Bajo presión por parte de EE.UU., la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual está intentando otorgar a las grandes industrias del sector de la comunicación cultural un control decisivo sobre lo que podemos comunicar en la Red. No sería exagerado recordar el poder que el Comité Central del Partido Comunista tuvo en los viejos tiempos de la Unión Soviética. Deberíamos alegrarnos de que varias organizaciones en todo el mundo estén protestando contra este ataque en profundidad contra nuestros derechos fundamentales de comunicación libre. Aun así, gran parte de estas críticas siguen siendo marginales.
Es hora de reconocer que hay algo fundamentalmente equivocado en nuestro sistema occidental de copyright, que es la fuente de la aberración según la cual sólo unas pocas empresas puedan tener poder sobre cómo nos comunicamos a través de la Red, y las condiciones bajo las cuales esto ocurre. Es hora de preguntarse si deberíamos seguir funcionando con este sistema de copyright, que es un invento del siglo XIX que no está preparado para la promoción del derecho fundamental a la libre comunicación en el siglo XXI. Pasemos a analizar el porqué.
Imaginemos cómo sería el mundo sin copyright. En este texto voy a indicar los argumentos básicos a favor del abandono del sistema de copyright. Podría resultar sorprendente, pero esta intervención mejoraría la situación de la mayoría de los artistas en todo el mundo. También garantizaría que nosotros, como ciudadanos y como artistas, no nos veamos privados de nuestro dominio público de conocimiento y creatividad por parte de unos cuantos conglomerados culturales.
Hace algunos meses, Carlos Gutiérrez, el Secretario de Comercio de EE. UU., anunció una serie de iniciativas dirigidas a acabar con la rampante piratería de, entre otras cosas, la música. Las pérdidas provocadas por la piratería han sido estimadas en unos 250 billones de dólares anuales, sólo en EE.UU. En un comunicado de prensa, Gutiérrez afirmó: «La protección de la propiedad intelectual es vital para nuestro crecimiento económico y nuestra competitividad a escala global, y tiene importantes consecuencias en nuestro continuado esfuerzo por promover la seguridad y la estabilidad en todo el mundo». Ahora bien, tengo que admitir que nunca se me ocurriría pensar que el copyright podía contribuir a la seguridad y estabilidad global.
Se trata de un mensaje fascinante, ¡sobre todo en palabras de un Secretario de Estado norteamericano! Pero Carlos Gutiérrez trató otro aspecto del tema, que resulta más obvio. El copyright se ha ido convirtiendo en una herramienta para hacerse con inmensas inversiones. En la década pasada, se ha convertido en uno de los principales motores de la economía en Occidente, y, más concretamente, de la economía estadounidense. Pero este desarrollo de los hechos tiene un importante inconveniente: las compañías que poseen enormes cantidades de obras bajo copyright pueden, si así lo deciden, proscribir actividades culturales más débiles, no sólo del mercado, sino de la atención del público general. Esto está ocurriendo delante de nuestros ojos. Es casi imposible apartar la atención de las películas taquilleras, los bestsellers y los discos más vendidos plantados ante nosotros por estos leviatanes culturales que, curiosamente, poseen todos los derechos imaginables sobre estas obras. Como resultado de esto, la mayoría de la gente no tiene ni la más remota idea de todas las otras prácticas, menos comerciales, que están teniendo lugar en la música, el cine, el teatro, y las demás áreas artísticas. Esto representa una gran pérdida para la sociedad, porque nuestro mundo democrático sólo puede existir en un entorno de gran diversidad de expresiones culturales libremente articuladas y debatidas.
Comúnmente se entiende que el copyright, en primer lugar y por encima de todo, protege el bienestar y los intereses de los artistas. Pero la Historia nos enseña que la primera formulación política de alguna manera similar a nuestras leyes de copyright actuales tuvo objetivos muy alejados del cuidado de los ingresos del artista. La primera iniciativa orientada a proteger la propiedad intelectual de la expresión artística pertenece a la Reina Ana de Inglaterra, quien, en 1557, otorgó al gremio de los libreros el monopolio sobre la impresión y publicación de libros; un monopolio que, de forma muy conveniente, eliminaba toda competencia por parte de los impresores en otros lugares, tales como otros países, o la rival Escocia. De hecho, el término copyright lo dice todo: es el derecho exclusivo a copiar cualquier obra. En ningún lugar de las tempranas legislaciones sobre copyright se mencionaba al autor o al artista que había producido la obra. La Reina Ana tuvo sus razones para aprobar esta legislación. No le agradaba demasiado la idea de «libre expresión», y al otorgar al gremio de los libreros el derecho exclusivo de publicar libros obtenía pleno control sobre qué libros podían ser publicados, y qué libros prohibir y barrer del mercado. Al fin y al cabo, el que otorga derechos también puede revocarlos.
Esta legislación de la Reina Ana es el espectro que sigue persiguiendo al copyright hasta el día de hoy, y quizás más ahora que en ningún otro momento histórico. Grupos cada vez más reducidos de entidades cada vez más grandes y más poderosas poseen los derechos exclusivos de cada vez más obras en los campos de la literatura, el cine, la música y las artes visuales. Por ejemplo, Bill Gates, el famoso fundador de Microsoft, también posee una empresa algo menos conocida, llamada Corbis, que colecciona cantidades ingentes de imágenes de todo el mundo. Junto con Getty, Corbis está desarrollando un oligopolio en el campo de la fotografía y las reproducciones de obra pictórica. En otras palabras: una entidad con un gran poder en el mercado, muy similar al poder del gremio de los libreros en el siglo XVI. El oligopolio tiene control sobre qué obras de arte podemos usar, para qué fines, bajo qué condiciones, de manera muy similar a cómo la Reina Ana controlaba la impresión de libros.
En la mayoría de las culturas en el mundo, este estado de cosas ha sido, y es, muy indeseable, hasta inimaginable. Los artistas siempre han usado las obras de otros artistas, y siempre se han basado en ellas a la hora de crear nuevas obras de arte. Resulta verdaderamente difícil imaginar que las obras de Shakespeare, Bach y un sinfín de otros pesos pesados de la cultura hubiesen podido existir sin este principio de construir en base a las obras de los antecesores. Pero, ¿qué observamos hoy en día? Fijémonos en el ejemplo de los documentalistas, que se enfrentan a obstáculos poco menos que insalvables, ya que su producción casi inevitablemente contiene fragmentos de contenidos visuales y musicales sujetos a copyright, y cuyo uso requiere tanto el consentimiento como el pago correspondiente al propietario de los derechos de reproducción. Esto último está casi siempre fuera del alcance del documentalista, y lo anterior le da a Bill Gates, o a cualquier otro propietario de copyright, plenos derechos de permitir el uso de «sus» contenidos artísticos sólo de las formas que le parezcan apropiadas. Ahora bien ¿en qué lugar, dentro de todo este entramado, se encuentran nuestros derechos humanos? Los derechos humanos deberían garantizar la libertad de comunicación, y el libre intercambio de ideas y formas culturales fue lo que permitió en gran medida la construcción de nuestra sociedad moderna. Pero este desarrollo cultural humano se detendrá si un grupo reducido de personas o empresas pueden auto-proclamarse «propietarios» de la mayoría de imágenes y melodías que ha creado nuestra sociedad. Esto los pone en un lugar privilegiado para dictar hasta qué punto podemos usar una parte sustancial de nuestros logros culturales colectivos, en qué términos y bajo qué condiciones. Las consecuencias serán nefastas. Se nos está silenciando. Nuestra memoria cultural nos está siendo confiscada y guardada bajo llave. El desarrollo y divulgación de nuestra identidad cultural está siendo mermada, y nuestra imaginación está siendo encadenada por ley.
Al contrario de lo que se pudiera esperar, las aparentemente infinitas posibilidades de la copia y muestreo que permite el uso de las modernas tecnologías digitales no ha hecho más que empeorar la situación. Ofrecer públicamente aunque fuera un segundo de una obra protegida por copyright atraerá de inmediato la atención de los abogados de los «propietarios» de dicho material. Los artistas sonoros, que antes solían muestrear libremente el trabajo de otros para construir nuevas creaciones musicales, ahora son tratados como piratas y como criminales. Han aparecido sectores enteros de la industria dedicados a hacer cumplir la ley, husmeando el universo digital día y noche en búsqueda del menor rastro de obras registradas en el trabajo de otros – y los que han sido cogidos in fraganti, a menudo se enfrentan a perder prácticamente todo lo que tienen.
El copyright tiene otro fallo intrínseco que lo hace insostenible en una sociedad democrática. Hoy en día el copyright se basa casi exclusivamente en la llamada propiedad intelectual. Esto constituye un problema, ya que la definición tradicional de propiedad es irreconciliable con los conceptos intangibles como el conocimiento y la creatividad. Una melodía, una idea o un invento no perderían ninguno de sus valores o utilidades si se comparten entre cualquier número de personas. En cambio, cualquier objeto físico, como por ejemplo una silla, rápidamente pierde su utilidad cuando muchas personas quieren hacer uso de ella. En este último caso, el término «propiedad» tiene un significado y una función claras. Lamentablemente, en las últimas décadas la definición de propiedad ha sido extendida muy por encima de cualquier constricción física. Hoy en día, casi cualquier cosa puede pasar a ser propiedad de alguien, como por ejemplo las fragancias o los colores. Hasta la composición de las proteínas en nuestra sangre y los genes en nuestras células son reclamadas como la propiedad exclusiva de tal o cual compañía, que puede, en consecuencia, prohibir su uso por cualquier otra persona o entidad. Por tanto, ya es hora de reconsiderar el concepto actual de propiedad.
En lo referente a obras de arte, es perfectamente concebible que ninguna persona debería tener el derecho a reclamar la propiedad exclusiva sobre, por ejemplo, una melodía. Todos sabemos que todas las obras de arte, y todos los inventos, se basan en las obras de los antecesores. Esto no quiere decir que tengamos que respetar menos a los artistas que crean nuevas obras de arte en base al trabajo de otros artistas, y tenemos la obligación de contribuir al bienestar y los ingresos de los artistas en nuestra sociedad. Pero retribuir cada uno de sus logros, o su reproducción y hasta su interpretación, con un monopolio extendido a varias décadas, es demasiado, porque no deja nada sobre lo que otros artistas puedan construir. De hecho, hasta criticar la obra de un artista se ha convertido en algo peliagudo, ya que puede «dañar» su «propiedad». Por desagradable que suene, las cosas se ponen incluso peores cuando nos paramos a pensar en que la inmensa mayoría de las obras bajo copyright están en manos de un grupo relativamente reducido de grandes conglomerados corporativos. Estas mega-empresas ni crean, ni inventan, ni producen nada en absoluto, pero exigen que los artistas les otorguen todos los derechos sobre sus obras, a cambio del privilegio de poder distribuir su trabajo.
Desde este punto de vista, hay muy buenas razones para tirar nuestro actual sistema de copyright a la basura. Por supuesto, los artistas se sentirían amenazados por un acto tan radical. Después de todo, sin copyright, perderían todos sus medios de subsistencia ¿no? Bueno, no necesariamente. Veamos, en primer lugar, algunas cifras. Las investigaciones de los economistas han demostrado que sólo un 10% de los artistas se hace con el 90% de los ingresos por copyright, y que el otro 90% de los artistas tiene que compartir el 10% restante. En otras palabras: para la inmensa mayoría de los artistas, el copyright sólo ofrece unas ventajas financieras mínimas. Además, hay otro fenómeno peculiar: la mayoría de los artistas han llegado a algún tipo de convenio con la industria cultural. ¡Como si estos dos grupos tuvieran algún interés común! Por ejemplo, GEMA, la entidad gestora de derechos alemana, envía cerca del 70% de los ingresos por derechos de reproducción al extranjero, principalmente a EE.UU., donde residen varios de los mayores conglomerados culturales del mundo. En este proceso, al artista promedio ni se le ve.
Lo que se necesita es un medio para asegurar que los artistas puedan obtener una retribución justa por su trabajo, sin el riesgo de verse barridos del mercado y de la atención del gran público por el poder mercantil de la industria cultural. Esto podría sonar algo idealista, y quizás poco realista, pero no podemos subestimar la necesidad social de diversidad cultural.
Lo que resulta interesante es que para los artistas es perfectamente factible existir y desarrollarse sin copyright. Al fin y al cabo, el copyright no es más que una capa de protección alrededor de una obra de arte; y la cuestión es si las ventajas de esta protección tienen más peso que sus inconvenientes. Los artistas, tanto como sus agentes y productores, son empresarios. Entonces ¿qué justifica el hecho de que su obra reciba muchísima más protección (esto es, control monopolista a largo plazo sobre su obra) que el trabajo de otros empresarios? ¿Por qué no van a poder limitarse a ofrecer su trabajo en el mercado libre, e intentar conseguir compradores?
Intentemos predecir lo que podría pasar en el caso de que el copyright fuese abolido. Uno de los primeros efectos sería curioso: de repente, la industria cultural ya no tendría interés en invertir en bestsellers, películas taquilleras y super-estrellas. Si, a falta de copyright y propiedad intelectual, estas obras se pudieran disfrutar e intercambiar por cualquiera, los gigantes de la industria cultural perderían sus derechos exclusivos sobre las obras de arte. Como resultado, también perderían su posición dominante en el mercado, que mantiene a tantos artistas alejados del gran público. El mercado se normalizaría, lo cual permitiría a más artistas presentar su obra, darse a conocer, y conseguir unos buenos ingresos por su trabajo. Estos ingresos vendrían, en un inicio, del hecho de llegar primeros al mercado con una obra determinada. Pero hay otro factor que contribuye al éxito de los artistas. Un mercado cultural más normalizado ofrecería a los artistas más oportunidades de crearse una reputación, como un nombre de marca, que luego podría ser explotada para vender más obras a un precio más elevado. La copia rápida y generalizada de la obra de un artista, algo sólo posible en esta era digital, podría reducir su valor en el mercado, pero sólo serviría para incrementar la reputación del artista. Esto les da a más artistas la oportunidad de seguir vendiendo su obra a un público más amplio que en el actual modelo controlado por la industria.
Por supuesto, abandonar el copyright pone sobre la mesa una serie de preguntas importantes que necesitan ser respondidas. Más concretamente, se hacen necesarios tres ajustes importantes. En primer lugar, está el tema de que la producción de una obra de arte a veces implica una importante inversión de tiempo y/o dinero. Esto necesitaría una protección legal durante un corto período de tiempo, como por ejemplo un año en el caso de la literatura y el cine, tiempo durante el cual el artista podría explotar los derechos de su trabajo de forma exclusiva. Pero este usufructo sería diferente a las prácticas actuales, ya que la obra automáticamente entraría a formar parte del dominio público tras la finalización de este período: tal y como era costumbre en todas las culturas antes de nuestras leyes de propiedad intelectual de hoy.
Por supuesto que la pregunta es, ¿por qué exactamente un año, y no más? La experiencia nos enseña que la vida económica útil de la mayoría de las obras es de un año, o menos. Tras este período, el producir y distribuir la obra ya no resulta tan interesante para terceros, ya que muchos otros podrían hacer lo mismo, lo cual haría inviable la inversión. Una consecuencia evidente de esto sería que ya no podría haber un uso ilegal de las obras de arte: ya que el material en cuestión ya no pertenecería a nadie. La piratería sería un recuerdo del pasado, tal y como lo serían la criminalización y la persecución de las personas que compartan y distribuyan obras de arte, como por ejemplo los que comparten música a través de Internet.
El segundo problema sería, obviamente, el que muchas obras de arte podrían no proporcionar ningún beneficio en un mercado libre durante un tiempo prolongado. Esto podría ocurrir en el caso de que una obra permanezca «desconocida» para el gran público durante mucho tiempo. Aun así, es importante para la sociedad que una gran variedad de obras de arte estén disponibles para el disfrute y el debate público. Los artistas también necesitan tener la oportunidad de desarrollar su trabajo, incluso cuando éste no resulte interesante para el mercado más amplio. El desarrollo de las aptitudes y el estilo personal del artista habitualmente necesita mucho tiempo, pero está en el interés de toda la sociedad el invertir en este desarrollo. Por esta y otras razones, la sociedad tiene la obligación de apoyar la creación de estas obras de arte por medio de subsidios y otros modelos de apoyo.
El tercer problema se refiere a la totalidad del mercado cultural. Abandonar el copyright eliminaría una base importante de la dominación de nuestras industrias culturales, pero eso no implicaría, necesariamente, que su dominación llegue a su fin. Las industrias establecidas seguirían manteniendo en sus manos el control sobre la producción, la distribución y el marketing a gran escala de los productos y servicios culturales. Esta es una de las razones de su actual éxito: el mantener el control total sobre la obra de arte, desde su gestación hasta el consumidor final, y es este modelo de distribución el que en gran medida determina de qué películas, libros, producciones teatrales y materiales visuales podemos disfrutar.
Esta concentración de poder sería indeseable en cualquier sector industrial, pero tiene un efecto especialmente nefasto en el campo de la cultura. Por tanto, podríamos imaginar que el mercado cultural fuese sometido a una especie de ley de la competitividad con un fuerte énfasis cultural. Esto estaría relacionado, entre otras cosas, con la posesión de medios de producción y distribución de productos culturales. La legislación también sería llamada a obligar a las empresas culturales a (re)presentar a la totalidad de la actual diversidad cultural que está siendo creada por artistas locales e internacionales.
Este modelo haría que un mundo sin copyright sea no sólo perfectamente imaginable, sino muy beneficioso para muchos artistas, y lo convertiría en una verdadera bendición para la democracia cultural.
Joost Smiers es autor de Arts Under Pressure, Promoting Cultural Diversity in the Age of Globalization (Zed Books), y es profesor de Ciencias Políticas del Arte en el Grupo de Investigación de Arte y Economía en la Escuela de Arte de Utrecht, en Holanda.
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Traducción de Kamen Nedev
De la traducción:
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Publicado en http://www.medialabmadrid.es/smiers_abandoning_copyright.pdf
Autor: Joost Smiers (Grupo de Investigación de Arte y Economía. Escuela de Arte de Utrech, Holanda)
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