Aquella batalla librada en noviembre de 1810 por un «ejército cochabambino» mal armado, bajo el gobierno liberador de la Junta de Buenos Aires, es hito incuestionable en la gesta por la independencia sudamericana, a tal punto que Cochabamba la celebró hasta romper campanas con la entusiasta idea de que la felicidad perdida se hallaba a […]
Aquella batalla librada en noviembre de 1810 por un «ejército cochabambino» mal armado, bajo el gobierno liberador de la Junta de Buenos Aires, es hito incuestionable en la gesta por la independencia sudamericana, a tal punto que Cochabamba la celebró hasta romper campanas con la entusiasta idea de que la felicidad perdida se hallaba a la vuelta de la esquina.
«Ante vuestras macanas el enemigo tiembla» es la arenga más poética, casi un graffiti, que Cochabamba ofrendó a la memoria revolucionaria de los pueblos del mundo. La profirió Esteban Arze, el general de un ejército de cochabambinos desarmados e indisciplinados que infringieron una derrota estratégica a los colonialistas españoles en el altiplano aymara de Haru Uma (Aroma, en castellano), el 14 de noviembre de 1810, exactamente dos meses después de la gran revuelta valluna del 14 de septiembre en ese mismo año.
Aquello de las macanas fue real y fantástico. La batalla se produjo cuando el «ejército cochabambino» comandado por Esteban Arze y Melchor Guzmán Quitón se dirigía de Oruro a La Paz para impedir el avance de las tropas realistas hacia el sur altoperuano, protegiendo así los territorios liberados por el ejército auxiliar argentino. El choque se produjo en las riberas del río Aroma, a pocos kilómetros de Sica Sica, sobre un terreno donde, según una descripción de Eufronio Viscarra poco conocida, «numerosos conejos semejantes a la liebre (viscachas, nr) establecen en el suelo sus madrigueras en forma de largas y profundas encrucijadas, que se hunden bajo las plantas, produciendo agujeros donde caen fácilmente hombres y bestias. Los españoles, no acostumbrados a pisar un suelo tan accidentado, daban tumbos a menudo, deteniéndose por tal motivo y facilitando el avance de los cochabambinos que evitaban los peligros con su natural agilidad y por el conocimiento que tenían del lugar». Según el relato de Viscarra, «instintivamente y sin previo acuerdo, los patriotas adoptaron una táctica harto singular: aprovechando de las concavidades naturales del terreno, de los pequeños barrancos formados por el río de Aroma en su curso caprichoso y de las tolas (arbustos que en esos parajes alcanzan proporciones considerables), se alebraban en el suelo mientras los enemigos hacían sus disparos, y cuando cesaba el fuego se adelantaban rápidamente para acortar la distancia que había entre los contendientes. A las nuevas descargas del enemigo volvían a agazaparse sin retroceder un solo paso y avanzando siempre, hasta que llegó el momento de lanzarse sobre los realistas». Entonces las macanas entraron en acción en un cuerpo a cuerpo indescriptible. «Arrostrando serenos los fuegos de la fusilería, descargaban terribles golpes de macana sobre los realistas y les arrebataban las armas para seguir combatiendo con ellas. Los chuzos y los palos que empuñaban vigorosamente, caían sobre los adversarios haciendo saltar en mil pedazos sus cascos y corazas y convirtiendo en esquirlas sus cráneos».
En los mil encuentros que se sucedían rápidamente, prevalecía, casi siempre, la fuerza muscular de los cochabambinos, que, acostumbrados como estaban a las rudas faenas del campo, manejaban sus garrotes con admirable desenvoltura y pujanza. «Encontróse en algunos sitios, después del combate, a más de un patriota muerto por la bayoneta de un soldado realista; pero cubriendo con su cuerpo el del enemigo muerto también, lo que manifiesta que el independiente, al sentir el frío de la espada en las entrañas, se daba modos para aplastar con su macana la cabeza del adversario, pereciendo en consecuencia los dos (…). Desconcertado el enemigo ante la pujanza descomunal de los cochabambinos, cejó de sus posiciones y bien pronto se entregó a la fuga para buscar en ella su salvación».
Y así fue que el enemigo tembló.
La ética de Arze
Aroma tiene un significado de dimensiones aún hoy poco asimiladas en nuestra historia. Una vez impuesta la Gobernación Autónoma de Cochabamba como una extensión orgánica de la Junta Tuitiva de Buenos Aires, el gobernador Francisco del Rivero encomendó a Arze y Guzmán formar un ejército regular cuya primera misión consistía en dirigirse a Oruro para proteger unas arcas reales (con millonarios caudales producto de exaccivos impuestos y esclavitud en las minas de plata) que el realista Goyeneche ordenó saquear para llevarlas al Virreinato de Lima.
Mientras permaneció en Oruro desde el 20 de octubre para custodiar los caudales reales, Esteban Arze impuso en esa ciudad una autoridad rigurosamente celosa de la conducta ética en sus propias filas. Al general Arze le interesaba muy poco la corrupción de sus enemigos. Le preocupaba la de los suyos mismos, sabiendo que nadie es perfectamente inmaculado en estas viñas del señor, más aún detentando un poder nacido de las armas. Pocos días antes de la partida de los cochabambinos hacia La Paz, el 9 de noviembre, el Ilustre Cabildo de la Real Villa de San Felipe de Austria de Oruro, certificó que Esteban Arze «logró conquistarse las voluntades todas con el desinterés, talento, sagacidad política y demás virtudes que realzan y caracterizan su persona, consiguiendo por medio de ellas el fin laudable de que su gente no cometiese exceso, extorsiones ni incomodidad alguna en la citada población».
El fugaz gobierno interventor de Esteban Arze en Oruro, previo a Aroma, fue un modelo de autocontrol administrativo inédito y singular en la historia política de ésta que terminó siendo la República de Bolivia 15 años después.
Armas libertarias
El guerrillero José Santos Vargas, quien entonces contaba con 14 años de edad, fue testigo de aquella «invasión de cochabambinos a Oruro», en octubre de 1810, lo cual además obedecía a un clamor de los orureños para bloquear el avance que desde el Cuzco emprendía Goyeneche en pos de aniquilar a las tropas argentinas de Castelli que se expandían sobre el territorio de la Audiencia de Charcas y cuya influencia en la insurrección cochabambina es innegable. De hecho, Castelli y sus tropas de Buenos Aires ya habían ingresado a Oruro en abril de 1810. «Don Francisco del Rivero» -relata el Tambor Vargas- «mandó 2.000 hombres entre los que fueron 200 de infantería armada, dos piezas de artillería, 500 de caballería y los restantes de cívicos (que se decían urbanos) al mando del señor coronel y comandante general don Melchor Guzmán, alias el Quitón».
Eufronio Viscarra informa sin embargo que el ejército expedicionario de Arze constaba de mil hombres divididos en 10 compañías; y que «se creó también una tropa auxiliativa de 174 indios, encargada de conducir víveres y pertrechos de guerra y hostilizar al enemigo en caso necesario», lo cual revela la composición dominantemente criolla de aquella expedición.
«El partido que más contribuyó a la formación del ejército fue Tapacarí» -dice Viscarra-. «En la tropa creada en Punata con el nombre de ‘Patricios de Caballería’, llama la atención la circunstancia de que jefes y soldados se alistaron en sus caballos propios, y sin exigir el precio de estos últimos».
Por lo que toca al armamento, según el historiador, «apenas una tercera parte del ejército contaba con malos fusiles, morteros y arcabuces. Las dos terceras partes restantes estaban armadas solamente de chuzos, garrotes, macanas, cachiporras, barras de hierro y lazos».
La Batalla de la Felicidad
Cuando este ejército libertario (en el estricto sentido anarquista de la expresión) obtuvo la victoria de Aroma, parecía que la utopía estaba a la vuelta de la esquina, que la felicidad por fin reinaría en estas colonias de tristeza y humillación. Los festejos en Cochabamba duraron oficialmente tres días después del Te Deum de rigor celebrado el 22 de noviembre.
«Por cuanto la victoria de nuestras armas contra los enemigos de la felicidad común que decretaron la resistencia a los designios de nuestra capital Buenos Aires, obtenida por los campeones de ella en Suipacha y por nuestros esforzados y leales cochabambinos, exige que tributando al Dios de las batallas las más fervorosas gracias por la misericordia con que nos ha protegido, se hagan también demostraciones de nuestro júbilo y complacencia», reza un bando emitido por el Gobernador de Cochabamba el 21 de noviembre de 1810.
Francisco del Rivero había ordenado que «en las noches de este día y las dos siguientes se iluminen los balcones, ventanas, puertas de calle y tiendas, y que en las de mañana y siguientes se procure la diversión pública en celebración de aquellas acciones decisivas de nuestra feliz suerte».
La crónica de aquel festejo es elocuente: «Los caminos que conducen a Tarata, Quillacollo y Sacaba estaban atestados de muchedumbres que acudían a la capital para tomar parte en las solemnidades que se verificaban en honor de los vencedores de Aroma, y de jinetes que, en grupos compactos, iban y venían desalados, conduciendo armas y caballos para las nuevas expediciones que se estaban organizando rápidamente, en los momentos mismos en que el delirio de la victoria parecía embargar todos los ánimos».
Los relatos de la época testimonian que los repiques no cesaron durante 72 horas, y que la campana más grande que existía en la ciudad, la del convento de San Francisco, «tañó de tal suerte que hubo de rajarse, quedando inhábil desde entonces».
Aroma era una batalla por la felicidad perdida, y la reconquista de esa felicidad en forma de republiqueta el mayor logro político y militar de los cochabambinos. En tanto duró ese corto verano que se acabó el 6 de agosto de 1825, otro mundo era posible, ciertamente.