Las particularidades y peripecias del conflicto por las plantas de celulosa no deberían ocultar que está en juego un dilema: la profundización de la disputa por atraer inversiones externas compitiendo en un «sálvese quien pueda» que puede llevar a insospechados enfrentamientos regionales, o la apuesta a un proyecto regional soberano con complementariedad productiva sustentable y […]
Las particularidades y peripecias del conflicto por las plantas de celulosa no deberían ocultar que está en juego un dilema: la profundización de la disputa por atraer inversiones externas compitiendo en un «sálvese quien pueda» que puede llevar a insospechados enfrentamientos regionales, o la apuesta a un proyecto regional soberano con complementariedad productiva sustentable y el reconocimiento y la compensación de las asimetrías.
El conflicto por la instalación de las plantas de celulosa sobre el río Uruguay desvela y enfrenta a nuestros países. La tensión sigue en aumento, y en medio de la creciente agitación en ambas orillas, el fracaso de negociaciones y la virulencia declarativa entre gobiernos, resulta natural preguntarse: ¿Se trata sólo de un conflicto puntual, sensible, debido a la magnitud de las inversiones e intereses en juego? ¿Es esta una disputa que demuestra la inviabilidad actual del mayor proceso de integración y complementación económica regional puesto en marcha en Latinoamérica: el MERCOSUR?
Por lo pronto, llama la atención que, aun existiendo hoy, tanto en Argentina como Uruguay, gobiernos denominados, en una imprecisa definición común, de centro-izquierda, que han definido en forma permanente su vocación común prioritaria hacia la «unidad latinoamericana», nos encontremos en un estado de crisis y tensión entre países vecinos de enorme seriedad. Las respuestas «chauvinistas» han estado a la orden del día, acicateadas por los sectores más conservadores, tanto de la «nueva izquierda» como de la vieja derecha.
Las autoridades de Argentina y Uruguay habían venido reafirmando «el espíritu y la voluntad de diálogo» y el reconocimiento de la importancia de los estrechos vínculos históricos, lo que se expresó en el pre-acuerdo de Santiago de Chile (levantar los cortes y suspender las obras por 90 días), el rechazo unilateral de la empresa finlandesa Botnía, impidió que continuara el proceso de negociaciones y la relación bilateral parece marchar a un callejón sin salida.
Las condiciones, exigencias y presiones de la empresa Botnía, con el respaldo del gobierno finlandés y la Unión Europea, impidieron un proceso de negociación, lo que demuestra hasta que punto son inconveniente para nuestros países los tratados de protección reciproca de inversiones.
Nosotros y ellos. Pero ¿quién es quién?
Una creciente manipulación chauvinista puede hacer aparecer el conflicto por las papeleras como insuperable. El clima de antagonismo es fogoneado, en ambas orillas, por aquellos que representan los intereses económicos de los sectores dominantes que esperan favorecerse en un nuevo proceso de balcanización de América Latina, y a la vez, es favorecido por irresponsables dirigentes «progresistas» que no miden los costos culturales e ideológicos de sus afirmaciones.
A no engañarnos, lo que realmente organiza el alineamiento de fuerzas políticas de nuestros países en el «conflicto por las papeleras» no es tema de banderas. La confrontación no debe ser asimilada y azuzada irresponsablemente como si fueran pasiones futbolísticas entre rioplatenses, Se trata ni más ni menos que de una polémica generada por la radicación de empresas transnacionales con un correlato de consecuencias nacionales y disputas intra-regionales políticas, económicas y sociales trascendentes.
Son dos los aspectos ordenadores de referencia real en debate: por un lado, la defensa u oposición a la expansión del modelo capitalista que se expresa en la penetración de nuestros mercados por las empresas transnacionales; por otro lado, la defensa de las fuentes de ingreso, tanto de los trabajadores como de los empresarios, implicados en este proceso.
Los gigantescos proyectos de procesamiento de materia prima con masiva utilización de recursos naturales y productos químicos en un área común, el río Uruguay, generan, efectos multiplicadores sobre el empleo y la actividad económica en el lado uruguayo y, como contrapartida, efectos, mayores o menores, sobre el medio ambiente que afectaran negativamente otras actividades productivas, como el turismo, en ambas orillas.
Los mecanismos utilizados por los gobiernos de nuestros países para imponer sus posiciones no han respetado el marco institucional, no lo hizo Uruguay al incumplir el tratado del Río de la Plata y tampoco Argentina, al impedir el libre transito en puentes internacionales.
Los actuales caminos de confrontación, no permiten avanzar hacia una proclamada «imprescindible unidad latinoamericana» sino que, por el contrario forman parte de un proceso de re-balcanización. Si las disputas específicas por «ganar» inversiones del exterior llevan a la competencia/pelea por definir cuál es el país que da mayores ventajas y beneficios al capital extranjero -bajos salarios, zonas francas, exenciones impositivas, garantías de inversión y menores controles al movimiento de capitales o a las características de los emprendimientos productivos- no es temerario afirmar que el destino que espera América Latina es el de la postración y la resignación a los hechos consumados, el aumento de la dependencia y la creciente multiplicación de conflictos entre sus naciones.
Un tema central, para una posible negociación y acuerdo, es la evaluación de las externalidades, positivas y negativas, que generan estas inversiones extranjeras, las mayores de la historia reciente del Uruguay, lo que conlleva necesariamente, la creación de mecanismos de compensación a los sectores perjudicados de ambos países. Lo que deberá tomar en cuenta, necesariamente, las asimetrías de las economías involucradas.
Entre el neoliberalismo y la ortodoxia económica
Sin duda luego de los altísimos costos sociales y económicos de la desastrosa oleada «neoliberal» parecía que la confianza casi infantil en las recetas del «Consenso de Washington» de apertura, desregulación y privatización había quedado atrás. Sin embargo, el fénix vuelve redivivo
Aquel principio en su momento presentado como inexpugnable de «absoluta confianza en el libre mercado» ya instalado en las dictaduras militares no ha quedado en el olvido en gobiernos civiles electos. No han bastado las crisis de nuestras sociedades -y en ella, sin duda, los sufrimientos de los más desposeídos- que han tenido y tienen que asumir los durísimos costos del desbarajuste de un vertiginoso proceso de desestructuración de nuestras economías que conllevó una evasión masiva de capitales, gigantescos negocios especulativos y niveles de corrupción inéditos.
Aun siendo que muchos dirigentes y referentes de opinión no hablen más, en nuestros países, en los mismos términos que en los dictatoriales y catastróficos 70, la «década perdida» de los 80 o los «felices años 90», de crecimiento con exclusión, sigue presente una lógica predominante de espera, condicionamientos y subordinación a los intereses del gran capital y de sus operadores multilaterales (FMI, BM, BID). Por lo pronto, debe reconocerse que existe una cada vez más notoria y grosera distancia entre la necesidad y expectativa de los pueblos por modificar una realidad oprobiosa y las políticas económicas que se van implementando en nuestros países Se repiten promesas de «prioridad social y productiva», pero continúa el asistencialismo -llamase «plan de emergencia» o «plan jefes y jefas de hogar»- mal tapando la brechas, la exclusión y la segmentación social que genera la falta de fuentes de trabajo genuinas.
En nuestros países, las instituciones y condiciones económicas, tanto en períodos de crisis como de expansión como el actual, siguen favoreciendo la concentración del ingreso y crean condiciones para excluir una buena parte de nuestras poblaciones. Siguen vigentes los privilegios, no se modifican estructuras regresivas implantadas en el auge neoliberal y en nombre de la «estabilidad de las reglas» y de la creación y desarrollo del «clima de negocios» se siguen subordinando políticas y acciones de Estado.
Son buen ejemplo de ello, la idea de presentar pagos adelantados al FMI como «paso para ganar mayor grado de independencia», cuando son en realidad afrentas en países con visible subdesarrollo y deudas sociales gigantescas. El gasto público sigue subsidiando malos negocios capitalistas y no inversiones públicas básicas, la regresividad impositiva sigue inalterada, más allá de reformas que no avanzan en lo sustancial, y el mejoramiento de salarios, jubilaciones y gastos sociales quedan postergados para el tiempo de las campañas políticas y los discursos de ocasión, pero no para ser afrontados como prioridad inmediata. Más aún, habiendo un cambio notorio reciente del ciclo económico por el mayor valor de las exportaciones y los bajos intereses financieros, el crecimiento de la «torta» ha ido paralelo al asentamiento de un regresivo reparto no sólo entre sectores sociales sino también entre países. Las pequeñas mejoras redistributivas, en el marco de aumentos más que significativos del producto, no muestran un cambio de tendencia en el proceso de concentración de la riqueza.
El conflicto actual entre Argentina y Uruguay no refleja los cambios sino las continuidades del «sálvese quien pueda» de toda una época. Como muestra de debilidad es posible observar el profundo contrasentido de que, en el momento que se cuenta con gobiernos supuestamente más progresistas y que reclaman, más que nunca, la necesidad que los latinoamericanos asumamos nuestras responsabilidades y rol histórico en forma madura, el Banco Mundial -el cuestionado organismo señalado tantas veces como causante de «semillas de destrucción»- se convierta en el árbitro esperado para laudar en el conflicto. O la Corte de la Haya, cuya ineficacia en resolver conflictos internacionales es bien reconocida, se convierta en ámbito de dilucidación de la disputa entre Uruguay y Argentina en torno a la instalación de las plantas de celulosa. O peor aún, se busque que la salida salvadora sea terminar con los acuerdos regionales o avanzar en entendimientos individuales de preferencia comercial con países mayores (¿y las quejas de subordinación y falta de independencia?), en lo que sin duda sería un salto al vacío con impredecibles costos para nuestras sociedades.
Es hora de alternativas
Si se asume que la crisis se vincula a la estrategia aplicada por el neoliberalismo en las últimas décadas, entonces es necesario desmontar un andamiaje normativo al servicio de la expansión de capitalista, tanto en lo que tiene que ver con las reglas formales que liquidaron los mecanismos de protección de la economía nacional y redujeron el papel del Estado, como con las normas informales, la cultura y la ideología predominantes que privilegian el éxito individual respecto a las diferentes formas de soluciones colectivas.
En una perspectiva más general, la eclosión de las plantas de celulosa demuestra la falta de visiones, programas, mecanismos de resolución de conflictos y líneas de acción y cooperación comunes. O el MERCOSUR asume cambios profundos en su marco institucional, o no tendrá capacidad de unificar criterios y acciones mínimas de complementación.
Los objetivos de la integración deben ser el desarrollo armónico y sostenido de nuestras sociedades, el cuidado de nuestros recursos, el fortalecimiento de nuestras economías. Deben tomarse acciones inmediatas, unificadas, en relación a temas básicos como ser: políticas laborales, económicas y financieras; negociaciones por la deuda externa, el control sobre capitales especulativos, negociaciones comerciales con terceros países, el cuidado del medio ambiente y la complementación de inversiones. Debe abrirse sin demora el debate de alternativas para el aprovechamiento de los recursos y capacidades productivas y humanas regionales. Deben darse pasos concretos por parte de los países más grandes de la región (Argentina y Brasil) para considerar la situación desventajosa por el menor desarrollo relativo, localización y escala de los mercados de los países más pequeños (Paraguay y Uruguay).
Los resultados de las últimas décadas demuestran que el neoliberalismo y su complemento cepalino, el regionalismo abierto, han fracasado en su supuesta capacidad para resolver los graves problemas de nuestras economías, aunque sí han facilitado la penetración del capital transnacional. La solución no es separarnos, ni declamar por los problemas sino estar más unidos que nunca en búsqueda de soluciones, lo que implicará, necesariamente, recrear las fronteras de nuestras economías, pero ahora, al nivel regional más amplio posible. Para ello la unidad no sólo es conveniente, sino imprescindible.