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Los movimientos sociales e izquierdas

Fuentes: Revista Pueblos

Por un lado, la Argentina actual aparece recorrida por una proliferación de conflictos y movimientos sociales, en torno a temas como el reclamo salarial, las demandas de los desocupados y la defensa del hábitat, entre otros. Este conjunto de acciones colectivas, en gran parte, presenta un fuerte anclaje territorial, una clara propensión a la organización […]

Por un lado, la Argentina actual aparece recorrida por una proliferación de conflictos y movimientos sociales, en torno a temas como el reclamo salarial, las demandas de los desocupados y la defensa del hábitat, entre otros. Este conjunto de acciones colectivas, en gran parte, presenta un fuerte anclaje territorial, una clara propensión a la organización asamblearia y abarca una multiplicidad de organizaciones. Por otro lado, pese a la tan mentada crisis del sistema institucional y de los partidos, los movimientos sociales presentan una gran dificultad por constituirse en una nueva alternativa político-social, o incluso por conseguir una real vinculación entre los diferentes actores sociales y políticos movilizados.

Las elecciones parlamentarias de octubre de 2005 vieron la consolidación «desde arriba» de una suerte de «peronismo infinito», fortalecido tanto por el debilitamiento de los otros partidos tradicionales como por la pérdida de los pocos escaños que poseía la izquierda parlamentaria. Mientras que «desde abajo» el desarrollo de una fuerte política asistencial y clientelar y la crisis de las organizaciones de desocupados afianzaron la reproducción de la relación del partido justicialista con los sectores populares más vulnerables.

Los actores y las luchas: piqueteros, sindicatos, fábricas recuperadas

Entre los actores sociales organizados que más traspiés han sufrido los últimos años están los desocupados. La emergencia de un conjunto de movimientos de desocupados (piqueteros), a partir de 1996/97, ha sido uno de los hechos más significativos y originales de las últimas décadas. Desde sus orígenes, estos movimientos antineoliberales estuvieron atravesados por diferentes corrientes político-ideológicas, que incluyen desde el populismo nacionalista hasta una multiplicidad de organizaciones de corte anticapitalista, ligadas a las diferentes vertientes de la izquierda.

Sin embargo, más allá de la heterogeneidad, estos grupos reconocen un espacio común recorrido por determinados repertorios de acción, entre los cuales se encuentra el piquete o corte de ruta, la inscripción territorial (el trabajo comunitario en el barrio), la democracia directa y, por último, la institucionalización de una relación con el Estado, a través del control de planes sociales (subsidios de 50 dólares) y del financiamiento de proyectos productivos (huertas comunitarias, panaderías, emprendimientos textiles, cooperativas de agua y de construcción, entre otros).

Desde el inicio, las relaciones de los sucesivos gobiernos con las organizaciones piqueteras combinaron diferentes estrategias, alternando la negociación con una política de disciplinamiento y represión, siempre acompañada por la judicialización del conflicto social, traducida en más de 4.000 procesamientos. Ello no impidió ni el crecimiento ni la visibilidad cada vez mayor de los movimientos de desocupados, que alcanzaría su clímax entre el 2000 y 2003, años de gran efervescencia social. Sin embargo, luego de la asunción de N. Kirchner, en 2003, la situación cambió ostensiblemente. Los primeros gestos políticos del gobierno actual, así como su retórica «progresista» (que muchos asimilan a posiciones de centro-izquierda) generaron una gran expectativa social, otorgándole un margen de acción más amplio respecto de los gobiernos anteriores.

Luego de la fuerte devaluación de 2002, el crecimiento de la economía argentina ha sido importante (en 2005 fue del 9,3%). Gracias al superávit fiscal, recientemente el gobierno argentino decidió cancelar la deuda que tenía con el FMI, un total de 9.500 millones de dólares, que pese a constituir sólo un 9% de la deuda externa del país, ha tenido una repercusión muy positiva en la sociedad. Sin embargo, la pobreza y la desocupación continúan afectando a franjas importantes de la sociedad argentina.

El gobierno de Kirchner ha venido mostrando escaso interés por llevar a cabo una política redistributiva que beneficie a los trabajadores ocupados, castigados por tres lustros de precariedad y bajos salarios (a lo cual se suma una inflación que alcanzó el 12,3% en 2005), o por desarrollar una verdadera política de inclusión, hacia los desempleados, más allá del renovado clientelismo afectivo peronista o de los pequeños emprendimientos productivos. El resultado de esta política ha sido tanto la integración de las organizaciones afines a la matriz populista, como el control, división y disciplinamiento de las agrupaciones más movilizadas (izquierda partidaria e independiente).

Para ello, el gobierno se apoyó en el estado de la opinión pública, fuertemente apuntalado por los grandes medios de comunicación, que no vacilaron en realizar una cruzada antipiquetera, teñida de un claro maniqueísmo. Dicha situación no puede ser disociada de la demanda de «normalidad» que recorre fuertemente la sociedad argentina. El escenario de esta batalla política entre organizaciones piqueteras y gobierno fue la ciudad de Buenos Aires. Fue en sus calles, en sus plazas, en sus edificios públicos, más aún, frente a la propia legislatura porteña, a la hora de discutir el Código Contravencional propuesto para la ciudad de Buenos Aires (16 de julio de 2004), que tuvo máxima expresión y corolario esta puja desigual entre aquellos que llamaban a la institucionalización y exigían el repliegue de las fuerzas movilizadas (la demanda de lo instituido), y los diferentes actores movilizados (la demanda de los excluidos). El corolario de ello fue el avance de la judicialización y criminalización en el tratamiento de los conflictos sociales y, sobre todo, la instalación de un fuerte consenso antipiquetero en amplias franjas de la opinión pública.

Por otro lado, en los últimos dos años, se multiplicaron las luchas sindicales en demanda de incrementos salariales (no sólo como consecuencia de la inflación, sino con el objetivo de reducir las disparidades salariales entre los trabajadores de un mismo sector, fomentadas por el tercerismo y la política de flexibilidad salarial impuesta en los ’90), así como los reclamos ligados a la defensa de la educación y la salud pública. En 2005, los conflictos laborales que terminaron en huelgas o suspensión de servicios se triplicaron con relación al año anterior (819 conflictos sindicales contra sólo 249 en 2004). Éste ha sido el índice más alto desde 1990, año en que se implementaron las primeras reformas neoliberales.

Se trata claramente de un nuevo ciclo de acción sindical, protagonizado por cuerpos de delegados combativos, en algunos casos, por fuera de la dirigencia de los sindicatos o de las centrales reconocidas. Hasta la propia CTA (Central de Trabajadores Argentinos), reconocida por su carácter antineoliberal y cuyo rol de oposición fuera crucial en los ’90, se ha visto desbordada por la radicalidad que adoptaron los nuevos conflictos en varios sectores. Citemos entre otros el de la telefonía (Telefónica Argentina), la salud pública (hospitales), alimentación (carne), docentes (de todos los niveles), transporte (metro de Buenos Aires; pilotos y técnicos de Aerolíneas Argentinas), así como en ciertos sectores más tradicionales, como la metalurgia y las plantas automotrices (Daimler-Chrysler, Ford y Volkswagen).

No son pocas las acciones sindicales que adoptan un formato piquetero (inmediatamente asociado al corte de calles), lo cual conlleva también a una rápida estigmatización. Así, es frecuente que la lectura de los conflictos promovida por el gobierno y los grandes medios de comunicación subraye prima facie las consecuencias negativas de las acciones de protesta (obstrucción del tránsito, problemas de transporte, pérdida de días de clase, riesgo de desatención en los hospitales públicos, etc.) o apunten a denunciar su carácter «eminentemente político». En el caso de los reiterados paros realizados por el personal no-médico del Hospital Garrahan (el centro pediátrico más importante del país), el gobierno lanzó una campaña de desacreditación contra uno de sus líderes sindicales (perteneciente a un pequeño partido trotskista) e intentó ilegalizar el conflicto, mientras que el ministro de la salud tildaba a los huelguistas de «terroristas sanitarios»…

Sin embargo, la escalada sindical continúa. Durante 2004 y 2005, pese a las represalias patronales y a la escasa visibilidad mediática que tienen ciertos conflictos -sobre todo los que ocurren en el interior del país-, muchos de ellos han terminado con el triunfo de las demandas de los trabajadores. En su mayoría se trata de acuerdos por empresas, entre los cuales no suele faltar la exigencia de la no divulgación pública del mismo, a fin de no crear un «efecto arrastre» en otros sectores. Salvo excepciones, hay que señalar la escasa vinculación de estas expresiones sindicales con otros actores, en especial con los desocupados, tan estigmatizados hoy en día.

Por último, hay que recordar que en Argentina existe un importante movimiento de fábricas recuperadas, que continúan luchando por la vía judicial y legislativa a fin de obtener la ley de expropiación y el reconocimiento como cooperativa de trabajadores. En la actualidad, existen más de 150 fábricas recuperadas, nucleadas en diferentes corrientes, y constituidas en cooperativas.

A diferencia de la experiencia piquetera, las fábricas recuperadas han concitado desde el inicio una fuerte simpatía y apoyos sociales, que fueron fundamentales para su expansión y consolidación. Las fábricas recuperadas se consideran a si mismas como «movimientos», en tanto la recuperación (el acto de resistir) es equiparada a la protesta social. En realidad, salvo casos excepcionales (entre los cuales se encuentran dos casos emblemáticos, como cerámica Zanón, en el norte de la Patagonia y el Hotel Bauen, en la ciudad de Buenos Aires), las fábricas recuperadas no han encontrado una fuerte resistencia por parte del Estado. Se han registrado varios intentos de desalojos y de entrega a los antiguos propietarios, pero más bien la crisis abrió nuevas oportunidades políticas, primero a través de una oficina del estado (el INAES -Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social-, que creó una unidad ejecutora para las empresas recuperadas); luego, facilitando la formación de cooperativas y la expropiación en favor de los trabajadores.

No olvidemos que la expropiación sólo es temporaria y que no son pocas las empresas recuperadas que se encuentran en una difícil situación económica y sus trabajadores, en condiciones de verdadera autoexplotación. Los obstáculos remiten tanto a la falta de apoyo del Estado en el proceso de comercialización de los productos, como a la fragmentación organizacional que presenta dicho movimiento. Hoy existen 4 corrientes, de las cuales las más importantes son el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER) y el Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por sus Trabajadores (MNFRT), que poseen aceitados vínculos con el gobierno actual.

Las diferentes tradiciones ideológicas en el campo militante

¿Cuáles son los principales obstáculos que presentan los movimientos sociales en su proceso de articulación político-social? Acerca de los factores externos, sólo quisiera hacer mención a la productividad política del peronismo, la cual se nutre menos de una supuesta vocación de poder que estaría ausente en sus opositores, que de un hábil liderazgo presidencial que sintetiza legado decisionista y eficacia populista, así como de una demanda de normalidad vehiculada por una sociedad golpeada por el desvanecimiento de la ilusión neoliberal (la pertenencia a un supuesto «Primer Mundo») y la posterior amenaza de disolución social, vivida bajo la gran crisis de 2001- 2002. Señalemos además el contexto de fuerte crecimiento económico que atraviesa el país.

Me gustaría, en cambio, delinear con más detalle algunos de los factores propiamente internos que dificultan una verdadera articulación del campo militante. Sin duda, lo más notorio dentro del espacio militante ha sido la creciente fragmentación organizacional ligada a las posiciones y diagnósticos asumidos por las distintas vertientes de la izquierda. Lejos de buscar las convergencias estratégicas, las diferentes tradiciones ideológicas han potenciado el conflicto interno y, con ello, han fomentado la división infinita entre movimientos y organizaciones.

En primer lugar, en todo este proceso cabe una responsabilidad mayor a la izquierda partidaria, sobre todo las diferentes variantes del trotskismo, que presenta el mayor grado de dogmatismo ideológico respecto de sus definiciones del poder, del sujeto político y de la estrategia de construcción. A esto se añaden notorios errores de diagnóstico político: la no percepción del cambio de oportunidades políticas (redefinición del escenario político a partir de 2003) y la subestimación de la productividad política del peronismo han sido fundamentales en el agravamiento de la crisis de ciertos movimientos, tanto de las asambleas barriales (durante 2002) como principalmente en el proceso de deslegitimación y aislamiento social de las organizaciones de desocupados (2003-2005).

Por otro lado, las inveteradas tentativas de la izquierda partidaria por forzar una suerte de hegemonía dentro del campo militante suelen terminar, más temprano que tarde, en fuertes implosiones organizacionales e ideológicas, traduciéndose en un vaciamiento del capital político y simbólico de los nuevos movimientos. Por último, en tiempos electorales los partidos de izquierda suelen acentuar el énfasis instrumental respecto de las organizaciones sociales, en detrimento de su autonomía decisional y del desarrollo de una lógica de construcción más territorial (ligada al trabajo comunitario y los emprendimientos productivos).

En segundo lugar, podemos señalar el rol más reciente que puede adjudicarse a la izquierda populista, que ha terminado por reactivar los elementos más negativos de la tradición nacionalpopular, a partir de su alianza con N. Kirchner. La tradición populista argentina retoma elementos diferentes de aquellas otras experiencias que recorren el continente, como es el caso de Bolivia, donde la tradición nacional-popular reaparece ligada a las demandas de nacionalización de los hidrocarburos, que proclaman el conjunto de los actores movilizados.

Asimismo, pese a todas las afinidades -más deseadas que efectivamente existentes-, el modelo kirchnerista poco tiene que ver con el proyecto propugnado por Chávez en Venezuela, cuyo carácter controvertido y ambivalente nos advierte ya acerca del carácter multidimensional de esa experiencia. En Argentina, la tradición populista tiende a desembocar en el reconocimiento de la primacía del sistema institucional, a través del protagonismo del Partido Peronista, por sobre los movimientos sociales.

Esta inflexión responde a una cierta concepción del cambio social: aquella que deposita la perspectiva de una transformación en el cambio en la orientación política del gobierno, antes que en la posibilidad de un reequilibrio de fuerzas a través de las luchas sociales. La primacía del sistema político-partidario tiende a expresarse en una fuerte voluntad de subordinación de las masas organizadas a la autoridad del líder y una notable desconfianza hacia las nuevas formas de autoorganización de lo social y sus demandas de empoderamiento y autonomía. Como para la izquierda partidaria, para la tradición populista argentina y sus herederos actuales, la cuestión de la autonomía de los actores constituye un punto ciego, impensado, cuando no se percibe incluso como «artificial» en función de nuestra geografía de la pobreza.

Esta no-tematización denota que el populismo argentino, en todas sus facetas, tiene un gran desconocimiento de las nuevas tendencias organizativas globales. No valora las nuevas prácticas políticas ni el impacto positivo que éstas podrían ejercer en un proceso de reformulación del contrato social, en un sentido incluyente.

En tercer lugar, subrayemos el rol que han tenido aquellos grupos que componen el heteróclito espacio de las organizaciones independientes y autónomas. Estas nuevas experiencias militantes -sobre todos en los jóvenes- se nutren de un ethos común cimentado en el imperativo de la desburocratización y democratización de las organizaciones y en una gran desconfianza respecto de las estructuras partidarias y sindicales. No es casual la fuerte resonancia que en Argentina ha tenido lo que genéricamente se ha venido denominando «autonomismo».

Esta nueva narrativa política, que atraviesa un conjunto de colectivos y movimientos contra la globalización neoliberal, se nutre también del pensamiento de un sector de la filosofía política italiana, especialmente en la obra de Toni Negri y Paolo Virno y, a nivel continental, reconoce su modelo de referencia en la experiencia y el discurso zapatista [1]. Pese a que el campo de la autonomía es mucho más amplio y variopinto que lo que las referencias anteriores indican, lo cierto es que en Argentina éste tuvo su inflexión hiperbólica, especialmente entre los movilizados años 2002 y 2003.

Si la izquierda partidaria y populista tienen dificultades para entender las nuevas formas de auto-organización de lo social, por su lado, el autonomismo se caracteriza no sólo por su visión demasiado unidimensional del poder y de la relación con el Estado, sino por la negación de la posibilidad de pensar la instancia de la articulación política como algo más que una coordinación horizontal de movimientos. Inclusive, para muchos militantes autonomistas, la noción misma de «hegemonía» -cuyo sello gramsciano tanto marcó el pensamiento de la izquierda argentina hace unas pocas décadas- se ha convertido en una suerte de cristalización de todos los males…

Lo cierto es que la tentación hegemonizante de los partidos de izquierda no hizo más que potenciar los elementos extremos del campo autonomista, que en muchos casos confundió la defensa de la diferencia con el llamado a la pura fragmentación y tendió a disolver la lógica política en la pura acción contracultural, o en una suerte de ontologización de lo social carente de mediaciones.

Finalmente, dicho exceso generó también una reacción inversa, sobre todo dentro del campo piquetero y las organizaciones contraculturales, donde se registra una suerte de involución por parte de ciertos grupos y colectivos militantes decepcionados de la poca repercusión política que han tenido las promesas de democratización y horizontalidad del autonomismo (pues la política de Kirchner ha traído consigo una profundización del clientelismo en el mundo de los sectores populares). Frente a este nuevo cierre de las oportunidades políticas, algunos tienden a hundirse en una defensa por demás ortodoxa y dogmática de los principios revolucionarios clásicos, en su modalidad leninista y guevarista.

La posibilidad del surgimiento de un nuevo sujeto político que pudiera encarnar la fuerte expectativa de cambio que recorría la sociedad argentina de principios del nuevo milenio se desvaneció, tanto por la vuelta a la normalidad institucional encarnada por el «peronismo infinito», como por la divergencia entre las diferentes tradiciones ideológicas presentes entre las organizaciones sociales. El proceso de estigmatización de las luchas sociales entre 2003 y 2005 plantea la importancia de la disputa cultural y simbólica, así como la necesidad de tender puentes y articulaciones entre los elementos más positivos y aglutinantes de las diferentes vertientes de la izquierda -la tradición nacionalpopular, la tradición clasista y la narrativa autonomista.


Maristella Svampa es socióloga y activista social argentina. Este artículo ha sido publicado en la revista ecuatoriana Entre voces, nº 5, Enero de 2006.

[1] Ha sido muy influyente también la versión más simplificada que presenta el libro de John Holloway, Cambiar el mundo sin tomar el poder, Buenos Aires, Herramienta, 2001.