A veces no queda de otra que repetir lugares comunes, pero la elección de Evo Morales como presidente de Bolivia no deja demasiadas alternativas. El lugar común: «una elección que constituye un hito sin precedentes en la historia boliviana» adquiere de súbito toda su validez al calar muy hondo en el significado de los acontecimientos […]
A veces no queda de otra que repetir lugares comunes, pero la elección de Evo Morales como presidente de Bolivia no deja demasiadas alternativas. El lugar común: «una elección que constituye un hito sin precedentes en la historia boliviana» adquiere de súbito toda su validez al calar muy hondo en el significado de los acontecimientos contemporáneos. Un acontecimiento que, como oportunamente lo recordara Eduardo Pavlovsky días atrás, representa muchas cosas. Una de ellas, nada menos, la demorada reivindicación de la gesta del Che en Bolivia, condenada a perpetuidad por los siempre bien recompensados voceros de la derecha: los Zoe Valdés, los Vargas Llosa padre e hijo, los Montaner, los «reporteros sin fronteras» y tantos otros que, todavía hoy, no le perdonan a tan noble personaje su osadía de pretender acabar con un orden social cuya injusticia e iniquidad claman al cielo. Gesta condenada también durante unos cuantos años, conviene no olvidarlo, por diversas expresiones de la izquierda, que veían en la iniciativa del argentino-cubano una manifestación de «aventurerismo pequeño burgués» incompatible con las prescripciones de los manuales de turno.
Sería un equívoco postular que los acontecimientos recientes guardan una relación de causalidad lineal y mecánica con la actuación del Che en Bolivia a mediados de la década del sesenta. Pero no sería menos erróneo pensar que ambos no tienen relación alguna, que cuando el Che identificó en Bolivia el eslabón más débil de la cadena imperialista en América del Sur estaba completamente desacertado. Su diagnóstico sobre el potencial contestatario que anidaba en la opresión y explotación de los indígenas y las masas campesinas fue confirmado por los hechos. Esto no ocurrió en el tiempo corto de la política electoral o de la «videopolítica» sino en el más largo de la maduración de las conciencias, en tenaz lucha contra las formidables agencias de manipulación ideológica de la derecha y el imperialismo especializadas en sembrar escepticismo, resignación y desesperanza entre los pueblos.
El excepcional triunfo de Evo Morales revela los significativos alcances de esa toma de conciencia de las masas bolivianas y ratifica, una vez más, que el ciclo neoliberal está agotado. No sólo las economías no crecen ni distribuyen bajo sus auspicios, revelándose el carácter fantasioso del famoso «efecto derrame»; peor aún, las democracias se vacían de todo contenido, se deslegitiman e inflaman la protesta popular. El pos-neoliberalismo se ha instalado en la agenda de nuestros pueblos. Y Bolivia, fiel a una tradición insurreccional que arranca desde los tiempos de la colonia, lo ha expresado del modo más radical. Ratificando el carácter inherentemente desigual y combinado del desarrollo capitalista, el país con la estructura social más atrasada se ha convertido, hoy por hoy, en la vanguardia del desarrollo político, demostrando con esto la miseria de los economicismos y los determinismos que «deducen», sin mediación alguna, el estado de conciencia de las masas de sus condiciones materiales de existencia. Ya en 1917 el joven Gramsci, conmovido ante la hazaña de los Soviets en Rusia, escribió un artículo provocativamente titulado «La revolución contra ‘El Capital’ » donde comprobaba que la audacia de los obreros, campesinos y soldados rusos había dado por tierra con las interpretaciones librescas de los intelectuales de la Internacional Socialista. Como es bien sabido éstos habían decretado la imposibilidad práctica de la revolución en Rusia, a causa de su atraso; y su inexorable realización en Alemania, debido a su adelanto industrial. El veredicto de la historia fue implacable con los cultores de estas fantasías pseudomarxistas.
Dilemas y desafíos
Morales tiene ante sí un desafío extraordinario. Sabe que, tal cual lo advirtiera José C. Mariátegui, el socialismo en América Latina será una empresa heroica, y que no podrá ser «calco y copia.» Será preciso animarse a crear, a buscar un camino propio. Como dijera ese lucidísimo intelectual de nuestra independencia, el venezolano Simón Rodríguez, «o inventamos o erramos.» Evo tendrá que inventar, y actuar muy resueltamente, si no quiere errar. Fidel, a su vez, lo repitió una y otra vez: «cada vez que copiamos nos fue mal.» Si hay algo original e inimitable en la historia de los pueblos son las revoluciones. Ninguna revolución puede ser «calco y copia.»
Podría objetársenos la introducción de la palabra «revolución» en todo este discurso. En el imaginario clásico de la izquierda aquélla se asocia con la conquista violenta del poder político, con el «acto» revolucionario por excelencia, perdiéndose a menudo de vista el largo -muchas veces subterráneo y silencioso- proceso que conduce a esa victoria. Queda en pie la incógnita, nada teórica por cierto: ¿cuándo y cómo comienza una revolución? En el discurso pronunciado en la Universidad de Concepción, en Chile, durante su visita a ese país en 1971, Fidel se refería a este tema y, por añadidura, a la compleja dialéctica que entrelaza reforma y revolución en los siguientes términos:
«La revolución tiene distintas fases. Nuestro programa de lucha contra Batista no era un programa socialista ni podía ser un programa socialista, realmente, porque los objetivos inmediatos de nuestra lucha no eran todavía, ni podían ser, objetivos socialistas. Estos habrían rebasado el nivel de conciencia política de la sociedad cubana en aquella fase; habrían rebasado el nivel de las posibilidades de nuestro pueblo en aquella fase. Nuestro programa cuando el Moncada no era un programa socialista. Pero era el máximo de programa social y revolucionario que en aquel momento nuestro pueblo podía plantearse.» 1
¿Qué enseñanzas se pueden extraer de estas palabras? Por de pronto una: la necesidad de determinar con precisión cuál es el nivel de conciencia política y de posibilidades del pueblo boliviano en esta peculiarísima coyuntura de su desarrollo histórico. Esto remite a su claridad ideológica y a la calidad de sus organizaciones sociales y políticas, así como a las correlaciones de fuerza existentes tanto en el plano doméstico como en el internacional. Sin un minucioso examen de estas cuestiones se corre el riesgo de caer en un «revolucionarismo retórico» tan desacertado como estéril y que sólo ha servido para que los dogmáticos practiquen su pasatiempo favorito: inventariar y denunciar a la legión de «traidores» que a lo largo de la historia abortaron con su indecisión y cobardía la infinidad de procesos revolucionarios que, según su frondosa imaginación, se hallaban en curso en los más apartados rincones del planeta. En todo caso, y volviendo a lo que decía Fidel, cabría preguntarse: ¿es el programa del MAS el «máximo social y revolucionario» que, bajo determinadas condiciones de conciencia y organización, puede hoy plantearse el pueblo boliviano? Me parece que sí.
La revolución: ¿acto o proceso?
¿Significa esto que en Bolivia está en marcha un proceso revolucionario? La respuesta es, al igual que la anterior, cautelosamente afirmativa. La coyuntura actual condensa un proceso de persistente y creciente movilización y organización populares que ya lleva varios años. Desde la llamada «guerra del agua» en Cochabamba, en el 2000, las grandes movilizaciones y enfrentamientos en el Chapare y en La Paz a comienzos del 2003 hasta la «guerra del gas» en Septiembre y Octubre, la toma de la ciudad de La Paz, y el derrocamiento del «consulado» de Gonzalo Sánchez de Lozada, en Octubre del 2003, el proceso de movilización y organización popular ha ido creciendo sin pausas.2 El resultado de las elecciones, con un 54porciento de los votos a favor de la fórmula Morales/García Linera (que ni siquiera sus rivales más encarnizados y los encuestólogos contratados por la embajada norteamericana sospechaban podría producirse) ratificó en el plano electoral lo que venía ocurriendo en los estratos más profundos de la sociedad boliviana. Pero, certificar el comienzo de una revolución no autoriza a pronosticar su exitosa culminación; un desenlace posible, más o menos probable según los casos, puede también ser la contrarrevolución. El desencadenamiento de una dinámica revolucionaria no sólo moviliza a las clases y capas subalternas sino que, casi siempre más aceleradamente, a las clases dominantes y sus aliados. Estas reagrupan sus efectivos, reorganizan sus aparatos, modifican sus estrategias y tácticas de lucha y cambian su lenguaje para contener la marea ascendente de la revolución. Una de las grandes preguntas de estos procesos es precisamente ésta: ¿quién aprenderá más rápido? ¿Las masas o la burguesía? No hay respuesta desde la teoría para este interrogante. Sólo podemos asegurar que las chances de supervivencia de una revolución dependen grandemente de la radicalidad de las políticas reformistas que se apliquen en las primeras fases del proceso. Si estas afianzan la capacidad de organización y lucha de las clases populares; si promueven políticas que debilitan los dispositivos de dominio de la burguesía; y si todo esto se cristaliza en nuevas correlaciones de fuerza cada vez más favorables al campo de los insurgentes y en arreglos constitucionales y legales que ratifiquen con todo el peso de la institucionalidad estatal los avances de las clases populares la dialéctica revolucionaria puede finalmente consagrar el triunfo de la revolución. Pero si nada de esto ocurre la revolución en curso puede tener muy corta vida.
Se trata, por lo tanto, de un proceso abierto ante el cual los sectores dominantes y el imperialismo no ahorrarán esfuerzos y recursos de todo tipo para abortarlo antes de que sea demasiado tarde. Lo central, en consecuencia, es potenciar la capacidad de organización del campo popular. Lenin decía en el ¿Qué Hacer? que la única arma con que cuenta el proletariado es su organización. No dispone de recursos económicos ni de grandes medios de comunicación de masas, y las leyes e instituciones del estado operan siguiendo una lógica clasista oligárquica que perpetúa la subordinación de las clases populares al bloque dominante. Lo único que garantizará la viabilidad del gobierno de Evo Morales es, en consecuencia, la fortaleza, extensión y densidad organizativa de los movimientos sociales que lo catapultaron a la presidencia. A diferencia del PT brasileño, el MAS apenas si puede ser considerado como un partido político. Pero la savia «movimientista» que le falta al primero -y que parece haber sido una de las causas fundamentales de su lamentable capitulación- la tiene por demás su contraparte boliviana. Si en el caso del PT había demasiada institucionalidad partidaria, demasiado aparato político y poca densidad social, la experiencia boliviana demuestra exactamente lo contrario. Esto es bueno, pero a condición de que no se pierda de vista la función sintetizadora y articuladora del partido, imprescindible para superar los particularismos que, salvo rarísimas excepciones, caracterizan la estructura y los proyectos de los movimientos sociales. En todo caso, la fórmula de una eficaz y legítima gobernanza pasa por el fortalecimiento de los movimientos sociales -cuyo protagonismo fue decisivo para hacer posible el triunfo de Evo y será aún más decisivo para sostenerlo en el poder- y la constitución de una fuerza política capaz de coherentizar la multiplicidad de demandas que aquellos plantean.
Como se ha visto a los pocos días de su triunfo las fuerzas armadas no tardaron en manifestar su reticencia a subordinarse a un poder civil de base popular; la burguesía boliviana, con el Oriente a la cabeza, está dispuesta a hacer cualquier cosa con tal de desembarazarse de Evo Morales lo antes posible, y para eso cuenta con la inestimable ayuda, financiamiento y «know-how» de la Embajada de los Estados Unidos, que ya le ha declarado la guerra desde hace varios años; y las capas medias estarán dispuestas a acompañarlo, en algunos casos a regañadientes, siempre que lo perciban como una figura fuerte, investida con todos los poderes del estado. Por todo lo anterior, la condición de posibilidad de su gobierno pasa indefectiblemente por el «empoderamiento» de los movimientos sociales. No será una mayoría parlamentaria la que le permita gobernar, aunque esta pueda ser necesaria en algunas instancias. Pero siendo necesaria es insuficiente. La derecha no va a dirimir su pleito con el nuevo gobierno «parlamentariamente» sino en la sociedad civil, en el mercado y en la arena internacional. Es decir, en las calles. Y para prevalecer en este terreno se requieren movimientos sociales muy bien organizados, con probada capacidad de lucha en ese, su escenario natural. También, fuerzas políticas suficientemente versátiles como para adoptar distintas estrategias de lucha según las circunstancias y el escenario donde se libren los enfrentamientos.
Reforma y revolución
Alguien podría objetar como una incongruencia que el triunfo final de una revolución también dependa, como se decía antes, de la radicalidad de las medidas reformistas que se tomen en las fases iniciales del proceso. ¿No hay acaso un abismo que separa reforma de revolución? La experiencia histórica enseña que no existe tal discontinuidad entre reforma y revolución. Estas no nacen como tales, sino que se van definiendo a medida que la lucha de clases desatada por la dinámica de los procesos de transformación radicaliza posiciones, supera viejos equilibrios y redefine nuevos horizontes para las iniciativas de las fuerzas contestatarias..
Fidel decía en el ya citado discurso que el programa de lucha contra Batista no era ni podía ser socialista. Tal como lo anticipara en ese extraordinario manifiesto que es La Historia me Absolverá, el programa concreto de los insurgentes no contenía medida alguna que podría haber sido caracterizada como «socialista» por quienes creen que el socialismo se instala por un úkase administrativo. Eso ocurrió en las mal llamadas «democracias populares» del Este europeo, y así les fue: hoy renacen como la vanguardia de lo más reaccionario que existe en Europa. El programa del 26 de Julio contemplaba en cambio un programa serio de reformas, pero nada más: restablecer la Constitución de 1940; conceder la propiedad de la tierra a campesinos que ocuparan pequeñas parcelas, pagando una razonable indemnización a los antiguos propietarios; otorgar a los obreros y empleados de una participación del treinta por ciento en las utilidades de las grandes empresas; implementar una reforma integral de la enseñanza; confiscar todos los bienes malversados por los gobernantes; y concretar la reforma agraria de la gran propiedad territorial y la nacionalización de los monopolios en la industria eléctrica y los teléfonos.3 Solo después de Playa Girón la revolución cubana se definiría como socialista, a más de dos años de haber conquistado el poder político. ¿Cómo explicar esta situación?
Desafiando una muy arraigada tradición Fidel decía en Chile que
Un revolucionario verdadero siempre busca el máximo de cambios sociales. Pero buscar un máximo de cambio social no significa que en cualquier instante se pueda proponer ese máximo, sino que en determinado instante y en consideración al nivel de desarrollo de la conciencia y de las correlaciones de fuerzas se puede proponer un objetivo determinado. Y una vez logrado ese objetivo proponerse otro objetivo más hacia delante. El revolucionario no tiene compromisos de quedarse en el camino.4
En otras palabras, y esta es una de las grandes paradojas de la vida política, una revolución rara vez comienza como tal. La secuencia verificada no sólo en la experiencia cubana sino también en la soviética es que los revolucionarios casi invariablemente levantan un elemental conjunto de reivindicaciones. Ya hemos visto el programa del 26 de Julio; recordemos ahora, brevemente, el de los bolcheviques en vísperas de la Revolución Rusa: «Pan, tierra y paz.» Este fue el programa que supo captar el estado de ánimo de las grandes masas obreras y campesinas rusas, el que acertó en determinar su «nivel de posibilidades» y el estado de su conciencia política. Lo mismo ha ocurrido con las revoluciones burguesas. La de Francia comenzó como una revuelta en un barrio de París originada por el aumento en el precio del pan. No estaba en el ánimo de los revoltosos acabar con la sociedad feudal y la institución que la coronaba: la más ostentosa de todas las monarquías europeas. Sin embargo, ese fue el resultado final de su rebelión en pos de objetivos muy concretos e inmediatos.
De lo anterior se desprende, en consecuencia, el formalismo de la oposición entre reforma y revolución. Sabemos que la historia del siglo veinte ha establecido, con toda razón, una identidad entre «reformismo» y «capitulación.» Pero una mirada más analítica concluiría que no todas las reformas son necesariamente «reformistas.» Hay reformas que una vez adoptadas cambian cualitativamente la situación pre-existente e instalan a la sociedad en otro nivel desde el cual se pueden emprender nuevos proyectos transformadores de la realidad social. Los teóricos de la derecha -Samuel P. Huntington entre ellos- no se engañan cuando afirman que, en América Latina, las reformas no son un sustituto de la revolución sino precisamente su agente catalizador. Es verdad que Rosa Luxemburgo advertía que las reformas no cambian la naturaleza de la sociedad. Decía también que uno de los equívocos más grandes era considerar a la reforma como una revolución que avanza a marcha lenta pero directamente encaminada a lograr un objetivo revolucionario. Un siglo de reformismo socialdemócrata en Europa confirman plenamente la validez de sus observaciones: esas reformas fueron insuficientes para «superar» el capitalismo e instaurar un orden económico y social más justo, igualitario y democrático. Tales reformas produjeron cambios importantes, sin duda alguna, pero siempre «dentro del sistema». Su declarada intención de «cambiar el sistema» se ahogó en la pura retórica del reformismo. Pero este resultado estaba muy lejos de ser una fatalidad histórica. El reformismo socialdemócrata nunca se propuso superar al capitalismo, sino sólo «humanizarlo» limando sus aristas más intolerables e injustas. Pero jamás se empeñó en socavar la dictadura del capital, debilitar sus raíces materiales y sus aparatos de dominación; mucho menos, potenciar la organización autónoma de las clases y capas populares. El «compromiso de clases» del estado Keynesiano se construía sobre la base de un supuesto: la intangibilidad del capitalismo como modo de producción. Las reformas iniciadas por la revolución cubana en su primera fase, las que están teniendo lugar hoy en Venezuela y las que podría poner en marcha el gobierno de Evo Morales parten de otras bases y tienen otros objetivos. Por eso en Cuba su remate fue el socialismo. Y en Venezuela el Presidente Hugo Chávez declaró, hace poco, que no habrá solución para los problemas de su país sino en el marco de un socialismo de nuevo tipo, el así llamado «socialismo del siglo veintiuno.»
No hay razones para pensar que un desenlace parecido no pueda reproducirse en Bolivia, especialmente si las políticas a ejecutarse en los primeros meses de gestión -porque cualquier dilación debilitará irremediablemente al nuevo gobierno- logran alterar la correlación de fuerzas desplazando el fiel de la balanza política a favor de las clases y capas populares. El programa del MAS propone una serie de reformas que, si se llevan a cabo, podrían acrecentar decisivamente la gravitación popular en la política boliviana: nacionalización e industrialización de los hidrocarburos; utilización de esos recursos para financiar una agresiva política social; convocatoria a una asamblea constituyente genuinamente representativa de la diversidad cultural y étnica de Bolivia y que ponga fin a la ancestral discriminación «legal» en contra de las poblaciones indígenas; defensa y legalización de la coca como cultivo histórico de los pueblos originarios, rechazando de plano las políticas de erradicación auspiciadas por la Casa Blanca; activa promoción de las políticas de salud, educación y los servicios sociales; por último, una política exterior latinoamericanista, decididamente anti-imperialista, y en sintonía con los gobiernos de Cuba y Venezuela.
Reformas que no se agotan en el reformismo
De todos modos el éxito de estas iniciativas se juega en un terreno que trasciende los límites del aparato estatal. Si las reformas contempladas en el programa del MAS son aplicadas «desde arriba», como un mero proyecto estatalista liderado por una tecnocracia bien intencionada y progresista pero sin que las mismas sean asumidas por los movimientos populares, sus resultados serán inciertos y precarios, y difícilmente sobrevivirán a la contra-ofensiva de la derecha, como lo prueba, sin ir más lejos, la propia historia de la revolución de 1952 en Bolivia. Por consiguiente, el éxito de estas reformas y la garantía de que ellas no terminarán en la vía muerta del reformismo socialdemócrata está dado por su correspondencia con un sistemático -y exitoso- esfuerzo dirigido, por una parte, a robustecer la capacidad de movilización y organización de las clases y capas populares y los movimientos sociales que las agrupan; y, por la otra, a elevar el nivel de conciencia política de las masas campesinas e indígenas, librando la indispensable «batalla de ideas» requerida para resistir el terrorismo ideológico al que, junto con otras formas de terrorismo y sabotajes de diverso tipo, recurrirán las clases dominantes para abortar el proceso revolucionario en ciernes. La irreversibilidad de las reformas, por consiguiente, no la garantiza el dictado de una ley o el imperio de una decisión administrativa sino la existencia de una nueva y más favorable correlación de fuerzas. Si, como esperamos, esto llegara a ocurrir la dialéctica de las confrontaciones sociales pondrá en movimiento un proceso político llamado a superar con creces las limitaciones de las reformas iniciales. En otras palabras, las reformas genuinamente orientadas a cambiar la sociedad se caracterizan por sus efectos acumulativos y multiplicadores, desencadenando una dialéctica de reformismo permanente en donde la agenda de la emancipación social se expande vigorosamente y en consonancia con la visión y el proyecto del socialismo. Huelga señalar que en el caso que nos preocupa la resistencia de los grupos más conservadores locales y el hostigamiento permanente de los Estados Unidos radicalizarán extraordinariamente las opciones del gobierno y la oposición acelerando en buena medida este proceso. Y, conviene recordarlo, la tan socorrida idea de que si el gobierno de Morales obrase con «cautela» y «pragmatismo» para garantizar la «gobernabilidad» -eufemismos y sofismas utilizados para decir que se traiciona el mandato popular y se decide gobernar con los mercados y para los mercados- Bolivia se evitaría las tensiones y crispaciones producidos por las políticas reformistas no es sino una piadosa mentira desmentida una y cien veces por la historia reciente de América Latina. Desde el momento en que las clases populares decidieron tomar el cielo por asalto y elegir a uno de los suyos, un indígena, por primera vez como presidente de Bolivia y darse un gobierno que las represente directamente los conflictos y las amenazas desestabilizadoras quedaron instalados en el corazón mismo de la vida política boliviana.5 La crisis, la inestabilidad y la incertidumbre son datos orgánicos, producto de la rebelión de «los de abajo» que, para usar un viejo aforismo, ya no quieren seguir como antes; y de la incapacidad de «los de arriba» para perpetuar un estado de cosas que les colma de riquezas y privilegios. Las concesiones a los mercados o a los grandes intereses monopólicos y el imperialismo lejos de apaciguar los ánimos acentuará aún más el conflicto social, y esto por dos razones principales: en primer lugar, porque la frustración de las expectativas de cambio de las masas las lanzará a las calles para tratar, con sus propias iniciativas, de recuperar las esperanzas robadas; segundo, porque como lo demuestran dos mil quinientos años de reflexión filosófico política las clases dominantes jamás se dan por satisfechas ante cualquier concesión hecha por el gobierno. Está en su naturaleza siempre exigir más porque, tal como lo observara Maquiavelo, consideran al gobierno, a cualquier gobierno, como un intruso que se inmiscuye en sus negocios y entorpece el funcionamiento de una estructura de dominación y explotación de la cual son sus exclusivos beneficiarios. Por lo tanto, un gobierno que se esmere en satisfacer sus reclamos y calmar sus ansiedades sólo estará pavimentando el camino para nuevos y cada vez más letales «golpes de mercado.»
Dicho lo anterior será preciso que los nuevos gobernantes bolivianos tomen nota de dos lecciones derivadas de la historia de América Latina: la primera, que se necesitaron revoluciones sociales -como la mexicana, de 1910, la guatemalteca de 1944, la boliviana de 1952 o la cubana, de 1959- para producir reformas significativas en la estructura de nuestras sociedades (el caso de la reforma agraria en México, Guatemala, Bolivia y Cuba) o para instaurar el socialismo y garantizar el disfrute de derechos ciudadanos como el acceso a la salud, la educación, la nutrición y la vivienda, como en Cuba. La segunda lección es la siguiente: en este continente las reformas fueron siempre combatidas con ferocidad por las clases dominantes y en la mayoría de los casos terminaron desatando sangrientas contrarrevoluciones. Los ingenuos que crean que embarcarse por el camino inicial de las reformas será un bucólico paseo que contará con la aquiescencia de la burguesía están muy equivocados. El reformismo de Arévalo y Arbenz en Guatemala, como el de Allende en Chile, terminó en un auténtico baño de sangre. Quien invoca a la reforma en América Latina conjura en su contra a todos los monstruos del establishment: los militares y los paramilitares; la policía secreta y la CIA; la embajada norteamericana y la «prensa libre»; los «combatientes por la libertad» y los terroristas organizados y financiados por las clases dominantes. Atentar contra los privilegios de las oligarquías locales y el imperialismo tiene un alto precio entre nosotros.
La soledad de los revolucionarios
Los revolucionarios, y Evo sin duda es uno de ellos se debaten siempre en soledad, sobre todo en los inciertos primeros pasos de la revolución. Atacados implacablemente por la derecha, cuyo certero instinto nunca la engaña y sabe muy bien quienes son sus enemigos; y acosados también por ese eterno rival de toda revolución: el infantilismo izquierdista, que denunciara Lenin y para el cual la revolución no sería otra cosa que el irrestricto despliegue de la voluntad política en el escenario de la pura doctrina, donde no hay enemigos ni resistencias y donde la lucha de clases se evaporó en la irreparable aridez del dogma. Para el infantilismo de izquierda la tarea de construir el socialismo es de una asombrosa simplicidad: bastan unos pocos decretos que el nuevo presidente firme en el Palacio Quemado para alcanzar el elusivo objetivo que había sido infructuosamente perseguido durante más de un siglo. Parafraseando a Engels se diría que los ultras son gentes que han hecho de su impaciencia un argumento político, con los enormes riesgos que entraña dicha operación En el Chile de Allende hubo sectores de la ultraizquierda que, movidos por su fervor militante y su «revolucionarismo abstracto» llegaron a empuñar las armas en su contra, acusándolo de «reformista» y de conciliador con el imperialismo y la reacción. No está de más recordar que con el paso del tiempo muchos de esos dirigentes se reconvirtieron en ardientes neoliberales y hoy gozan de todas las prebendas y privilegios que las clases dominantes reservan para quienes se arrepienten a tiempo.
La historia enseña, por lo tanto, que idéntico desatino podría reproducirse en Bolivia ni bien Evo Morales llegue a la presidencia. No hace falta ser demasiado perspicaz para comprender que una oposición radicalizada y combativa, intransigente en su reclamo por construir el socialismo de la noche a la mañana constituye una verdadera bendición para la derecha. ¡Qué más podría pedir que la revuelta en contra de Evo Morales sea encabezada por una izquierda dura -más que dura, inmadura- capaz de ocultar bajo ropajes plebeyos y discursos altisonantes los planes de desestabilización del imperialismo y sus aliados! ¡Ni las mejores conjuras de la CIA podrían jamás igualar la eficacia que tendría tamaña torpeza!
Evo Morales y la revolución boliviana en ciernes tendrán que avanzar, con firmeza y serenidad, por el estrecho y escarpado desfiladero flanqueado por la derecha golpista y el revolucionarismo retórico. Deberá evitar caer víctima de los sabotajes y las provocaciones que la primera le planteará a cada paso, y que ya está planificando, con la entusiasta -y suicida- colaboración de la segunda. Deberá también sortear el canto de sirena del «posibilismo», ese falso realismo que frustró el proyecto político del PT en Brasil y de una serie de experiencias de «centro-izquierda» que en América Latina terminaron siendo una cruenta burla de las expectativas populares. Si hay algo de lo que podemos estar seguros es que por más concesiones que se le hagan a la derecha esta no va a cesar de conspirar en contra del nuevo gobierno, apelando a todos los recursos: legales e ilegales, pacíficos y violentos. De ahí que los gestos conciliatorios lejos de atenuar el conflicto social no harán otra cosa que envalentonar a la reacción. Por eso Morales deberá actuar rápidamente. En estas primeras fases será necesario actuar con fulminante celeridad, para evitar el reagrupamiento de la fronda oligárquica y el crecimiento de la extraviada oposición ultraizquierdista alimentada por la frustración de las expectativas de las masas. Titubeos e indecisiones erosionarían irreparablemente la fortaleza del nuevo gobierno. La historia está abierta y si bien el proceso será muy conflictivo las perspectivas son razonablemente favorables. Tal como lo previera Mariátegui y como lo ratifica día a día la experiencia cubana, la construcción de una alternativa socialista es en América Latina una empresa heroica, que por su complejidad requiere de una infrecuente combinación de inteligencia, audacia y pasión. Estamos convencidos de que Evo Morales y sus compañeros estarán a la altura de las circunstancias.
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Notas
1 Fidel en Chile. Textos completos de su diálogo con el pueblo (Santiago: Quimantú, 1972). p. 89.
2 Una cobertura de estas movilizaciones puede hallarse en sucesivos números del OSAL, el Observatorio Social de América Latina. Ver especialmente los dossiers «La guerra del Gas en Bolivia» (Revista OSAL Nº 12, febrero de 2004, Buenos Aires: CLACSO) y «El febrero boliviano: crisis política y revuelta popular» (Revista OSAL Nº 10, julio de 2003, Buenos Aires: CLACSO)
3 Cf. Fidel Castro Ruz, La Historia me Absolverá. Edición Definitiva y Anotada (Buenos Aires: Luxemburg, 2005) pp. 61-69.
4 Fidel en Chile, op. cit., p. 90.
5 De todos modos es preciso señalar que los méritos de Morales mal podrían reducirse a su identidad étnica. Alejando Toledo, presidente peruano, tiene orígenes muy similares pero su gobierno estuvo al servicio de los poderes establecidos y del colonialismo tradicional del Perú, el mismo que ha sometido a los pueblos originarios a condiciones de vida infrahumanas. El presidente Luiz Inacio «Lula» da Silva también proviene de los sectores campesinos más explotados y humillados del Nordeste brasileño, pero si a alguien favorecieron sus políticas fue al capital financiero. En el caso de Evo lo que cuenta, más que nada, es su consecuente trayectoria como luchador en defensa de los «condenados de la tierra» en Bolivia.