«Se obtiene un «ideal tipo» al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y encadenar una multiplicidad de fenómenos aislados -difusos y discretos – que se encuentran en mayor o menor número y que se ordenan según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento […]
«Se obtiene un «ideal tipo» al acentuar unilateralmente uno o varios puntos de vista y encadenar una multiplicidad de fenómenos aislados -difusos y discretos – que se encuentran en mayor o menor número y que se ordenan según los precedentes puntos de vista elegidos unilateralmente para formar un cuadro de pensamiento homogéneo»
Max Weber
Nuestra realidad social es sumamente compleja. Resulta difícil pensar y hablar al respecto, especialmente si uno quiere acceder a las raíces de los problemas. Permítanme apelar a una estrategia propuesta por el filósofo Max Weber1: un modelo tipo ideal2, una descripción, tan clara y enfática como se puede, de una posibilidad. Describamos una manera posible de explicar nuestra realidad sacrificando precisión factual en aras de una visión global.
Se ha consolidado la escuela del rentismo Venezolano3. Allí se sostiene que en Venezuela todo valor material o económico es ficticio, pués ha sido pagado, en alguna medida, por dinero mal habido de la renta petrolera. El crudo, explican, es un bien cuya producción tiene un costo básico de unos 4US$ por barril. Sin embargo, ese barril es vendido a los extranjeros a cerca de 100US$. El margen de ganancia es de dos órdenes de magnitud sobre el costo. Esto, según la escuela, constituye una afrenta que los Venezolanos causamos a los ciudadanos de los otros países, conciudadanos globales, que «están obligados» a adquirir nuestro petróleo. Es una afrenta o agravio que se ha repetido, impenitente según ellos, durante casi 100 años.
A todos nos gusta creer que no se puede pecar sin consecuencias. Seguramente hay gente que quisiera ver que ese agravio a nuestros conciudadanos globales no queda impune. Quizás no sea el castigo esperado por ellos pero, según otros, ese agravio ya ha tenido un efecto penalizador sobre la psique de los Venezolanos. Se trata de una especie de excepticismo intuitivo acerca de los valores económicos: los Venezolanos no creemos o no podemos creer en el valor de lo económico. Y, desde luego, esto implica que nuestra economía está condenada al desastre.
Según la escuela, los Venezolanos no producimos suficiente valor económico. No tenemos manera de justificar el nivel de vida que paga el petróleo. Y, muy en el fondo, lo sabemos.
Lo sabemos, pero, como niños malcriados, en lugar de optar por soluciones reales, nos enfrascamos en una lucha por el tesoro de los 40 ladrones.
Nuestra gente no sabe producir «cosas» que se puedan vender a un precio siquiera cercano a un retorno que justifique nuestro estatus. Por ejemplo, no hacemos suficientes pocetas para atender nuestra propia demanda. No podemos preparar ciertas sustancias esenciales en una buena alimentación. No podemos, ni siquiera, construir un bolígrafo, pués no tenemos tecnología instalada en el país para hacer la bolita. Cualquier producto que requiera cierta capacidad tecnológica (juguetes, electrónicos, piezas ópticas, miniaturas, compuestos bioquímicos, hardware integrado y, claro, software extra-complejo) está lejos de nuestro alcance y, peor aún, nos deslumbramos fácilmente con soluciones ruidosas disfrazas de «ensambladoras» que apenas contribuyen con lo cosmético.
Lo mejor que los Venezolanos hemos aprendido a hacer es aparentar. Es una habilidad crucial, evolucionada por pura selección natural en el ambiente de la guerra fraticida por la renta petrolera. Fraticida porque nuestro objetivo es acabar con el competidor local. Mientras menos seamos, mejor rendirá la renta. Que se mueran en los hospitales. Que se maten en la calles y barrios. Que se aplasten en las carreteras plagadas de borrachos conduciendo. Todo eso conviene («menos perro, menos pelo, menos pulgas»).
Nuestro esfuerzo intelectual se concentra en buscar estrategias para plantarse frente al gobierno, administrador de la renta por conveniencia nacional (pues lo elegimos entre todos y lo desbordamos entre todos), con una buena excusa (aparente) para exigir una buena tajada. Todos aspiramos a trabajarle al Estado. Bien como servidor público, con toda la estabilidad que conlleva (a cambio del fastidio de tener que aparentar que le sirve a otros). Bien como «servidor privado» pero con contratos públicos garantizados.
Los (aparentes) servidores públicos tienen su propia estrategia de apropiación de la renta. En cada institución pública se ha instaurado un sistema de baremos para evaluación del personal que establece dos exigencias básicas: aparentar (que se hace) y aparentar (que se logra). Con eso es suficiente para que cualquier empleado público ascienda por el escalafón y gane cada vez más (ascender es idéntico a ganar más, identidad típica de la burocracia), simplemente por envejecer.
Los «servidores privados» siguen otra estrategia. Ellos saben que pueden compensar por la falta del contrato estable con una red de relaciones que les garantiza que serán contratados una y otra vez, incluso por hacer lo mismo y con márgenes de ganancia tales que les permiten congraciarse fácilmente con la red de relaciones.
¿Competencia para seleccionar a quien mejor puede resolver cada problema?. Sólo en aparencia, claro está. Es más fácil competir cuando hay un compadre en el jurado y, después de todo, la competencia va en contra del espíritu del viejo socialismo.
Este es un bosquejo (un tanto sensacionalista, admito) de un modelo ideal weberiano de la realidad Venezolana inspirado por la escuela del rentismo.
Los modelos son siempre aproximaciones a la realidad. En este caso es claro (para mí) que no todos los Venezolanos se comportan como allí se explica. Ni siquiera la mayoría, podría agregar.
El modelo, sin embargo, explica muy bien la conducta de muchos Venezolanos «en posiciones claves» e, inclusive, nos permite predecir cuál será su respuesta a cualquier acción (deliberada o no) que amenace «su» realidad: la rechazarán y serán muy efectivos haciéndolo mientras el petróleo siga fluyendo por nuestros oleoductos.
Confrontar o contradecir ese modelo, no obstante, requeriría un esfuerzo enorme, sistemático, a través del tiempo y el espacio (y, desde luego, con muchas personas involucradas si aspiramos al caracter objetivo).
Acá yo me propongo otras cosas: 1) complementar el modelo con las que creo sus creencias subyacentes y 2) hacer una predicción que se cumpliría si el modelo fuese válido. Advierto que mi impresión a priori (subjetiva dirían) es que la predicción ya se está cumpliendo para desdicha de quienes creemos en una sociedad de justicia y una basada en el acceso libre al conocimiento. Advierto también que al hacer lo primero introduciré un giro de suma complejidad en esta trama: el modelo absorbe a su modelista.
Trabajar por los demás es más difícil que trabajar por uno mismo. Esto es un hecho, aún cuando uno conceda que corresponde a una condición epocal propia de una cultura forjada en el egoísmo. Pensando en los resultados de la reciente consulta referendaría en Venezuela, viene a mi memoria una propagada, en forma de calcamonías (stickers) verdes, que pegaron los partidarios (¿copeyanos?) de la oposición y que decía: «Lo mío es mío». La oración es de un simplismo vacío. Sin embargo, parece que fue suficiente para invocar a los fantasmas de la cooperación forzosa, la igualdad injusta y la pérdida de la identidad, sembrados en nuestras mentes por cien años de propaganda anticomunista.
Sin ánimo de excluir otras causas, mi impresión es que fueron dos las que determinaron la derrota minimal de la propuesta presidencial en el referendum del 2 de Diciembre del 2007 en Venezuela: 1) El terror a que el Presidente se «eternizara» en el poder y 2) El terror a que Venezuela se convierta en una sociedad comunista en la que «lo mío no será mío» o, mejor dicho, en la que nadie será dueño de nada porque el Gobierno (con «su» burocracia) podrá disponer de todo y de todos.
Pero son pocos, muy ilustrados eso sí, los que (apenas) dejan ver un auténtico terror al socialismo y odian a Chávez por enarbolar la bandera que ellos consideran anti-natura: la solidaridad como sistema político determinando lo económico (y no al revés). Conozco unos que, inclusive, manifiestan que Chávez es un desastre porque revierte el «proceso correcto» de transferencia «hacia afuera» de la renta petrolera. Renta que los Venezolanos «aprovechamos» únicamente porque nacimos encima del pozo, pero que «pertenece realmente» a (los hijos de) los inventores de la tecnología.
Esta es, quizás, la interpretación mas agresiva posible del concepto de propiedad intelectual que reclama para los hijos del primer mundo el derecho a explotar a su antojo las materias primas de todo el planeta porque ellos (es decir, algunos de sus padres) descubrieron cómo hacerlo. Allí se cuentan los venezolanos que quieren el petróleo a 7 dólares el barril (o a menos, pues producirlo «sólo cuesta» 4 dólares), como estaba al llegar Chávez y nunca por encima de 100 como está ahora.
Existe una razón final para esa fobia antisocialista que conecta muy bien con ese modelo del infame rentismo Venezolano. La razón final es que ese principio de propiedad intelectual es la única garantía para la innovación salvadora, pués el genio humano tan sólo responde al deseo del lucro o de beneficios para el individuo (Trabajar por los demás es más difícil que trabajar por uno mismo. Si quieren mi genio, quiero una mejor tajada).
Esta creencia en la propiedad intelectual dura como condición para la innovación salvadora parece ser el corazón de ese modelo de superación de la Venezuela rentista. Simplificando, la secuencia del razonamiento es: propiedad intelectual dura garantizada -> prosperidad personal garantizada -> iniciativa e innovación para remontar el rentismo -> ganancias e ingresos no petroleros para Venezuela -> prosperidad (económica) para Venezuela. De allí que, cerrando toda otra posibilidad, sin garantía de propiedad intelectual dura, la única relevante en estos tiempos de la sociedad del conocimiento, nunca llegaremos a la prosperidad económica, también la única que importa. Entretanto, aquellos venezolanos seguirán comportándose como dice el modelo. En procura de la prosperidad personal y sujetos a una burocracia que, supuestamente, no respeta sus mas elementales derechos de propiedad (intelectual o no), seguirán siendo los niños malcriados que describe el modelo. Bien por convicción. Bien por imitación.
En ese contexto, cualquier iniciativa que pretenda revisar, incluso superficialmente, el concepto de propiedad intelectual (cómo ocurre con el esfuerzo de promoción del Software Libre) se enfrentará con esa tecnología de la apariencia que hemos perfeccionado en Venezuela. Haremos cualquier cosa para aparentar que estamos haciendo lo que nos pide el gobierno repartidor de renta y así no comprometer nuestra porción. Pero, tras bastidores, aquellos que comparten las creencias del modelo (muchos de ellos en el gobierno) harán todo lo posible por socavar esos esfuerzos. Y, claro, tendrán éxito, pués contarán con el apoyo de la desidia esencial en nuestro sofisticado sistema de apariencias, además de la inspiración de sentirse defendiendo sus derechos humanos fundamentales. Esa es la predición.
Si este modelo de la sociedad rentista, que modela también a sus individuos, se probara falso, muchos se atreverían a pensar en un modelo alternativo de conducta humana. Por ejemplo, uno que privilegie lo social sobre lo económico, como cacarean constantemente desde el gobierno actual. Pero sin acciones exitosas que desafíen esa noción dura de propiedad intelectual (en la que algunos creen y a la que otros simplemente atienden por conveniencia), ese otro modelo no tiene ningún chance.
Copyright © 2007. Jacinto Dávila. El autor se reserva el derecho llamarse autor de este texto y asume la responsabilidad por sus opiniones. El texto puede ser distribuido sin ninguna otra restricción implícita o explícita.