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Carta de un periodista despedido de La voz del Interior

Sin anestesia

Fuentes: Prensared

Hola a todos. Hoy (por el lunes 12 de noviembre) estaba en mi casa almorzando con mi esposa y mis dos hijos y medio (el miércoles nace Victoria), cuando pasó algo que me golpeó de una manera que no imaginan. A mi casa vino un tipo: un oficinista. Se le veían la pinta y los […]


Hola a todos. Hoy (por el lunes 12 de noviembre) estaba en mi casa almorzando con mi esposa y mis dos hijos y medio (el miércoles nace Victoria), cuando pasó algo que me golpeó de una manera que no imaginan.

A mi casa vino un tipo: un oficinista. Se le veían la pinta y los papeles que, a duras penas, sostenía mientras insistía con el timbre. Me traía una hoja en la que me notificaban que LVI me despedía. Sin causas ni anestesia: simplemente, me enteré ahí que para los que toman las decisiones en el diario dejé de servir.

No pude seguir comiendo… En realidad, no podía ni respirar. Y en vez de ocuparme de la milanesa tuve que tragar una amargura y una tristeza que me alcanza para el campeonato del mundo. Me senté a la mesa de nuevo buscando las palabras para explicarles a los míos que me había quedado sin trabajo, que la empresa en la que trabajé 21 años había tomado la decisión de despedirme así, de forma anónima, con un papel en manos de un desconocido.

¿Robé algo?; ¿fui un irresponsable?; ¿me «comí» algún viático?; ¿provoqué alguna crisis en el diario con alguna columna (digo, cuando me permitían escribirlas)?; ¿ofendí a alguien?. Yo, como persona, ni siquiera importé lo suficiente como para que alguien, dentro de la empresa, me llamara para tomar uno de aquellos famosos cafés «Testa» (guarda que en cualquier momento esa variedad puede aparecer en la máquina del pasillo), que anunciaban la partida inexorable.

De todos modos, la forma es apenas una situación decorativa, que posiblemente sirva para tomar conciencia de cómo son y van a ser las cosas.

Si es cierto que las malas noticias se dan rápido, LVI lo hizo: anoche (por el domingo 11 de noviembre), después de terminar con el trabajo en la edición de las páginas de la sección, muchos me dijeron «hasta mañana» y hoy pasó lo que pasó. Me quedé sin laburo a los 42 años y el equipo de fútbol de la Redacción, sin arquero (aunque, pensándolo bien, tal vez eso sea una buena noticia).

¿Saben qué? Cuando entré a La Voz, el 14 de setiembre de 1986, supe que ése iba a ser mi lugar por mucho tiempo. Me mandaron a cubrir un partido entre Las Palmas y Huracán, en una cancha polvorienta, pero para mi era como ver la final de un Mundial en el estadio más lindo del mundo. Había saltado de las aulas de la facultad al «monstruo» más poderoso de la prensa gráfica del interior del país, sin escalas, sin pasar por las «divisiones inferiores». Nada: directo. A la cancha.

Traté de defender mi lugar con decencia y mi espacio buscando mejorar. Me encontré con maestros, del periodismo como Angel Stival, y de la vida, como el Paisano Di Palma, Carlitos Castellanos y Marcelo Godino. Tuve, además, compañeros generosos (no los nombro porque me voy a olvidar de alguno), con los que compartí la hermosa experiencia de crecer aprendiendo de los errores y disfrutando de los progresos.

Aprendí de todos y de todo, incluso a escribir, pero fundamentalmente a mirar con respeto a los demás. Más allá de las tiras y de los sueldos, de las jerarquías o los prestigios. Respeto. En otra época significaba algo.

Un día creí eso de que «la empresa éramos todos». En serio, lo creí. En cada brindis, en cada aniversario, en cada discurso y en cada una de las fiestas Estímulo que tuve el privilegio de animar desde el escenario en las últimas ocho ediciones, como cabeza visible de mucha gente que trabaja todos los años de manera silenciosa y anónima.

Lo que no me dijeron, o no alcancé a comprender, es que «la empresa éramos todos» hasta que dejábamos de serlo. No sé bien cómo es pero, en un instante, LVI logra convertir a un miembro de la familia en un ser que no merece ninguna consideración. Entonces un tipo como yo, posiblemente un periodista mediocre y un incurable traficante de bromas, debía ser tratado como una basura. Sin sentimiento alguno: fuera, que no entre, que no vuelva. Que se entere por un papel. Ayer (por el lunes 12 de noviembre) me cortaron el acceso a los correos del diario sin que pudiera espiarlos… ¿Tan delincuente soy?

Nunca pedí privilegios, sino trabajo. Que me dieran la posibilidad de defenderme trabajando, haciendo lo que sé hacer. Pero ya está. Tengo que aprender a vivir de otra manera. En una de esas hasta puedo cenar con mi familia. O la bendición de ver despiertos a mis hijos. O hasta la chance de conocer qué es el famoso «fin de semana», del que muchos hablan y yo (como muchos ahí) no tenemos ni noticia.

Quiero agradecer desde el alma todas las muestras de solidaridad y de apoyo recibidas en estas pocas horas. A todos, a mis compañeros, a mis amigos e incluso a quienes no lo fueron ni lo serán, pero con quienes logré construir una relación adulta y de tolerancia.

En La Voz del Interior aprendí a ser periodista y muchos me ayudaron a ser un aspirante a persona decente. Lo que jamás imaginé es que me iban a condenar a irme de esta manera tan desagradable.

El miércoles nace mi hija. Espero que su llegada me ayude a recuperar la sonrisa.

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