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El sexo por encima de todo (y de todos, reyes, burgueses, jueces, banqueros...)

La Bella Otero de Ramón Chao

Fuentes: Insurgente

No son estas las memorias de Carolina Otero o de Agustina Otero Iglesias (1868-1965), su verdadero nombre, sino un diario secreto y erótico imaginado por Ramón Chao. No siendo auténtico es más veraz que cualquiera de las biografías publicadas sobre la bella Otero, y entre ellas, la que dictó a un periodista. Incluso hay algún […]

No son estas las memorias de Carolina Otero o de Agustina Otero Iglesias (1868-1965), su verdadero nombre, sino un diario secreto y erótico imaginado por Ramón Chao. No siendo auténtico es más veraz que cualquiera de las biografías publicadas sobre la bella Otero, y entre ellas, la que dictó a un periodista. Incluso hay algún film que incurre como alguna enciclopedia que consulto en errores que la protagonista se encargó de propalar: «Fue hija natural de una gitana y un hombre de negocios griego». Pero sobre la fiabilidad de las enciclopedias ya tengo dicho lo que opino. Me merece mucho más crédito Ramón Chao, al trazar y descubrir los orígenes de la bailarina paisana con gran tino y buena prosa, sin alambiques mas con sabio caudal. Cuando Carolina Otero se escapa a Lisboa e inicia su carrera artística (la otra con quince años ya era vertiginosamente corrida) leemos en la página 116: «Lo cierto es que el director del teatro inventó que mi madre era cordobesa, mi padre griego y yo natural de Cádiz». Aunque prefería el bel canto al flamenco, cualquier tinte era preferible a la revelación de su origen. Ramón Chao también tiene la ocurrencia o licencia de inmiscuir a un antepasado suyo librepensador como padre y amante en aquella primera aventura portuguesa. Es más, el alcume -insulto- de La Bella Útero con que la bautizaron sus envidiosas compañeras, Alejandro Chao felizmente lo trastoca en La Bella Otero, tan perdurable que su nombre ha de buscarse en la B de Bella. Tampoco es la única licencia que se permite el falso memorista. Un ejemplo de lo que los posmodernos llaman intertextualidad, y el Código Penal, plagio, lo tenemos en el «homenaje» que rinde a La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, un logrado pastiche de la Barcelona de las Exposiciones y el naciente movimiento obrero. El Onofre Bouvila de Mendoza coincide a su llegada a la pensión de un tal Braulio con La Bella. (Comparar el inicio de su novela con págs. 138 y siguientes de la aquí reseñada).

Volvamos a lo que iba. La vedette del Folies Bergère, la mujer más cotizada de la Belle Epoque parisina, en parte debido a su hoja de servicios que va desde el zar Nicolás II a Eduardo VII de Inglaterra, Leopoldo II de Bélgica a Alfonso XIII (¿y XII, según Chao?), del káiser de Alemania al presidente de La República Francesa, nació en una aldea de Pontevedra. Acostumbrada a la promiscuidad desde su infancia, violada por uno de los clientes de su madre («después de la violación -el cuerpo- ya no me pertenecía») sin llegar a los 12 años, inicia una vida «adulta» en Santiago. De la brutalidad campesina a la superchería de la incipiente vida burguesa. Buscará en el paseo con sus señoras a aquellos que la víspera la gozaron y experimentará en ello el placer que antes vendió. Ya en Barcelona, verá acrecentada esta doble vida en una ciudad, que a semejanza de sus plebeyas raíces, emprendía el vuelo:

«En las veladas de Ópera las damas sacaban faldas largas con pliegues como acordeones e iban tocadas de sombreros, últimas novedades de la moda francesa. Pero la verdad era muy otra. En el diario La Vanguardia, que era la biblia de la nueva burguesía, la mayor parte de los anuncios eran de medicamentos antivenéreos».

Ojeen ese mismo periódico hoy, o el ABC, El Mundo o El País, lean sus editoriales profilácticos y calculen por su valor en caja el peso de sus anuncios por palabras.

El sexo, tan natural en su medio de iniciación, animal y violento, es el que le proyectan los otros. Desvalida y mendiga, aprende tempranamente a conocer el poder y atracción de su cuerpo. Será su medio de liberación. Y no sólo liberación de la miseria, sino medio de autoconocimiento:

«En el momento de decidir algo, la inteligencia no interviene para nada. La inteligencia es algo confuso, incierto, con innumerables cabos sueltos. Las pasiones, en cambio, son fijas y claras. Nos gobiernan en todos los instantes.»

…Y de construcción de la moral a su medida: «En resumen, me convencí de que era capaz de fidelidad. No a las personas, sino al amor que se sitúa más allá de los individuos y del sexo».

En conclusión, hallamos en la diva una precursora modernísima (con todas sus connotaciones buenas y malas) de las actuales. Un físico interminable de una Noemí Campbell o Cindy Crawford, una pasión fría de mercado con los hombres. En algún pasaje del apócrifo que no he podido releer, la Bella Otero que iba despegando en la «ciudad de los prodigios» constata que la fama de una bailarina, actriz o cantante, aún de la talla de Maria Guerrero, era tanto peor que la de una vulgar ramera. Describe con total naturalidad los preceptivos peajes previos a la firma de los contratos estelares. Polvos de estrellas con una pródiga y multiforme fauna contraparte contratante.

Se merece este libro de Ramón Chao en España igual suerte que la primigenia edición francesa. La curiosidad despertada en el público galo es prueba de la popularidad que la bella Otero llegó a alcanzar en el país vecino y la vigencia de su mito, un siglo más tarde. Unido a que la acción se centra en Galicia y en la soñada Iberia toda, y al léxico y modismos gallegos que el autor maneja, hacen aún más recomendable esta versión en castellano.

Como obsequio final, dos anécdotas: la primera, con la que Ramón Chao introduce el veraz retrato de Carolina, Agustina Otero. La segunda, es de mi cosecha y con ella me despido.

Es un acertijo que le planteaba su padre en la niñez. Fue sin duda el motor primero e inocente de este libro.

«Los gallegos somos la gente más grande del mundo. Cuando damos una figura, en el terreno que sea, tiene que ser la mejor». Y he aquí la batería de preguntas paternales:

-¿Escritores?

-Valle-Inclán.

-¿Actrices de teatro?

-Tenemos a María Casares

-¿Meretrices?

Muy fino, mi padre. Yo ignoraba lo que pudiera ser una meretriz. ¿Acaso una futura institutriz? Pero me tenía amaestrado:

-Nada menos que Carolina Otero.

-¿Y cabrones…?

La respuesta en el aire; en aquella posguerra el menor desliz podía costarle el destierro.»

Contaré -como he prometido- un descacharrante suceso, digno de figurar en las más jocosas antologías forenses, que un juez (uno de los pocos que salvaría de la hoguera) me refirió y que tuvo lugar en la Audiencia de Granada. Por no recuerdo qué motivos, una madame de una muy reputada casa de damiselas se vio procesada en un turbio asunto allí acaecido. Se pudo tratar de un crimen (es decir, lo que vulgarmente se entiende por crimen: homicidio o asesinato) seguramente. Era como para estar preocupada. Pero aquella mundana señora se guardaba más de un as (asqueroso, más bien) en la manga. Y era que tenía a más de uno de los magistrados presentes y circunspectos cogidos por las mismas puñetas. El fiscal jefe que debía acusarla, sin ir más lejos, era uno de sus mejores clientes. Así que en ese salón mayúsculo de la justicia no dejaba de sentirse como pez en el agua. El problema fue que a esas otras formas tan solemnes y graves de la justicia no terminaba de acostumbrarse. Tanta pregunta de su querido amigo el fiscal acabó por producirle un evidente desasosiego, que si cómo era el lugar del crimen, cuántas habitaciones tenía o cómo era concretamente, justamente aquella que…

-Mira Manolo, hijo, parece mentira que tú me lo preguntes con la de veces que tú y yo… ya me entiendes, vamos que parece que te ha dado algo y pareces otro, criatura…

Ni qué decir que el juicio terminó muy mal y el tal Manolo muy lejos de su Granada.

Anécdota por anécdota.