Si la hierba arde es porque está seca Campesino de Guerrero El pacto de elites por el cual el cambio de régimen y la alternancia fueron posibles en México, ha constituido una relación central basada en la clase política. El proceso de reforma limitada que dio acceso al Estado a la derecha e izquierda institucionales […]
Si la hierba arde es porque está seca
Campesino de Guerrero
El pacto de elites por el cual el cambio de régimen y la alternancia fueron posibles en México, ha constituido una relación central basada en la clase política. El proceso de reforma limitada que dio acceso al Estado a la derecha e izquierda institucionales abrió la puerta para incorporar a las elites políticas en ascenso y con ello asegurar la gobernabilidad. Sin embargo es un pacto inestable. En los próximos años, puede haber numerosos y nuevos reacomodos al interior de la clase política. Ninguna de ellas significa transformación alguna en México. La clase política ha entrado en una fase de estancamiento y decadencia, en un proceso autorreferencial que constituye una relación política «central» para medios, academia y poder económico.
Como hemos dicho, esta relación central está basada en el Estado liberal democrático cuyas fronteras NO incorporan a los de abajo ni construyen mediaciones importantes – como en el viejo Estado de bienestar- que domestiquen a los movimientos antisistémicos. Esto constituye una relación excluyente pero que goza de una legitimidad impresionante, sólo explicable por los enormes aparatos ideológicos de propaganda de las elites y de la academia dominante.
El poder y lo político desde esta visión – pactada entre las tres fuerzas políticas en la década de los noventa con distintos grados de cooperación – es una esfera estadocéntrica, nucleada en las representaciones partidarias, centralizada en la clase política. El monopolio de la decisión y del poder en una minoría ante los ojos de las mayorías se vuelve legítimo. Todo lo político DEBE desarrollarse al interior de este núcleo que goza de legalidad y legitimidad. Todo lo demás es secundario, poco relevante, o hasta ilegal y debe suprimirse, contenerse o ignorarse. Por ello, los movimientos antisistémicos han sido empujados hacia una relación periférica admitida por la izquierda partidaria, preconizada por los altos medios de comunicación, tolerada con beneplácito por el mercado y teorizada y legitimada por los intelectuales. Todos juntos miran hacia el núcleo de la dominación y toda la energía sistémica se centra en hablar, pactar, incidir, difundir, legitimar esta relación central dominante a la que le llaman normalidad democrática.
La clase política, autista y autorreferencial, que cree en el pacto liberal democrático percibe como su peor enemigo a la misma clase política, y no a los movimientos y las resistencias. Si bien les teme y las mira con preocupación, la disputa central es por recomponer el orden estatal con una mayoría que asegure gobernabilidad. Ellos, y junto con ellos los medios y la academia, no le conceden a los movimientos la estatura para entrar a la disputa central. Para la derecha ni siquiera son interlocutores válidos. La derecha institucional reconoce como interlocutor a la izquierda partidaria, no así a los movimientos. Por eso, la disputa de elites -hasta ahora- no utiliza la violencia y la represión contra la izquierda partidaria. Ellos son parte del núcleo dominante y el pacto de elite asegura cierta «civilidad» – que incluyó el fraude, pero no el asesinato-. NO es así con los movimientos, que son identificados como interlocutores NO válidos, como errores o deficiencias del sistema que deben ser controlados, reprimidos, ignorados y de ser posible, eliminados. Son -para ellos- apenas grupos de presión, minorías premodernas, grupúsculos radicales. Una parte de los movimientos analiza que el principal adversario de la derecha son los movimientos. No lo son. Es la izquierda institucional a la que le concede la existencia y la interlocución. Los movimientos quedan entonces en una situación aún más angustiante, expuestos por completo a una represión estatal que poco o nada concederá. Pero esta ceguera e incomprensión de la derecha, tarde o temprano, le costará caro, pues los movimientos están madurando y aunque ahora chocan contra una muralla de desprecio, es probable que esta energía social la desborde.
Por otro lado, la izquierda partidaria reconoce relativamente a algunas de las resistencias y movimientos; pero lo hace igualmente desde una relación central que las subordina a su propia lógica. La izquierda partidaria puede consultar, hacer foros, abrir algunas diputaciones, impulsar algunas reformas y compartir marginalmente el poder con algunas dirigencias de los movimientos. Pero ellos, la izquierda partidaria, se reconocen como la democracia misma. Consideran que el que ellos ejerzan el poder es la demostración del cambio democrático. La izquierda partidaria puede dar más concesiones, pero su lógica no mira hacia abajo y hacia fuera de la clase política, sino hacia adentro y toda su energía y su estrategia está destinada a consolidarse en el poder. Quienes suspiran por los aparatos burocráticos de la izquierda partidaria y los gobiernos estatales donde gobiernan, han perdido la brújula y la crítica. Es claro que se ha consolidado una fuerza centrípeta sistémica de la que es parte la izquierda partidaria y es un camino sin retorno. NO habrá recomposición alguna sino deterioro y mayor corrupción al interior de esa elite en ascenso.
El pacto de elites tuvo un impacto profundo en las resistencias, la izquierda y los movimientos antisistémicos. Desgarró a los movimientos y organizaciones que decidieron orbitar alrededor de este pacto frente a los que decidieron continuar resistiendo al poder y la dominación.
Las llamadas organizaciones no gubernamentales y la academia progresista y de izquierda, durante los noventa, en el contexto de una sociedad civil un tanto débil, con movimientos apenas germinando y frente a la insurgencia de un actor determinante como el zapatismo, jugaron un papel protagónico. Sin embargo, el espejismo engañabobos de la transición democrática reordenó el rol que desempeñaban. Como siguiendo al flautista de Hamelin, la mayoría de ongs, intelectuales y académicos acudieron a girar en torno del poder y al pacto de elites. Las ongs abandonaron la defensa de derechos para enclaustrarse en importantísimos lobbys y comisiones con el Estado. Sustituyeron la educación popular y la calle para prepararse a incidir en las políticas públicas, que por supuesto, a nadie le importan, pero dan un aura de inclusión, diálogo y legitimidad al Estado. Los intelectuales y académicos desde entonces, construyen sesudas opiniones que hablan sobre fortalecer al Estado, negociar estratégicamente, y hasta proliferan que la democracia es posible dentro del capitalismo. Nada de esto tendría importancia si estas elites de centro-izquierda no fueran reconocidas como referentes de opinión en los medios de comunicación. Con una importancia sobredimensionada mediáticamente, estos actores han abandonado a las luchas de abajo y fortalecen la relación central de la clase política y hasta «teorizan» la periferialización de los de abajo: no tienen propuesta dicen unos, son un buzón de quejas, son apocalípticos, radicales y soñadores dicen otros, son sectarios y poco estratégicos dice alguno más, son deformaciones y populismos del pasado dicen también. Cabe señalar que un puñado de organizaciones civiles y académicos, se han plegado con los movimientos, tomando postura con los de abajo.
La relación central de la clase política no significa una separación total de movimientos y poder político. Lo que significa, es un poder atractor impresionante que SUBORDINA a muchos de los movimientos sociales a la lógica dominante- y de ello hablaremos más adelante-.
El pacto de elites sirvió a la vez como un embudo y como un filtro. Si el movimiento que exigía democracia y libertad contra el viejo régimen priísta podía convertirse en un verdadero peligro para el Estado, el pacto de elites lo que indirectamente provocó es lograr mediatizar esta enorme fuerza social y contenerla dentro de los parámetros de la democracia de elites que vivimos. La conducción del viejo partido oficial, la anuencia de la derecha y la relativa cooperación de la izquierda partidaria sirvió a la vez como un filtro, no dejando entrar a los movimientos más peligrosos o de carácter antisistémico. Dentro, quedaron todos los movimientos que pudieron ser contenidos y filtrados, orbitando alrededor de la relación central de la clase política y sus instituciones. Fuera, quedaron quienes atentan contra la estabilidad de la dominación, cuyas demandas profundas hubieran abierto una reforma radical de la nación. Fuera quedó el zapatismo y con él, una pléyade de movimientos, microresistencias, y nuevos sujetos sociales.
Esta percepción de la centralidad de la clase y el sistema político (estadocéntrico, orbitando alrededor de la elite) ha desgarrado la estrategia de los movimientos democratizadores, las resistencias y los movimientos antisistémicos: mientras en los noventa el horizonte de la democratización y el cambio de régimen pareció unir a las izquierdas todas, a partir del cambio presidencial, y pasada la cruda de la alternancia, las izquierdas y los movimientos se quedaron sin horizonte. La alternancia se había logrado. Treinta años de lucha por la democracia habían sido mediatizados y utilizados por la elite. Los movimientos y la fuerza de abajo, le abrieron la puerta del poder a los de arriba, pero ellos a su vez, les cerraron la puerta en sus narices. Sin horizonte de lucha, pero en medio de la erosión del viejo régimen y de la decadencia de las viejas relaciones corporativas y clientelares, las resistencias han acelerado su maduración. Sin embargo, las izquierdas se apresuraron – ortodoxamente – a proponer programas y proyectos de nación. Pero no hay programa sin sujeto social. El zapatismo, por ello, ha puesto el énfasis en las prácticas sociales alternativas y los sujetos y movimientos que están luchando para luego generar desde abajo un programa aglutinante, quizá de los proyectos más ambiciosos de los últimos tiempos.
Por otro lado, frente a la pérdida de horizonte han surgido entonces varias tendencias articuladoras entre la llamada «izquierda»: la primera y dominante, que busca limar las aristas más filosas del neoliberalismo; la segunda, tradicional, que busca el regreso del viejo pacto social y sus beneficios, la tercera, que se considera antisistémica y anticapitalista. Estas diferentes tendencias articuladoras son la respuesta a la alternancia y al pacto de élites. Significan distintos horizontes, una vez empujada la alternancia y demostrada también su poca relevancia, y la falta de transformaciones significativas a favor de los de abajo. A diferencia de la década de los 90, es improbable la sinergia de estas articulaciones y tendencias, porque el horizonte de lucha necesariamente los lleva a estrategias distintas.
Sin embargo, surge una paradoja: en contraflujo de la relación central de la clase política, con la mayoría de los canales estatales atrofiados para encaminar sus demandas y en medio de un feroz avance de las relaciones dinerarias y de la acumulación por desposesión y de la superexplotación, en México, los sujetos sociales está surgiendo, creciendo y madurando.
La terca realidad ha venido a pararse en frente de la democracia de pocos, con pocos y para pocos, que de manera insultante vocifera la normalidad democrática. Abajo se sufre del avance de la depredación y devastación del control territorial y de los recursos que impone la intensificación de la acumulación. Ninguna clase política plantea detener este proceso, en todo caso, unos proponen que se haga «legalmente» y con cuidado y otros sin ningún freno. El control de tierras, territorios y recursos y con ellos los mercados y la acumulación han despertado innumerables resistencias por todo el país. Esas resistencias, que no respetan clase, ideología, ni vanguardias, surgen por todas partes. La realidad capitalista arrasadora, ha reordenado el trabajo, las identidades, pero también ha atizado a las resistencias y a sujetos y movimientos no tradicionales.
Esa realidad es indispensable analizarla. La realidad de los de abajo. El recorrido nacional del EZLN en la otra campaña es un intento por visibilizar a los de abajo y a la realidad de la periferia. Aquí cuatro procesos que nos parecen fundamentales para entender a los de abajo, a pesar de no ser los únicos.
I. Excluidos.
México se transformó en los últimos veinticinco años. Tres de cada cinco trabajadores en México laboran sin ningún tipo de protección jurídica sobre el empleo. (INEGI 2002) Es el nuevo precariado, mayoritario, pobre o paupérrimo, intentando sobrevivir. De estos tres trabajadores, uno es campesino, uno más es parte de la economía «informal» y el último, aunque es trabajador en alguna empresa, está indefenso al ser contratado por fuera de las normas legales. Estos trabajadores o bien laboran en condiciones de superexplotación, o bien no son asalariados y trabajan por su cuenta, o incluso, no reciben ingreso alguno como es el caso de la producción de autoconsumo en miles de campesinos.
Trabajo infantil y juvenil, trabajo temporal, trabajo doméstico, maquila, jornaleros agrícolas, comercio informal, producción de autoconsumo, micronegocio, micro taller, bajísimos ingresos, cero prestaciones, trabajo familiar sin remuneración, superexplotación o autoexplotación, incertidumbre en el empleo, fácil despido, feminización de la explotación, actividades riesgosas, trabajo a destajo y hasta trabajo esclavo son sólo algunos de los rostros del precariado mexicano. Esta franja es enorme: alrededor de 25 millones de trabajadores pertenecen a lo que llamamos precariado: 9.5 millones es el sector informal, 8.6 millones en trabajos formales pero sin protección legal alguna, y poco más de 7 millones en el empleo agrícola no protegido.
Si nombramos lo obvio es por varias razones. La primera, es el efecto desgarrador del tejido social, la identidad y el arraigo que este tipo de trabajo provoca. La fragmentación debemos verla como una imagen que remite a una mutiplicidad de sociedades, suerte de islotes, caracterizados por lógicas sociales heterogéneas, que operan como registros multiplicadores de la jerarquía y la desigualdad. (SVAMPA 2005)
La fragmentación infinita condiciona – más no determina- el tipo de resistencia de esta enorme capa social. Que la resistencia surja en ambientes de represión absoluta de la organización, en la individualización y competencia de los mecanismos de sobrevivencia y en la desesperanza absoluta parece sólo una quimera. Esto es un feroz obstáculo -pero no insalvable- para la organización de la resistencia.
El efecto de expulsión y exclusión que ello significa es nuestra segunda razón. Si bien buena parte del precariado se encuentra articulado de manera subordinada a redes de producción económica dominantes tanto «nacionales» como globales, lo cierto es que la exclusión del circuito dominante de poder y producción económica estratégicas empuja a vastos sectores precarios a una situación de indefensión y desposesión insoportable. La mayoría de ellos y ellas se encuentran fuera de las relaciones sociales integradoras del Estado. La forma industrial de producción era también una forma de organización social, ligada estrechamente a una forma de «Estado nacional». Al desestructurarse y reorganizarse este complejo sistema, miles quedan fuera de las redes de bienestar que implicaban el llamado fordismo. Alcanzan, aunque sea potencialmente, el mayor grado de desposesión. La cuarta guerra mundial, de la que hablan los zapatistas, explicada como una guerra de conquista, despojo y expulsión para repoblar por la acumulación dominante, simple y llanamente deja a millones sin estrecho alguno para sobrevivir.
Esto explica la respuesta de estampida, huida y expulsión representada en la migración, pero también en el crecimiento del narcotráfico y otras redes criminales. La situación de abandono y olvido combinadas con ciertas dosis de control y neoclientelismo, mantiene mecanismos de dominación relativamente efectivos sobre una población crecientemente desesperada y radicalizada.
Aún ahí donde parece que no hay más que olvido y exclusión hay formas de control y de dominio. La utilización de la pobreza y su creciente demanda de bienes y servicios en un reconfigurado clientelismo de partido, teje por todas partes, redes y clientelas con fuertes dosis de corrupción en la gestión gubernamental donde se confunden partidos y estado, cuadros gestores y funcionarios, dirigentes y diputados locales, cacicazgos barriales o comunitarios y asesores y burócratas gubernamentales. El pacto de elites al que le llaman transición a la democracia no desarticuló muchas de las relaciones clientelares, más bien, abrió el monopolio de control clientelar al que hoy accede ampliamente la izquierda partidaria. Todos se sirven del clientelismo de partido y la gestión como mecanismos de control y dominación con enormes franjas de desposeídos. Si bien el acceso a prebendas se ha restringido en las últimas décadas, el desvío de recursos, el tráfico de influencias, el fraude, la utilización pragmática de sectores populares siguen siendo la regla en la forma de articulación con segmentos del precariado de TODA la clase política con distintas dimensiones y mecanismos. Es una especie de nuevo clientelismo neoliberal, o una mutación del modelo de dominación política donde se construyen un conjunto de políticas asistenciales que invocan una visión consensual o no conflictiva de la política.
En resumen, fragmentación, desgarramiento y devastación así como el neoclientelismo-corrupción son las herramientas de la dominación en esta enorme franja social. Los sin fama, sin poder y sin dinero se reúnen en el precariado. Los que a nadie importan. Incluso a la izquierda: el sindicalismo ha abandonado a su suerte a desocupados y precarios; la izquierda ortodoxa no ve más que lumpenproletariado sin ningún potencial «estratégico en la correlación de fuerzas»; y la izquierda partidaria sólo ve intercambio directo de votos por favores si es que acaso logra verlos. Esa es nuestra tercera razón.
Numerosas fisuras en la dominación se están abriendo. Luchando a la vez por sobrevivir y contra la fragmentación y pulverización de la resistencia. En medio de condiciones precarias, en medio de la represión invisible para el país, con el abandono de la mayor parte de la izquierda, pequeñas microresistencias surgen aquí y allá, desafiando la teoría y la dura realidad, que pronosticaban que ahí nunca sucedería nada. El crecimiento y la maduración de estas pequeñísimas fisuras -que por doquier aparecen, se organizan y resisten- es fundamental.
Las imágenes de una joven mujer maquiladora, de un jornalero agrícola, y de un joven comerciante en la calle son los símbolos de los trabajadores precarios en México. Esta «nueva» reconfiguración es determinante para entender lo que sucede en nuestro país y esencial para construir las resistencias.
II. El dinosaurio sigue ahí. Incluidos pero subordinados.
Imaginemos por un momento que el viejo régimen era una faraónica construcción cuyo material esencial era el corporativismo. Ese inmenso edificio permitió incluir y a la vez subordinar a los trabajadores sindicalizados en un proceso unificador y homologante que le daba cohesión y sostén a la dominación y la hegemonía del régimen. Ese viejo edificio -la relación corporativa- empezó a entrar en decadencia desde hace tres décadas, y sin embargo se mantiene en pié. Aunque existen numerosos cambios y reacomodos, las inercias aún mantienen viva la estructura del edificio. De vez en cuando se desmorona una sección, o nuevas y grandes fisuras se abren en el edificio. Pero hasta ahora no ha colapsado.
Sólo uno de cada diez trabajadores en México está sindicalizado. Ello debiera relativizar el poder sindical, que sin embargo, es muy alto por el rol que jugaron en el pasado. De este universo sindical, seis trabajadores de cada diez pertenecen al sector servicios y sólo cuatro, son parte de la industria. Prácticamente todo el sector industrial sigue controlado por las viejas centrales o confederaciones que durante 80 años han desmovilizado, despolitizado y controlado la organización obrera. Aquí está claro que la democracia se detiene a las puertas de las fábricas. En todo el sector industrial la contención, represión y desarticulación de cualquier disidencia o forma autónoma y libre de control de los trabajadores sigue siendo la regla, aunque cada vez con mayor dificultad. A pesar de que cada vez es más difícil controlar el voto de los trabajadores, -en el pasado forzado a apoyar al partido oficial- aún mantienen a raya a las disidencias, y la libertad de organización. No hay que menospreciar que en grandes y estratégicos sindicatos como el de petroleros (aglutina alrededor de 28 mil trabajadores), la domesticación a través de enormes y excepcionales concesiones es el mecanismo -junto con la corrupción- de mantener pacificados a los trabajadores.
Es en el sector servicios donde se han abierto mayores disidencias y resistencias. (servicios de educación, investigación, salud y asistencia social) Sin embargo lo que podríamos llamar un sindicalismo de concertación en este subsector sigue teniendo como patrón al Estado. Está claro que el sindicalismo con una fuerte historia de articulación estatal institucionalizó su corporativismo y pagó caro con su libertad y autonomía su subordinación. Pero también está claro que esta subordinación fue pactada con beneficios directos a los trabajadores, en particular, con la estabilidad del empleo, las condiciones generales de trabajo, servicios sociales y seguridad social. (OSORIO 2004). Esto ha creado un segmento de trabajadores relativamente prósperos, con grandes diferencias con el precariado, con estrategias de resistencia -hasta ahora- mucho más reservadas y con una estrategia reactiva al proyecto neoliberal, por las implicaciones que tiene en la transformación de esas condiciones de vida alcanzadas y convertidas en derechos.
Este sector de trabajadores es de alguna forma una isla de relativo respeto a los derechos colectivos de los trabajadores, en medio de un vasto océano de precariedad. Cuando el sindicalismo vocifera sobre los peligros del neoliberalismo para los trabajadores quizá es demasiado tarde, ya que la mayoría de los trabajadores ya laboran en medio de la desarticulación y la sobreexplotación. La marea de desregulación en la mente neoliberal debe seguir creciendo. Las reformas o modificaciones legales a varios de los mecanismos de regulación de la relación laboral o de seguridad social con el Estado, son los últimos vestigios de los derechos de los trabajadores. La ofensiva ya ha cubierto la mayoría de sus metas de desregulación. Cuando el sindicalismo vocifera que defenderá a los trabajadores, quizá es demasiado tarde, porque la mayoría de los trabajadores no fueron defendidos.
Sin embargo, el sindicalismo estatal es todavía enorme y es posible que veamos importantes resistencias en los próximos años, bajo los límites que hemos dibujado. La estrategia sin embargo, es limitada, ya que está basada en defender una situación creada en el pasado, con tintes gremialistas, confusa para el resto de la población y poco relevante para la mayoría de los trabajadores, que ya laboran por FUERA de las relaciones reguladoras y de seguridad que antes otorgaba el Estado y que, hay que decirlo, nunca fueron universales ni incluyeron a toda la población.
La capacidad de concertación de este viejo sindicalismo se ha reducido, pero no desaparece. Las numerosas iniciativas para reordenar la relación de este sindicalismo con el Estado, -todo ello en el ambiente neoliberal- han generado numerosas reacciones y resistencias. Las diferencias por la dirección y protagonismo en la conducción para enfrentar estas modificaciones y la erosión de la relación orgánica que se tenía con el Estado han comenzado a abrir fuertes disputas internas. Muchas de ellas, son disputas al interior de las cúpulas sindicales y no procesos de democratización y organización de los trabajadores. Son reyertas por el botín de la representación que desembocan en diferencias de filiación partidaria, pero de ninguna manera son diferencias del proyecto de sindicalismo o de trasformación nacional. Confundir esas disputas con un movimiento obrero es común.
Por otro lado, la sindicalización se encuentra concentrada en ciertas regiones, otra razón por la que su poder nacional no es total, y por la que existen otras formas de resistencia en numerosos estados del país. La tasas más importantes de sindicalización se encuentran en la región capital de México (Ciudad de México y Estado de México con el 27.31% de los sindicalizados), le sigue la región Noroeste (Baja California Norte y Sur, Sinaloa y Sonora con el 11.41%). El resto del territorio nacional sufre de un bajísima sindicalización. Los llamados a paros nacionales son, considerando este factor, un tanto panfletarios. Más del 50% del sindicalismo se ubica en micro y pequeños establecimientos. Si agregamos los medianos establecimientos, cerca del 64% del los trabajadores sindicalizados son agrupaciones pequeñas, con mínima resonancia, poca capacidad de movilización y con poco poder de negociación. (HERRERA 2003)
Aún así, a pesar de la relatividad del movimiento obrero tradicional, existen numerosas y pequeñas fisuras en todo el entramado sindical. Algunas, apenas sobreviven en medio de la disputa de las cúpulas sindicales, otras más, conviven con el sindicalismo tradicional charro, sin capacidad alguna de crecer, y otras resisten y trabajan por aumentar el grado de organización, conciencia y autonomía. Son disidencias pequeñísimas, que aquí y allá luchan a la vez, contra el neoliberalismo, contra sus propios líderes y contra la inercia de una cultura política sindical delegativa, poco participativa y con un profundo culto al liderazgo y al personalismo. Estas pequeñas disidencias se han multiplicado en los últimos años, despertando la participación, pero sin ser, aún, grupos visibles. La maduración de estas microresistencias es esencial, además, porque la izquierda más tradicional -hipermarxista o ultramoderada, da igual – privilegia esencialmente la alianzas con direcciones corruptas y no el apoyo, acompañamiento y hermanamiento con las pequeñas disidencias.
Finalmente, a pesar de la existencia de procesos de amparo jurídico y algunas jurisprudencias, «El marco jurídico que aún rige en México las relaciones de los trabajadores del sector público, mantiene vigente el intervencionismo estatal en el derecho colectivo del trabajo, restringiendo la autonomía e impone reglas de excepción». (OSORIO 2004). Está claro que el pacto de elites – del que hemos hablado a lo largo de este texto – por el cual se mantiene aún la gobernabilidad, es sumamente limitado y no incluyó ningún tipo de transformación social positiva. Al analizar el sindicalismo es evidente que la supuesta transición democrática no alcanza ámbitos más allá de lo electoral y parcialmente el poder político. Ninguna reforma democratizante se ha realizado ni se impulsa, bien por la propia resistencia del sindicalismo tradicional que se opone a perder más poder, bien porque la prioridad neoliberal es hacer retroceder aún más a los trabajadores organizados.
En resumen, el viejo sindicalismo ha entrado en coma, pero vive, lucha por mantenerse con vida y su muerte no parece cercana. El desmoronamiento de la estructura corporativa es más por falta de mantenimiento que por desplome o por desarticulación por el impacto de alguna reforma o movimiento democratizador. Al pequeño sector sindical en la industria se le mantiene controlado o desarticulado y el sindicalismo de servicios se encuentra a la defensiva y con disputas internas en sus direcciones. El resto de los trabajadores se encuentra diseminado y fragmentado, con poca resonancia. Donde la ortodoxia izquierdista ve grandes posibilidades y movimientos de trabajadores, nosotros vemos descomposición y disputa de las direcciones. Donde la izquierda tradicional ve pocas capacidades estratégicas nosotros vemos microresistencias y fisuras de la dominación.
III. Olvidados
El campo, en el viejo régimen priísta, era el laboratorio de la dominación e intervención estatal para mantener la hegemonía a través del pacto corporativo. El ejido fue una herramienta radical de apaciguamiento del México bronco, rebelde, que siempre se resistió desde el campo. Poco antes de la llegada neoliberal, en México y especialmente en el ámbito rural persistía un estado superinterventor, autoritario, pero inclusivo, que si bien ordenaba las relaciones orgánico-comerciales de la mayoría del campesinado, también otorgaba concesiones importantes para mantener el control.
Hasta el momento que México viró sus políticas económicas, se había logrado controlar relativamente a los poderes locales que basados en el intermediarismo y el coyotaje absorbían las ganancias del trabajo rural. Esto se había logrado a través de un vasto entramado institucional y burocrático que ligaba orgánicamente a las representaciones campesinas a instituciones estatales intermedias y a través de ellas al acceso al crédito, la asistencia y en general la intervención estatal, que salvaba al campesino del coyote, pero lo incluía en su red de subordinación y corporativismo.
Pero aquí el reordenamiento de la acumulación ha sido devastador. El neoliberalismo arrasó con esa enorme y compleja estructura de intervención estatal abandonando al campesino mexicano a su suerte. La contracción estatal en un sector donde su presencia era determinante ha sido arrasador. Ha reaparecido – aunque nunca se fueron del todo- el intermediarismo y el coyotaje pero a ello hay que sumarle el crecimiento de las empresas multinacionales, alentadas por el Tratado de Libre Comercio con América del Norte. El campesino queda atrapado entre esas dos fuerzas, unas locales-regionales y otras globales -en muchas ocasiones articuladas entre sí- en medio de la caída de los precios internacionales de varios productos agrícolas. Estas dos fuerzas asfixian al campesino en la comercialización; la contracción del Estado le quita el oxígeno a la producción y el despojo de tierras a través de programas como el PROCEDE o el PROCECOM es el tiro de gracia para el campesino.
En medio de estas condiciones, sólo los campesinos que elevaron la productividad al máximo, que lograron reducir sus costos de producción y donde los precios se mantuvieron competitivos lograron salir adelante. Estos son una minoría de alrededor del 5% de los productores rurales. El resto han sido desplazados del mercado y las importaciones los han hecho a un lado. El modelo antes inclusivo pero subordinador en lo político, ahora es excluyente, pero supuestamente «liberador» en lo político: bienvenido a la democracia.
La negociación para abrir mercados sacrificó a la mayor parte de la producción mexicana y junto con ella a los campesinos mexicanos. El 29% de los campesinos son pequeños y medianos productores ejidales y aunque tienen el 65% de la tierra en nuestro país, es difícil defenderse. Generalmente productores de granos, han sido desplazados por las importaciones, muchas de ellas provenientes de Estados Unidos. El 55% del campesinado es minifundista, poseedores de unas 2 hectáreas de tierra en promedio, que representa sólo el 10% de la tierra. (SALINAS 2004) Deben, para sobrevivir, combinar su trabajo productor de autoconsumo como jornaleros – o en otras actividades precarias- en condiciones difíciles de trabajo y por ello la línea divisoria con el precariado es sumamente permeable. Aunque se posea la tierra, vivir de ella se ha hecho casi imposible. El modelo los arroja, expulsa y empuja hacia el precariado, la migración, o a las actividades del narcotráfico. Esto crea una división estratégica. Los primeros, con mayor tenencia de tierra, tienden a luchar en el ámbito de la comercialización de sus productos y por tanto la necesidad de gestión frente al Estado para recibir apoyos es fundamental; en medio de una larga tradición corporativa y delegativa, organizaciones gremialistas – ligadas a la izquierda partidaria o del priísmo anquilosado – la gestión, ciertos clientelismos y hasta la utilización partidaria son comunes. El resto -la mayoría- son productores de autoconsumo, con menor articulación de la organización. El trabajo temporal, migrante o jornalero impide mayor organización campesina. Su situación es tendencialmente más desesperada y más inorgánica. Para ellos el olvido y el desprecio es lo común.
Esta diferencia crea una división entre pobres y paupérrimos que la izquierda tradicional ni quiere ni le importa ver. Los segundos también han sido abandonados a su suerte, con la explicación de la dificultad de la organización y otros pretextos, que ocultan la estrategia de una buena parte de la izquierda que no lucha si no hay dividendos, y que se le olvida la injusticia y la pobreza si luchar por los que la sufren no aparece en los medios y no les permite negociar posiciones políticas.
IV. La autoderrota.
«Eres libre», nos dicen los poderosos y sus gobiernos: «puedes escoger entre el garrote o la zanahoria» (subcomandante insurgente Marcos)
A río revuelto…
La erosión del viejo control corporativo ha provocado el inicio de un parcelamiento del poder piramidal al interior de la organizaciones campesinas, obreras y hasta populares en las que se sostenía el viejo pacto hegemónico. Una batalla interna, entre priístas de todos los cuños por la conducción del aún pesado aparato es resultado de la descomposición y de la disolución de la disciplina que venía de arriba hacia abajo desde el presidencialismo.
Al igual que en la clase política, hay una disputa entre las elites sindicales, pero sin reforma democrática alguna. Hemos visto en estos últimos años la movilización de cañeros integrantes de la CNC, amenaza de huelga de los petroleros, paros del Sindicato de Trabajadores del Distrito Federal, rupturas al interior de las federaciones de burócratas y hasta violencia entre corrientes de mineros y metalúrgicos. Una batalla abierta por el control de los sindicatos y por las prebendas que estos significan es fruto de la descomposición del sindicalismo tradicional.
La división al interior de las cúpulas gremiales ha llevado a distintas posiciones de cómo relacionarse con el Estado y con el resto del poder de la clase política. En todos los casos, han surgido corrientes que buscan acomodarse a las nuevas circunstancias y llegar a un acuerdo con la nueva derecha presidencial. Otros, más astutos, saben que deben mantener algún tipo de legitimidad frente a las bases trabajadoras y por tanto deben orientar el discurso y la filiación partidaria hacia la oposición. Se juega la representación de miles de obreros y el poder que ello representa al negociar con el Estado.
La izquierda partidaria institucional, pero también una pequeñísima izquierda ortodoxa por fuera de los registros oficiales esperan que esta disputa les genere beneficios. Unos por votos y acuerdos clientelares, otros para la acumulación de fuerzas propias. Esta estrategia pragmática no quiere reconocer que la disputa cupular gremial es más una pelea por poder que programática, una riña por el control vertical de los representados y no un enfrentamiento por democracia en sus organizaciones. El PRI y sus viejas organizaciones gremiales se están desmoronando lentamente y estas izquierdas sólo esperan pacientemente a cachar fracciones de poder, corrientes y líderes descontentos. Esta estrategia incluye aceptar a líderes represores o corruptos, líderes autoritarios y hasta asesinos, ligados a las mafias gremiales que por años se incubaron en el viejo régimen. Mientras estas alianzas arriba se llevan a cabo, abajo poco cambia con el control y la dominación cotidianas de los trabajadores. Algunos académicos e intelectuales incluso han intentado justificar «teóricamente» esta estrategia pragmática, soslayando además que las izquierdas que utilizan este desmoronamiento cupular son las más utilitarias y en realidad buscan hacer crecer sus cuotas de poder en aras de intereses sectarios, que buscan el control o -ilusamente- la hegemonía dentro de su partido o en el movimiento fuera de él.
No estamos diciendo que cualquier desprendimiento del viejo gremialismo sea sólo un proceso cupular o que quien se acerque a ellos puede perder su «pureza» antisistémica – si es que esto existiera- . Lo que intentamos hacer es desnudar el pragmatismo que en la izquierda partidaria se maquilla de pluralismo ideológico al interior de los gremios, y en la izquierda ortodoxa se disfraza de unidad de clase. Y lo decimos porque esta estrategia mantiene divididas entre sí a varias de las más importantes articulaciones a nivel nacional.
Y la división surge, porque a la hora de hacer sumas pragmáticas, la izquierda utilitaria opta por aliarse a corrientes, gremios y líderes que les den cuotas de poder y abandonan a precarios, desocupados, jornaleros, a las pequeñas disidencias obreras y a campesinos minifundistas y muchos más. Se trata entonces de una división en la forma de hacer política: optamos por el pragmatismo y utilitarismo pero que suma dividendos políticos, o elegimos trabajar abajo con los sin voz, sin fama, sin poder y sin dinero, a pesar de que ello signifique, muy probablemente no figurar en la «política real» de las dirigencias de una parte del movimiento.
Cómo encausar la ira sistémicamente.
La relación con el Estado de los movimientos, resistencias y organizaciones en México no es sencilla. Casi 80 años de mantener la gobernabilidad a través de la incorporación sistémica deja una inercia difícil de romper. El viejo régimen no se mantenía en pié sólo por su capacidad represiva, sino esencialmente por su capacidad de cooptación e integración a la relación Estatal-corporativa. Existe también, una resistencia importante, acrítica y autocomplaciente para evaluar que una y otra vez la incorporación en el aparato estatal desde los movimientos ha terminado en autoderrota.
Durante las últimas dos décadas sendos movimientos antisistémicos y democratizadores han surgido o bien para estrellarse en un muro de represión, o bien disolverse con las zanahorias del Estado. La perspectiva de la transición democrática y la incorporación al Estado a través de las cámaras -por medio de la izquierda partidaria- de muchos de los movimientos ha significado en la práctica un proceso de desmovilización, desarticulación y hasta descabezamiento de muchas expresiones de resistencia. En vez de seguir construyendo las fuerzas locales, o mantener la autonomía frente al partido, las dirigencias han priorizado la lucha electoral. La presencia de dirigentes en las cámaras, en la Asamblea Legislativa o en los congresos locales, no ha significado tampoco, ni de lejos, la transformación estructural a través de reformas o políticas públicas influidas por la visión desde los movimientos.
Un caso en extremo ejemplar ha sido el movimiento urbano popular y su relación con el Partido de la Revolución Democrática, donde se subordinó la organización social a la dinámica de partido. Esto ha provocado desactivación de la dinámica del movimiento y su progresiva partidización, convirtiéndose en los hechos en facciones partidarias. En su relación partidaria estos grupos asumieron rasgos clientelistas y corporativos, exigiendo cuotas de poder (cargos de representación popular o partidarios) y atención preferencial a sus demandas. Es decir, reprodujeron, dentro de los partidos de izquierda, las prácticas que caracterizaban a las organizaciones populares vinculadas al PRI. (RAMIREZ 2003)
Esta partidización en ocasiónes ha llevado al enfrentamiento entre sí del movimiento urbano popular, en disputa desde distintas corrientes y alianzas por cargos y representaciones populares. Este tipo de estrategia hizo trastocar a un movimiento de abajo, popular y creativo en organizaciones clientelares, osificadas y utilitarias.
En un caso sumamente distinto, un integrante del efímero movimiento El Campo No Aguanta Más, que durante 2002 y principios de 2003 hizo parecer que el movimiento campesino había resurgido de sus cenizas, reconocía autocríticamente sobre el acuerdo con el Gobierno Federal varios problemas: «en algunas organizaciones se dio prioridad a las cuestiones político electorales y no se centraron en la concreción del acuerdo (…) algunas organizaciones se orientan a negociar de manera tradicional y así obtener recursos etiquetados de determinados programas (…) con cierto pragmatismo…que optan por negociar con el gobierno sólo los programas de apoyo y como al gobierno tampoco le interesa negociar medidas de ordenamiento del mercado, todo se queda solamente en las cuestiones relacionadas con apoyo a los productores. Muchos sienten que fue una burla del Estado el no avanzar con el acuerdo para el campo. Por el otro lado, tienen dudas del papel que jugaron sus organizaciones, pues no ven resultados concretos importantes.» (CELIS 2004)
No se trata entonces de si negocian o no negocian, de si votan o no votan, sino de que hay demasiados casos de pérdida de la autonomía e identidad de los movimientos o bien de casos trágicos de cómo se encausó la energía del movimiento, que se disuelve en el entramado burocrático, pierde su horizonte y sus prioridades antisistémicas, o incluso se desarticula, al disolverse en medio de la dinámica sistémica institucional. Al perder su proceso desde abajo, automáticamente las estructuras organizativas pueden ser utilizadas pragmáticamente. Al concentrar su energía en el Estado, las políticas públicas, la vida partidaria, o la simple lucha electoral, muchos de estos movimientos han sido incapaces de no ser arrastrados a la lógica sistémica, abandonando la organización, la politización, la calle, la producción, la articulación entre movimientos, la discusión de alternativas, …la lucha pues.
La tortuosa relación de Estado y movimientos es, al menos, una discusión abierta en México. Sin embargo la certeza -abiertamente ideologizada- con que acuden ciertas franjas de los movimientos sociales a la incorporación estatal, es, hasta ahora, un elemento constituyente de la dominación en nuestro país. Esta vía en torno de la gestión, negociación e incorporación estatal ha sido defendida hasta con los dientes por una capa de la intelectualidad y la academia, que al pasar el tiempo y al ser evidente la autoderrota, guardan prudente silencio sobre sus consejos, asesorías y análisis. Esta estrategia mantiene profundamente dividida a las articulaciones nacionales de los movimientos.
Fragmentación y desarticulación, clientelismo-corrupción, subordinación y relativo poder obrero, exclusión y olvido, cooptación e incorporación sistémica, son procesos que se yuxtaponen en un entramado que como una enorme red de contención de la rebeldía se enlaza por todo el país, apresando las potencias, la dignidad y la lucha: pero aún así, esta red de dominación se desborda. Es incapaz de contener por completo lo que adentro germina. Los procesos de dominación deben crearse y recrearse una y otra vez. Mutan porque la resistencia los rebasa, cambian para mantener la dominación. Los procesos de rebelión son fisuras en esa red de dominación, muerte y explotación. Son procesos contradictorios, impuros, heterogéneos, ambivalentes, paradójicos, difíciles de catalogar y explicar. Se mezclan con los procesos de la dominación. Si los separamos es para poder analizarlos. Algunos procesos-fenómenos de cómo esa red de dominio se rasga por muchos lados, son los que analizamos brevemente ahora.
Resistencia.
Hemos dicho que el viejo régimen no colapsó, sino que inició un proceso de erosión y decadencia desde hace tres décadas. Este proceso de decadencia tiene que ver con la paulatina contracción del Estado en sus funciones sociales integradoras, especialmente el cambio de políticas interventoras que lo identificaban como un verdadero estado invasor, que penetraba las relaciones de la sociedad civil, las volvía orgánicas y enlazadas al poder central en una suerte de red jerárquica inclusiva pero subordinante. Sin embargo, la subordinación se basaba en las concesiones otorgadas a los sectores, grupos y distintas franjas sociales. Al retirarse progresivamente el Estado invasor-organizador corporativo, el mercado invasor destituye las viejas relaciones del Estado de bienestar, las identidades y colectividades que surgieron en él. En la mayoría de los casos esto sólo ocasiona anomia, fragmentación, caos y severos efectos sociales; provoca una crisis de los mecanismos de cohesión social. Pero ahora diremos algo que no le gusta al pensamiento de la izquierda más ortodoxa: la disolución o debilitamiento de las funciones integradoras del Estado invasor príista, la reconfiguración (que no desaparición) de su intervención ordenadora y dominante de otras identidades y formas de organización social hace que muchas de ellas puedan salir a flote, en algunas ocasiones como verdaderas alternativas antisistémicas. Cuando el Estado clientelar retira sus funciones de organización social, se libera(n) muchas de la(s) potencia(s) de abajo, surgen las identidades y formas oprimidas y pueden comenzar a detener o resistir la devastación que la dinámica capitalista lleva a todos los lugares, a todos los pueblos, culturas, barrios, territorios y comunidades. Sin la acción «mediadora» del Estado corporativo, crece la disputa frente a frente de las resistencias, contra los señores del dinero.
El fordismo y el estado de bienestar fueron el modelo de dominación de la posguerra y el pacto corporativo la forma de dominación del viejo régimen. Una parte de la izquierda añora regresar al viejo pacto, sin reconocer que fue también un modelo de dominación – y de control de la relación capital-trabajo-, que siempre dejó sendas capas sociales excluidas -como los pueblos indios- y que fue posible sólo por condiciones globales que ahora ya no existen.
Esta concepción sobre la idea del regreso de un Estado interventor, benefactor, o al menos, más activo en la regulación de mercados, divide a las resistencias: por un lado las que tienen una estrategia reactiva que busca regresar o restituir las condiciones del viejo pacto social; y por el otro, nuevos sujetos sociales, que han madurado en medio de la creciente precariedad, que nunca vivieron dentro del pacto social inclusivo o que nacieron en su decadencia y que una vez rota o debilitada la mediación estatal corporativa y clarificada su función de sostenimiento del mercado, reconocen como enemigo tanto a la dinámica dineraria, como a la lógica centralizante y represiva del Estado. Dos visiones distintas que suponen sujetos y estrategias distintas.
En medio de este contexto, múltiples resistencias surgen, se consolidan, o están en un proceso de maduración. La verdadera transformación está abajo, en sujetos sociales, antisistémicos o democratizadores y esta depende de la organización, la resistencia y la liberación de la potencia de los de abajo y no de reforma legal alguna. Depende de la lucha, la creación, y los procesos de abajo, y no de formalismos estatales osificados.
Estos procesos, a veces espontáneos, a veces orgánicos, visibles o apenas perceptibles, están desatando fuerzas incomprensibles desde el pensamiento de izquierda ortodoxo y también para la izquierda tradicional partidaria. Son procesos profundos. Algunos de ellos son:
Exodo y rabia. El reordenamiento del trabajo ha provocado un éxodo creciente de sur a norte pero también de la periferia al centro, que incluye reorganizar la vida en los márgenes de las redes de producción económica dominantes. La migración alrededor de las ciudades medias y enormes va constituyendo periferias urbanas excluidas y marginadas. Esto no es nuevo, pero lo nuevo es que el sentimiento de exclusión provoque que franjas de sectores considerados plebeyos se rebelen. Jóvenes aglutinados pero segregados socioespacialmente en las periferias urbanas, están creando un segmento cada vez más dispuesto a luchar. De forma espontánea e inorgánica, miles de jóvenes se unen a las luchas con la rabia que provoca el desprecio sistémico que va desde las clases altas y medias que los ven con incomprensión y repulsión, hasta la academia y las direcciones políticas -que incluyen a la izquierda tradicional- que los ven como impuros y salvajes, dispuestos a la acción directa incontrolada por las vanguardias y lo políticamente correcto. Estos jóvenes, se supone, deben tragarse toda su anomia y su rabia y dejar que avanzadas direcciones políticas tomen las decisiones. Pero estos jóvenes se rebelan. Son los jóvenes de la periferia francesa, los jóvenes piqueteros en el conurbano bonoarense, los jóvenes en la periferia del Alto de Bolivia, los chavos que se enfrentan con la policía en Chile, la banda en las barricadas en la periferia de la ciudad de Oaxaca controlada por el digno movimiento de la APPO. El carácter lumpen de estos jóvenes y de muchos nuevos movimientos asusta a las buenas conciencias, como siempre a los medios de comunicación y alarma a la izquierda partidaria. El éxodo y la rabia están creciendo en México.
Identidad como liberación. La intensificación de la acumulación que todo vuelca hacia el mercado ha invadido esferas que antes se consideraban no comercializables. Es una verdadera guerra de conquista que avanza sobre todos los territorios reales, pero también los simbólicos y los inmateriales. La mercantilización invade mentes, culturas y subjetividades. Pero aún ahí, hay resistencia. A pesar de que la identidad ha sido vista generalmente como opresiva, para resistir, pueblos e individuos la empuñan como defensa. ¡aquí no!, parecen decir comunidades y personas. No sobre nuestro pueblo, no sobre mi cuerpo. Así, la identidad recuperada o la recreada para enfrentar la homogeneidad, la identidad de consumo y la futilidad de un modelo de hombre y mujer deseados por el capital son la última reserva, el último refugio para resistir. La identidad, se trastoca en liberación, en pequeño territorio imaginario liberado. Por ello, muchos movimientos de desposeídos, defienden con una radicalidad impresionante lo único que tienen: su identidad, y con ello aparece una lucha feroz: la lucha por la dignidad.
Clases medias radicales. Por todo el planeta, pero también en México, los hijos de las clases medias del viejo fordismo accedieron a la educación. Una pequeña pero significativa franja de clases medias, heredera del rompimiento del 68, pero influenciada por la rebelión global de género y raza, sensibilizada por la tendencia destructiva del planeta, que ha nacido, crecido o madurado con la influencia de los nuevos sujetos sociales, en nuevas realidades posfordistas está creando una franja minoritaria, sumamente creativa, con cierta capacidad de organización que está luchando, creando y aliándose con los de abajo. La década de los 90 en México significó un severo rompimiento de la subjetividad en varias capas sociales, que se volcaron a la participación y la organización como un actor emergente. En estas clases medias radicalizadas crece el peligro del autoconsumo, el fundamentalismo y el purismo, como reacción lógica para alejarse de los parámetros viejos y esquemáticos de los viejos movimientos sociales, de los partidos y del Estado. No son solo jóvenes, sino una oleada de participación que se constituyó una vez caído el muro de Berlín, por FUERA de la oscura experiencia centralizante de la izquierda ortodoxa. Su importancia es creciente pero los peligros que las consumen son igual de grandes.
Despojo y territorio. La nueva etapa de acumulación se dirige peligrosamente a las últimas reservas de tierras, territorios, bosques, agua y los ecosistemas en su conjunto. Acumular y crecer de forma infinita en territorios y recursos finitos arrasa culturas, pueblos y comunidades que dependen de ellos, viven sobre ellos o cerca de ellos. La dominación territorial sin embargo atiza a excluidos, marginados, precarios u olvidados. Si se excluye del control de los recursos marítimos, ahí los pequeños pescadores se organizan. Si se intenta arrebatar la tierra, el campesino y los pueblos indios responden. Si el megaturismo desea controlar los paraísos naturales, ahí las comunidades que los habitan salen a defenderlas. Si las corporaciones destruyen, contaminan, roen, ahí mismo surgen organizaciones vecinales, barriales, civiles, dispuestas a no ser destruidas en la muerte lenta que la fabrica, la contaminación o la decisión estatal les trae.
Pero cuando estos sujetos-movimientos se dan cuenta que no sólo resistiendo detendrán la lógica de destrucción y muerte que acarrea la acumulación, comprenden que -excluidos del trabajo formal y enfrentados con el Estado que apoya el despojo-, deben organizarse desde el ámbito natural donde resisten: el territorio. La consigna la nueva fabrica es el barrio (o la comunidad, dicen algunos) que en otras latitudes ha orientado la resistencia y la organización, llega entonces como un nuevo horizonte de lucha. El territorio (el barrio, la comunidad) se vuelve el espacio de lucha donde no solo se resiste sino desde donde se intenta desarticular todas las relaciones de dominio. Estos nuevos movimientos-sujetos, muy pronto se dan cuenta que no sólo hay que resistir al despojo, sino organizarse para el autogobierno de su territorio y de sus recursos -cuando los hay-; que se necesita entonces de la organización desde abajo y que se requiere de romper con la concentración del poder que hay en los medios y con la desinformación y por tanto hay que crear radios libres, comunitarias o alternativas. Muy pronto en la lucha, se dan cuenta que ellos mismos están atravesados por la dominación y por tanto hay que empezar a hablar y trabajar sobre el papel de la mujer. La lucha, si continúa, y no es destruida por la represión, va enseñando que hay que crear procesos formativos y educativos propios, frente a los evidentes límites de la educación tradicional que no enseña a los hijos los derechos, ni a respetar al distinto, ni la historia local, ni por su puesto, a luchar. El territorio, el barrio, la comunidad se vuelve el espacio de transformación y resistencia a la vez. Trinchera y organismo de lucha. Cuartel y espacio liberado. Barricada y laboratorio para cambiar al mundo.
Indios. La emergencia en México de los pueblos indios, no sólo como movimiento social, sino como sujeto político, es un llamado profundo que como lento y poderoso eco va impactando al resto de las resistencias. Su influencia va mucho más allá de lo que intelectuales e izquierdas pragmáticas les gusta reconocer. Los pueblos indios, a veces invisibles, a veces con profundos procesos de reconstitución, otras más luchando y construyendo la autonomía son un poderoso referente que deja ver algo de lo que sería la vida sin capitalismo. Un aporte que incide en la visión de franjas de los movimientos es su poder colectivo basado en la comunidad, en un fino tejido que muchos movimientos añoran, pero que en perspectiva, enseña que los pueblos pueden tomar la rienda de su vida en sus manos. Que incluso los más pobres entre los pobres pueden organizarse si se hace en un nosotros que destituye y desarticula lentamente viejas formas de opresión, constituye lo mejor de las formas cooperativas y solidarias de lo colectivo, y echa a andar una potencia común que genera y crea nuevas prácticas y relaciones sociales. Ahí, en espacios controlados por los pueblos indios, germina, lentamente, un nuevo mundo.
Para la izquierda ortodoxa indios, precarios, lúmpenes y colectivos radicales son una incomodidad. Supuestamente su corazón está con ellos, pero a la hora de hacer cuentas pragmáticas, estos procesos y sujetos no suman en la «correlación de fuerzas» y por tanto un consecutivo desprecio como política frente a ellos se consolida. Por eso los movimientos también están divididos, porque la izquierda más ortodoxa y tradicional prefiere movimientos más controlables, liderazgos con los cuales fácilmente aliarse y negociar, fuerzas más visibles y mediáticas. En suma, quieren más poder. Y estos sujetos, sin poder, sin fama, sin dinero no son nada atractivos para las cuentas utilitarias de una izquierda que suspira por un movimiento obrero casi inexistente o por gloriosas movilizaciones que los empujen hacia la dirección política de «las masas». Por ello hay división, porque en su política de desprecio y pragmatismo estos nuevos sin voz y sin rostro luchan desbordando sus ortodoxias. Para la izquierda partidaria, hace mucho que estos sujetos-procesos no existen. Emocionados con los recursos que otorga el Estado miran y se miran como el centro de lo político. Los de abajo poco o nada importan en su espejo de poder.
Sin embargo, indios, precarios, marginados, superexplotados, jornaleros, pueblos, excluidos, comunidades, jóvenes y mujeres en lucha son un fino bordado que por toda la nación, en todos los rincones del país resisten y a la vez constituyen fisuras de la dominación. Si se mira de lejos la construcción y la estructura de la dominación, esta parece incólume, impenetrable. Pero si uno mira, muy de cerca, afinando la mirada, pero también el pensamiento, mirando, -a contrapelo diría Benjamin – uno puede ver las innumerables grietas de la dominación. En todas ellas ese mundo por el que luchamos ya existe. Ya no es un proyecto ni un programa sino múltiples realidades, aunque sean pequeñas e incipientes, frágiles, débiles, embrionarias. Nuestra tarea debería centrarse en defender esas experiencias y fortalecerlas para que crezcan. Pero no sólo. Debemos replicar, multiplicar, expandir esas experiencias. Y debemos hacerlo no sólo en el mundo rural, no sólo en el mundo indígena. Debemos hacerlo desde nuestras ciudades, desde nuestros barrios, desde nuestros lugares de lucha. En esas fisuras, que no son sólo nacionales, ni mexicanas, reside la posibilidad de la construcción de un mundo otro. En ellas se desarticula la dominación y aunque sea por un instante, como cuando un relámpago alumbra momentáneamente la oscuridad, permiten ver la fragilidad de la dominación y un poco de lo que sería un mundo sin capitalismo. Quienes centran su atención, su esfuerzo y energía en los fetiches del poder tienen un camino. Quienes vemos que concentrar toda nuestra creatividad, nuestra imaginación, nuestra lucha y nuestras manos con los de abajo y a la izquierda es la tarea primordial y urgente, tenemos otro. Porque, también nos diferencia la urgencia con la que deseamos y necesitamos oponer al caudal de muerte en el que nos sumerge el capitalismo la insubordinación y rebeldía con la que se abre la vida y la dignidad.
Esas fisuras, son espacios donde se deconstruye el pensamiento dominante. Donde se desordenan las relaciones de dominación. Son espacios donde vemos algunas señales de cómo sería una nueva educación, nuevas relaciones de intercambio y de comercio, formas experimentales de producir cultura e información y lo más importante, formas nuevas de poder colectivo. En esas experiencias, pero también en muchas otras en todo el planeta, no hay distinción entre luchas políticas y sociales, entre luchas materiales y culturales. En esos espacios se ha empezado a derrotar el poder simbólico que mantenía atados a los grupos subalternos.
Pensamos que esas grietas, esas fisuras, esas islas de liberación pueden crecer, pueden articularse. Podemos, como dice el Subcomandante Marcos, hacer de nuestras islas una barca para ir a encontrarnos. Una fisura que se reúne con otra puede provocar que se desmorone una parte del muro. Cientos de pequeñas grietas, enredadas entre sí, de muchas formas, de muchos tamaños podría quizá, tal vez, derrumbar y hacer estallar al muro por completo.
No lo sabemos con certeza. Quizá valga la pena intentarlo. Quizá sí hay algo mejor detrás del muro. Quizá sea ese otro mundo, que decimos es posible. Quizá sean el camino hacia el mañana.
Ver también: