio, normas complejas y contradictorias. A eso se suma que el entramado procedimental continuó moldeado bajo el antiguo régimen, al que se añadieron nuevos y complicados mecanismos para viabilizar trámites de toda naturaleza.
De ahí que la figura del abogado y el tinterillo fueran (y sigan siendo) sinónimos de explotación, corrupción y tratos intransparentes con la mayoría analfabeta que ve sus derechos colectivos desaparecer en la maraña de códigos, decretos y normas procedimentales.
Los sindicatos campesinos, a su vez, optaron por esconder sus nociones de derecho comunal bajo la «titulación proindiviso» de sus tierras, y se acogieron, de buen o de mal grado a otros códigos (como el de minería, para el caso de caleras y concesiones mineras) para ejercer derechos individuales en otros ámbitos de la vida social.
Así proliferaron las «cooperativas» y unidades comunales de todo tipo, disfrazadas de empresas. La propiedad comunal de la tierra fue una forma particularmente efectiva para que en su seno se continúe ejerciendo el «otro derecho», que ahora se llama «justicia comunitaria». Es lógico que la jurisdicción sobre la tierra implicaba la jurisdicción sobre todos los otros aspectos de la vida social, de ahí que muchos delitos y conflictos pudieran ser resueltos dentro de las comunidades, sin el recurso a la justicia boliviana. Esto no quiere decir que ésta no se injertase en la vida comunal, desordenando su lógica y recortando su jurisdicción, además de constituirse en fuente de innumerables conflictos.
En estas condiciones, con un sistema mixto y plagado de recursos de evasión y descontrol, es que se ensayaron las últimas reformas estatales. Y así llegó la participación popular. La impresión que se tuvo de esa medida -al menos tal como la explicaba (el ex presidente Gonzalo) Sánchez de Lozada en su campaña en 1992-1993- es que constituía una suerte de soborno colectivo, como un taparles la boca a los indios por sus demandas largamente incumplidas y su situación, cada vez más depauperada por las medidas neoliberales. Era una indemnización miserable por años y siglos de daños económicos inflingidos sobre las comunidades, no sólo exacciones sino también perversiones políticas. El cinismo de Sánchez de Lozada llegó al punto de admitir que «así se democratizaría la corrupción».
En los hechos, décadas de nacionalismo mestizo y homogeneizante, más años de programas neoliberales acabaron destruyendo la sustentabilidad de la agricultura indígena, despoblando las comunidades, erosionando sus potencialidades organizativas a través de pactos clientelares desiguales, e introduciendo un individualismo resentido y mal digerido, junto con una nueva gama de oportunidades de lucro, además de un tinglado jurídico excepcionalmente apto a la maniobra procedimental.
Todo ello convierte a los operadores de justicia (abogados, legisladores, fuerzas de represión) no en expertos en leyes, sino en «chicanas», en acciones arbitrarias e ilegales («aplicar la ley» puede fácilmente devenir en masacre). Todo sentido ético de la justicia se pierde así, en el sistema jurídico boliviano, pero además se burla su eficacia, se introduce la corrupción en todas partes: desde las cárceles a las empresas.
En el plano de las comunidades, podemos hacer un análisis inverso. Las formas comunales de sanción, como lo ha mostrado en su libro Marcelo Fernández Osco, tienen la característica de que en ellas se fusiona la sanción jurídica con la sanción social y la sanción moral. Sin duda, en los hechos de Ayo-Ayo, estamos ante la clara evidencia de una sanción social, colectivamente ejecutada y respaldada por toda la comunidad, o al menos por voceros no cuestionados de la misma, ante asambleas públicas multitudinarias.
La moralidad de la protesta, a su vez, se basa en el claro reconocimiento de que la justicia boliviana es injusta y es irracional, puesto que no hace sino crear recurso sobre recurso de maniobra procedimental para esquivar la efectiva aplicación de la ley y el ejercicio ecuánime de justicia. No otra cosa fue el periplo de las comunidades de Achacachi para que el Alcalde Benjamín Altamirano rinda cuenta de los dineros apropiados indebidamente, lo que logró evitar gracias a los recursos procedimentales dispuestos por una serie de leyes superpuestas. Las leyes bancarias dicen una cosa, las leyes penales otra, la ley de Participación Popular dice otra, y así, la «vigilancia» de las comunidades se extravía en vericuetos ininteligibles y tramposos sobre la ejecución de normas, todo lo cual devela la maraña de irracionalidades que constituye el sistema jurídico boliviano.
A ello hay que añadir la flagrante disparidad entre justicia para indios y justicia para q’aras. Así, mientras los supuestos responsables de la muerte de Altamirano se hallan en prisión preventiva en una cárcel de máxima seguridad, diseñada para convictos peligrosos, tenemos el caso del (ex ministro de Gobierno de la gestión de Sánchez de Lozada) Yerko Kukoc, que se acoge al beneficio de prisión domiciliaria para purgar delitos de peculado y complicidad con una masacre de decenas de personas, para no hablar de corruptos de la talla de Chito Valle y Fernando Kieffer, que campean su impunidadad por calles y carteleras culturales, aunque sus delitos económicos también han debido ocasionar muchas muertes entre la población afectada.
Por eso, es completamente justo y legítimo el pedido de excarcelación para los dirigentes detenidos en Chonchocoro. Aquí habría que añadir que las comunidades mismas deben juzgarlos, y establecer así las normas morales de su propio sistema jurídico. Las comunidades saben que todo concejal (o aspirante a serlo) anida un rebelde pasivo, que hace de su resentimiento un discurso castigador, pero que luego, una vez en el poder, repite el ciclo del autoritarismo y la corrupción. El clientelismo partidista hace posible que esto suceda, porque los concejales son electos, no por la comunidad, sino también por el partido, que busca interlocutores aculturados, bilingues, masculinos, que pueden eventualmente escapar de la comunidad y asentarse en la ciudad. La justicia boliviana ha sido propiciatoria para que este conjunto de condicionantes perversos culminen en el linchamiento de un Alcalde (lo que podría repetirse en todos los municipios con conflictos similares).
Para que este desenlace catastrófico no acabe en otra matanza, es necesario asumir este momento de crisis como una oportunidad única para debatir y poner en evidencia las múltiples deficiencias de la práctica jurídica de nuestro país. Y en ello incluyo tanto el sistema jurídico estatal como a las formas asambleísticas de sanción social y justicia vindicativa de emergencia que se practican en las comunidades, donde el castigo y la búsqueda del chivo expiatorio hacen catarsis de conflictos más profundos, estructurales. Como lo dijo un amawt’a en la celebración del Año Nuevo Aymara en Tiwanaku, la muerte de Altamirano en Ayo-Ayo no es la forma indígena de castigar delitos; pues «el respeto a la vida es el centro de la moral aymara». A mi entender, el ajusticiamiento fue expresión extrema de una imposibilidad de diálogo entre dos sistemas jurídicos contrapuestos, pero a la vez, mutuamente interpenetrados. Un acto no sólo material, sino también simbólico.
El ajusticiamiento de Ayo-ayo fue el estallido develador de la contradicción de larga data entre un sistema colonizado, fragmentado y contradictorio de normas estatales, y la experiencia vivida por las poblaciones indígenas secularmente sometidas a engaños y malos tratos. Ninguna de estas dos manifestaciones es «racional», aunque resulta más transparente y comprensible la acción colectiva de las comunidades de Ayo-ayo, entendida en el contexto coyuntural de la frustración acumulada a la par que de la visibilidad creciente de las poblaciones indígenas. Pero en última instancia, ni el ajusticiamiento ni la chicana son sistemas viables a largo plazo, pues ambos adolecen de la capacidad para resolver en profundidad los conflictos suscitados por la corrupción y el mal gobierno. Ninguno de los dos puede establecer normas legítimas, que sean a la vez universales y capaces de injertarse creativamente con los sistemas jurídicos locales.
Las palabras dichas en Tiwanaku en la madrugada del año nuevo (21 de junio), la armonía de relaciones entre indígenas y no indígenas que se produjo, gracias a la aproximación respetuosa de los y las citadinas a las autoridades y a la gente de la comunidad, la práctica del amuki, de la limpieza del cuerpo y de la religiosidad aymara fueron los testimonios de una sociabilidad y de un acatamiento de otras normas, aquellas que se traducen principalmente en actos y no sólo en palabras. Creo que esa normatividad es también parte de la justicia comunal, y podría ayudarnos a todos y a todas a vislumbrar y a poner en práctica la otra cara, propositiva e intecultural, de la «justicia comunitaria»: entender sus fundamentos morales, las exigencias de presencia física y diálogo directo entre q’aras e indios, la escucha mutua. Aportar así a una vivencia intercultural de la justicia, y construir una normatividad acorde con estas realidades: en suma, descolonizar la justicia.
Esta racionalidad, la de normas practicadas, pactadas y vividas -y habladas en el mismo idioma, o por lo menos, con traducción simultánea-, es la única que quizás podrá superar la irracionalidad de la (in)justicia boliviana y el carácter catártico y paralizante de los ajusticiamientos comunales y de las bravuconadas sindicales.
* Silvia Rivera Cusicanqui, escritora y socióloga, es una destacada especialista de la realidad aymara