En diez días el polvorín mejicano va a conocer la toma de posesión de dos gobiernos, uno de centroizquierda que se proclama «legítimo» y el otro de derecha, que es el real. Sólo falta la chispa. Traducido para rebelión y Tlaxcala por Juan Vivanco.
CIUDAD DE MÉJICO, Lunes 20, Día de la Revolución. Andrés Manuel López Obrador, candidato de centroizquierda a la elección del 2 de julio, jurará como presidente «legítimo» de Méjico en la plaza mayor de la capital, el Zócalo. Once días después Felipe Calderón, candidato de derecha, intentará instalarse como presidente elegido y sucesor de su colega de partido Vicente Fox.
Digamos que intentará, porque López Obrador jura que impedirá por todos los medios el traspaso de poderes. Según el PAN, partido de Calderón -que desde hace semanas, para evitar protestas, entra por la puerta falsa en todos los actos a los que acude-, el presidente electo llegará al palacio de San Lázaro, sede del parlamento, protegido por la Policía Federal Preventiva y a lo mejor hasta en helicóptero.
La situación se presenta explosiva, en vísperas de una ruptura institucional sin precedentes en el país. López Obrador, después de denunciar fraude en la elección presidencial del pasado 2 de julio que le arrebató la victoria por un margen reducido de 250.000 votos, lleva dos meses sin convocar ninguna manifestación pública. Del 2 de julio al 14 de septiembre las protestas contra el fraude habían congregado masas humanas de dos a tres millones de personas en el centro de la capital, lo que dio pie a la comparación con otra protesta similar que hace un par de años logró la anulación de las elecciones en Ucrania. La protesta ucraniana tuvo un eco extraordinario en la prensa internacional, que se ha desentendido significativamente de la mejicana. La comparación entre Ucrania y Méjico da la justa medida de la manipulación mediática: dos países importantes, dos elecciones que se deciden con un margen reducido de votos y probables trampas del vencedor. En el caso ucraniano, los vencidos, proestadounidenses, dieron la vuelta a la situación y consiguieron la anulación del voto, sobre todo gracias a una movilización nunca vista de la prensa internacional. En el caso mejicano, muy semejante, el proestadounidense era el ganador y las protestas colosales de millones de personas se han silenciado intencionadamente.
Pero cuatro meses después la Ciudad de Méjico está tranquila. Si atravesamos de punta a punta la enorme megalópolis -25 millones de habitantes-, sólo en los cruces principales veremos pequeñas pancartas que convocan para el lunes. No hay calles cortadas, barricadas ni asambleas, tampoco se ha convocado ninguna huelga; no hay nada que presagie una ruptura tan importante como la que ha pregonado la dirección del PRD. Parece que entre los electores de López Obrador prevalece el escepticismo acerca del gobierno en la sombra: «Hemos perdido injustamente, pero hemos perdido, la próxima vez será». Las protestas de los dos últimos meses se escenificaron con oportunismo mediático, con intervenciones cortas, por sorpresa, sobre todo de parlamentarios y dirigentes del PRD, el partido de López Obrador. Su plan de ruptura institucional y desconocimiento de los resultados electorales ha sufrido las graves defecciones de los cuatro gobernadores del PRD y varios diputados, quienes se han declarado dispuestos a reconocer a Calderón. El gobierno de López Obrador, en vísperas de su toma de posesión, más parece un instrumento político de oposición, dura en lo institucional pero muy moderada en lo político, y dista mucho de la pretendida ruptura institucional que retrata un Méjico al borde de la guerra civil.
Un instrumento de presión que, según ciertos analistas, serviría sobre todo para defender el monopolio privado en la telefonía fija y móvil del magnate de las comunicaciones Carlos Slim, próximo a López Obrador, mientras que Calderón, al parecer, ya ha pactado la apertura del mercado a multinacionales estadounidenses del sector.
No piensa lo mismo Porfirio Muñoz Ledo -uno de los patriarcas de la política mejicana, que por tres veces fuera presidente del PRI y en 1988 fundó con Cuauhtémoc Cárdenas el PRD-, responsable de la campaña contra el fraude y por el «gobierno legítimo». Nos recibe en su despacho del Parque Liria y es durísimo: «no existe la más mínima posibilidad de reconocer a Calderón, sería una traición a la democracia de este país, la admisión de que los abusos tienen su recompensa». Le objetamos que, sobre todo para una fuerza política moderada como el PRD, no parece que exista una correlación de fuerzas que justifique ese tono apocalíptico. Muñoz Ledo se enroca: «No importa, ya veremos y en todo caso luchamos por la dignidad del país».
Si el gobierno de López Obrador se perfila a todos los efectos como imaginario, no parece que tenga más posibilidades concretas de hacer política el del neofalangista Felipe Calderón. En un Méjico agitado por los conflictos sociales -recordemos Oaxaca y la «otra campaña» zapatista que sigue recorriendo el país palmo a palmo- el PAN ha tenido que pactar con todos los poderes fácticos posibles ante el creciente repudio de la sociedad civil.
El gobierno de Calderón, además de ser ilegítimo (pocos dudan del fraude que le ha aupado al poder), se presenta con un margen de maniobra aún más reducido que el de Vicente Fox. La crisis del neoliberalismo también se extiende por Méjico, y durante los seis años de Fox el poder de compra de las clases populares ha alcanzado mínimos históricos. El de Calderón también es un gobierno imaginario, donde todo está decidido, un gobierno patronal, al servicio de los intereses del gobierno de Estados Unidos -con el que quiere aparecer en total sintonía incluso sobre asuntos forzosamente conflictivos como el migratorio- y del sector más retrógrado de la Iglesia católica, cuyo cardenal Norberto Rivera está envuelto en un escándalo de pedofilia que la política debe acallar. Es, asimismo, un gobierno al servicio del narcotráfico, que inerva la clase política desde las cúpulas hasta las bases y ha ocasionado 2.000 muertes violentas sólo en este año. Como en Colombia. Hoy en día los narcos forman en el parlamento un grupo de presión transversal temido y cortejado al mismo tiempo. Patronal, EEUU, Conferencia Episcopal y narcotráfico: he aquí los cuatro titiriteros políticos de quienes pende Calderón. Aunque quisiera zafarse, no tiene margen de maniobra.
Los signos de que el único instrumento político de Calderón es la represión pura y dura del conflicto social son evidentes. Prueba de ello son las 40 muchachas violadas por la policía cuando en mayo asedió de manera medieval y tomó el suburbio de Atenco. Fue una feroz venganza contra el movimiento social que había impedido la construcción de un gran aeropuerto que querían construir los oligarcas de siempre. Otra prueba son los 17 muertos de Oaxaca, que sancionan con su sangre la alianza entre la nueva política del PAN y el viejo PRI. Vicente Fox, como último favor a su sucesor, se ha tomado la molestia de subir un 25% el precio de la leche, que será inalcanzable para millones de niños.
Se diría que Méjico está rociado con gasolina y a punto de explotar. Un partido socialdemócrata como el PRD, que comparte la mayoría de los desastres del viejo sistema de gobierno clientelista -un gobierno que se ha desentendido de Oaxaca y parece incapaz de dialogar con los movimientos, empezando por el zapatista-, se radicaliza para impedir la toma de posesión de Calderón.
Puede que no pase nada, pero puede pasar de todo.
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Juan Vivanco pertenece a los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.