Cada vez que vuelvo al MIT, el legendario instituto tecnológico de Massachussets, siento como vivencia lo que la investigación internacional ha demostrado reiteradamente: que el poder, la riqueza y el bienestar de las sociedades dependen fundamentalmente de la ciencia y la tecnología
Lo cual no resuelve los problemas sociales del reparto desigual de esa riqueza o de los usos destructivos del poder. Pero el fundamento de la capacidad humana para mejorar nuestro nivel de vida y nuestra calidad de vida pasa por el conocimiento que se genere y las aplicaciones tecnológicas que se deriven del descubrimiento científico. Y la historia de MIT, fundado hace 145 años, es un testimonio vivo del poder de la ciencia. Desde los fundamentos de la aeronáutica a la creación de internet, pasando por el radar y el software libre y una larguísima lista de descubrimientos clave en todos los campos, MIT es la institución mundial que más directamente ha ligado ciencia básica, desarrollo tecnológico y aplicaciones en la sociedad.
Hasta convertirse en estos momentos en el centro de la revolución biomédica mundial. En una anónima encrucijada de Cambridge (Massachussets), denominada Technology Square, se concentra buena parte de la vanguardia de la investigación que para bien o para mal está poniendo en nuestras manos el poder de manipular los procesos de la materia viva, incluyendo nuestros cuerpos. Allí están, en impersonales edificios de cristal y acero, el MIT Whitehead Institute, el Harvard-MIT Broad Institute y media docena de algunas de las empresas biomédicas y biotecnológicas más avanzadas del mundo. Y unos metros más allá, el Media Lab, siempre diseñando nuevas aplicaciones electrónicas, y el Stata Center, el extraordinario edificio de Frank Gehry que aloja los departamentos de informática y centros investigación como el Artificial Intelligence Lab, de donde salió buena parte del software que cambió la relación entre nuestras mentes y nuestras máquinas. Por cierto, que también tiene su despacho en ese edificio Noam Chomsky, que a sus 75 años mantiene su vitalidad y clarividencia intelectual y se ha convertido en uno de los críticos más influyentes de la llamada guerra contra el terror. Porque también eso cabe en una gran universidad tecnológica que protege su independencia, incluso con respecto a quienes la financian. Por eso no es de extrañar que cuando hace unas semanas se anunció el acuerdo inicial del Consejo de Ministros europeos para la constitución de un Instituto Europeo de Tecnología, los titulares mediáticos presentaron la iniciativa como una alternativa europea al MIT. Y es que, a pesar de todo lo que se habla de la agenda de Lisboa, desde que se aprobó en el año 2000 Europa continúa perdiendo terreno con respecto a Estados Unidos tanto en investigación básica como en desarrollo tecnológico y en difusión de las nuevas tecnologías en las empresas y en la sociedad. Y al ritmo actual, se calcula que le harían falta 50 años a Europa para situarse al nivel de innovación tecnológica de Estados Unidos. Europa invierte menos: en el 2004 la proporción de gasto en I+ D sobre el producto interior bruto en la Unión Europea fue del 1,9% (en España del 1,1%), mientras que en Estados Unidos se situaba en un 2,6% y en Japón en un 3,15%. Además, el crecimiento de la inversión de I+ D de las empresas europeas en Estados Unidos es mucho mayor que el de las empresas estadounidenses en Europa. Pero el problema no es sólo cuantitativo sino cualitativo. Las universidades europeas no están a la altura de las estadounidenses ni disponen de las estructuras de apertura a la innovación y a la aplicación de sus descubrimientos. No es que las universidades sean malas, sino que las mejores universidades no alcanzan el nivel de excelencia de la vanguardia mundial. En Estados Unidos hay 3.300 universidades, de las que sólo 215 tienen programas de doctorado y sólo 100 tienen investigación de calidad. Y, según el último ranking frecuentemente utilizado, el llamado ranking académico de Shanghai, de las 500 primeras universidades del mundo, 205 están en Europa, en contraste con 198 en Estados Unidos. O sea, que estamos bien en la clase media de universidades. Pero entre las 20 primeras universidades del mundo, 17 son estadounidenses y sólo 2 europeas (Oxford y Cambridge).De esta serie de constataciones surgen dos iniciativas europeas de altos vuelos. La primera es la creación del Consejo Europeo de Investigación, que empezará a gestionar toda la investigación básica europea a partir de enero del 2007, con criterios exclusivamente centrados en la excelencia y la innovación de la investigación, en términos competitivos, y juzgada exclusivamente por científicos. La segunda es la creación del Instituto Europeo de Tecnología, ya aprobado, pero todavía en fase de gestación y que debería estar funcionando en el 2010. No se trata de repetir MIT, sino de constituir una institución al más alto nivel de excelencia mundial, concentrando los mejores recursos científicos de Europa, tanto de universidades como de empresas, mediante una forma de organización adaptada a nuestro tiempo histórico: la universidad en red. O sea, que una administración central muy ligera, gobernada por un patronato independiente y dotado de grandes recursos tanto públicos como privados, dirigiría redes de unidades procedentes de universidades y centros de investigación en toda Europa. Estas unidades no serían departamentos tradicionales, sino comunidades de conocimiento,por ejemplo, la bioinformática o las ciencias de las sociedades envejecidas. Y tras ser seleccionadas, dejarían de funcionar en sus universidades de origen para pasar a formar parte del Instituto Europeo de Tecnología. Los masters y doctorados también se harían en el seno de estas comunidades de conocimiento en un ámbito paneuropeo.
Naturalmente, un proyecto tan ambicioso ha suscitado de inmediato resistencias y críticas, procedentes en general de las mejores universidades, como las inglesas, que no quieren perder su hegemonía dentro de Europa y no ven claro lo del interés común europeo. Volvemos de nuevo a tropezar con la idea de que Europa es una abstracción frente a las realidades nacionales de siempre. Pero, por otro lado, sólo mediante estos proyectos de articulación europea se podrá engendrar una Europa realmente existente, en lugar de perderse en aventuras constitucionales sin base de práctica compartida. Sin embargo, es evidente que el instituto sólo podrá ver la luz si se encuentran incentivos importantes para las universidades y centros que participen en él mediante la transferencia de algunos de sus mejores profesores e investigadores. Por eso será un proceso largo y complejo que sólo acaba de empezar. Tal vez al final de éste podremos un día sentir en el cielo europeo esa vibración eléctrica de la creatividad de nuestros cerebros en constante movimiento. Y digo en el cielo y no en el suelo porque será en las redes informáticas de conexión de datos y pensamiento en donde se producirá la sinergia que nos permitirá conocer más y conocermos mejor, para proyectar nuestros sueños y desactivar nuestras pesadillas.