El gobernador de Oaxaca, Ulises Ruiz Ortiz, considera erróneamente que con la represión policiaca, militar y paramilitar; la persecución judicial; la protección que le brindan el presidente espurio, Felipe Calderón, el Partido Revolucionario Institucional, Acción Nacional -sus gobernadores, diputados y senadores-, y la connivencia de los corruptos medios de comunicación al servicio del poder, podrá derrotar al pueblo oaxaqueño y que finalmente se saldrá con la suya, es decir, que se mantendrá en el poder hasta el año 2010, a sangre, fuego, demagogia e impunidad.
Lejos está la sociedad oaxaqueña -y la del país – de sufrir amnesia sobre lo ocurrido y de ser omisa sobre lo que está pasando. No es posible olvidar a los muertos, desaparecidos, heridos, presos y exiliados. La fuerza del Estado, la violencia de los poderosos y el peso de la cotidianidad lograron imponerse por el momento, pero la experiencia del autogobierno del pueblo, la rebeldía y la dignidad ciudadanas conquistadas con imaginación, valor, esfuerzo unitario y capacidad de organización germinarán y la Comuna de Oaxaca vencerá más temprano que tarde.
También desde fuera se escuchan las voces de la memoria, la indignación y la solidaridad. Tenemos que agradecer los mexicanos el excelente trabajo realizado por la Comisión Civil Internacional de Observación por los Derechos Humanos (CCIODH) que presentó recientemente su informe sobre los hechos en Oaxaca. No sólo por el nivel de profesionalismo concretado en él, no exento de una objetividad que ha impedido que el gobierno espurio de Calderón pueda descalificarlo, sino por la presteza, eficiencia y oportunidad con que salió al paso de un acontecimiento de singular importancia en la historia reciente de nuestro país.
Resaltan las conclusiones y recomendaciones del documento de la CCIODH entre la rutina que acompaña a informes similares de comisiones de derechos humanos que, no obstante que gozan de autonomía, responden oficiosamente a coyunturas de crisis extrema, con base en equilibrios de poder e intereses políticos de sus titulares. Tal es el caso de la actuación en Oaxaca de las comisiones nacional y estatal de Derechos Humanos, que según el informe han tenido «una intervención tibia e insuficiente», en particular, la última, sobre la que «algunos testimonios refieren que en el momento de las detenciones, en las que se produjeron graves situaciones de tortura, requirieron su presencia, pero ésta no intervino».
La composición de la propia CCIODH explica la singularidad de sus planteamientos: personas íntegras y comprometidas con las causas profundas de la sociedad civil, como el propio Iñaqui García, su portavoz y uno de sus principales impulsores, a quien en Barcelona se le respeta por la valía de su trabajo y su congruencia ética.
Con contundencia se identifican las intenciones de fondo en el accionar del Estado mexicano cuando se afirma: «La comisión considera que los hechos ocurridos en Oaxaca son un eslabón de una estrategia jurídica, policiaca y militar, con componentes sicosociales y comunitarios, cuyo objetivo último es lograr el control y amedrentamiento de la población civil en zonas donde se desarrollan procesos de organización ciudadana o movimientos de carácter social no partidista».
Esta última característica explica en parte los titubeos y equívocos de la izquierda institucionalizada y de Andrés Manuel López Obrador en el apoyo a la causa de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO) y el conveniente deslinde de las corrientes abiertamente colaboracionistas dentro del Partido de la Revolución Democrática, que más que la transformación social buscan el acomodo y el arribismo, y no quieren involucrarse con procesos fuera del control de la burocracia.
Inútilmente, Felipe Calderón pretende -mediante el golpeteo mediático y maquilladas encuestas- asentarse en una Presidencia usurpada, cuando la CCIODH recomienda la presencia en México de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y concluye: «Los poderes públicos no han garantizado el pleno ejercicio de la libertad de expresión, asociación, reunión, participación política, libre circulación y manifestación. Se ha impedido mediante el uso de la fuerza física y la coacción el ejercicio de estos derechos fundamentales, desalojando violentamente plantones y marchas pacíficas, impidiendo el pleno ejercicio de la función de los representantes comunales legalmente elegidos, agrediendo a periodistas y hostigando a medios de comunicación».
Con toda pertinencia, la comisión hace notar los efectos sicosociales sobre la población oaxaqueña, que explica en parte la vuelta a la «normalidad» que tanto pregona Ulises Ruiz como prueba de gobernabilidad : «Las violaciones a los derechos humanos han tenido altos impactos físicos, emocionales y sicológicos, dejando severos daños a las personas, a las familias y a la comunidad. Las secuelas sicosociales derivadas del conflicto no desaparecen totalmente y se reflejan en la vida cotidiana de personas, familias y poblaciones», señala.
No obstante, la propia comisión ha encontrado que «colectiva e individualmente existe, pese a la estrategia implementada, un nivel de solidaridad alto, que permite tener una fuerte capacidad de recuperación y de fortalecimiento importante. Existen elementos de dignidad en situaciones que deben ser consideradas extremas por su virulencia y gravedad, tanto en las personas que participan socialmente, como en el conjunto de los ciudadanos». Aquí está la clave, precisamente, que fundamenta nuestro optimismo con respecto al futuro inmediato del movimiento popular en Oaxaca y en todo el país.