a forma de ocultar la realidad es repetir una mentira hasta el cansancio, esperando que finalmente algunos se la crean. El tema del maíz en México tiene muchos ejemplos de esta técnica de la infamia. Hace unos meses, el aumento del precio de la tortilla generó un enorme malestar en el país. Por la importancia […]
a forma de ocultar la realidad es repetir una mentira hasta el cansancio, esperando que finalmente algunos se la crean. El tema del maíz en México tiene muchos ejemplos de esta técnica de la infamia.
Hace unos meses, el aumento del precio de la tortilla generó un enorme malestar en el país. Por la importancia del grano en México, su centro de origen, fue noticia en los mayores diarios del globo. En la mayoría de los medios se manejó que el aumento se debió al incremento del precio del maíz en el mercado mundial, generado por la demanda de este grano como agrocombustible.
Sin embargo, el aumento de la tortilla excedió con mucho el porcentaje de aumento del precio del grano, y la coyuntura fue aprovechada como jugoso negocio por los grandes comercializadores e industrializadores del grano. Algunos de ellos, como Cargill, habían incluso acaparado maíz mexicano y lo vendieron a más del doble del precio al que lo habían comprado. El gobierno intervino, y en una reunión inverosímil donde participaron, entre otros, las grandes transnacionales de la distribución e industrialización del maíz, decidieron fijar un aumento de 40 por ciento en el precio de la tortilla. Esto se presentó mediáticamente como un freno al precio de la tortilla -a favor del público- cuando en realidad fue una legalización del aumento desproporcionado que habían impuesto los grandes empresarios. El acuerdo, que iba a durar hasta el 30 de abril, fue recientemente renovado hasta agosto.
En esta ocasión, los grandes empresarios de distribución, procesamiento y uso industrial del maíz como forraje, exigieron además de mantener alto el precio de la tortilla, pagar precios menores a los productores, -porque ahora sí era hora de reconocer que el aumento anterior no era real. Es decir, exigieron ganar en todas las puntas. Nuevamente se firmó el «acuerdo», como si fuera un acto dadivoso del gobierno para defender los intereses de la población, cuando lo que se hizo fue legalizar el despojo y favorecer a unas cuantas trasnacionales.
En paralelo a estas componendas, se activaron otros frentes de guerra sobre el maíz, por parte de las empresas y gobierno contra los campesinos y la mayoría de la población. Por un lado, el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP), que es parte del Consejo Coordinador Empresarial -al cual pertenecen los mismos que se beneficiaron con la crisis de la tortilla- publicaron «estudios» indicando que la salida de la crisis para México es la producción de maíz para agrocombustibles y que para ello, es necesario que sea maíz transgénico. Me refiero a «estudios» con comillas, porque según su propia definición, «El CEESP (Š) financia todas sus actividades de investigación gracias a los donativos de sus patrocinadores». Es decir son estudios financiados por el lobo sobre lo que le conviene a Caperucita.
De otro modo, no se entendería como este pretencioso «estudio» ignora el hecho de que la productividad del maíz como agrocombustible es muy baja, y que si se agregan los costos de los insumos basados en petróleo que requiere su producción y procesado (agrotóxicos, gasolina para maquinaria, transporte, conversión en etanol, refinado, etc.), el aporte energético es negativo. Es decir, no es una solución para el cambio climático, que es la razón por la que teóricamente se promueve, sino lo contrario.
Sin embargo, para Estados Unidos sí es negocio, porque lo anterior no es un dato que le importe. Basta que se publiquen estudios parciales que parezcan positivos -si no se analizan de cerca- que le sirva de coartada para subsidiar aún más a sus propios productores de maíz, ahora con el pretexto de combatir el calentamiento global. Como esto también es un negocio brillante para las empresas más fuertes del planeta -automotriz y petrolera- junto a las de comercio internacional de cereales, productores de transgénicos y agrotóxicos, todos se han unido para ir logrando leyes y marcos financieros que le faciliten el nuevo negocio. En este caso, la meta es lograr que muchos países compitan -con préstamos del Banco Mundial y otros bancos multilaterales que pasan a aumentar las deudas externas de esos países- para venderles la materia prima que demandan para agrocombustibles. Esta proliferación llevará, cualquiera sea el cultivo, a la baja del precio. México no sería una excepción en esta dura competencia, ni con caña de azúcar ni otros cultivos y mucho menos con maíz. Peor aún, México tiene mucho más para perder con la contaminación de su maíz nativo, con los transgénicos no comestibles que se pretende usar para agrocombustibles.
Complementariamente con la urdimbre de este fino estudio, las transnacionales dueñas del comercio de semillas insisten en que México tiene que plantar maíz transgénico. Lo han intentando ya tres veces, pero fueron rechazadas por no cumplir los trámites legales. Esta pretensión ha sido rechazada por la vasta mayoría de la sociedad mexicana, incluyendo campesinos, indígenas, científicos, consumidores, artistas, porque atenta contra la integridad del maíz, uno de los patrimonios más importantes de México, creado y cuidado por millones de campesinos e indígenas durante milenios.
Sin embargo, todo indica que para el gobierno pesan más tres transnacionales que miles de años de historia y la voluntad del pueblo mexicano, por lo que ahora se dispone a firmar un reglamento de la Ley Monsanto (mal llamada de Bioseguridad), que les permita contaminar a los agricultores y campesinos -ahora legalmente- con maíz transgénico.
Lo que no lograrán, por más que repitan sus mentiras, es ocultar la infamia. – Silvia Ribeiro es investigadora de Grupo ETC.
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