Damos vueltas sobre Buenos Aires. El espacio aéreo está lleno de aeronaves, todas esperando, como la nuestra. El piloto explica que es culpa del humo, palabra que escucharé a menudo durante la semana siguiente. Una hora y media después estoy en tierra firme, la cabeza me retumba, respiro el humo. La portada del diario Clarín […]
Damos vueltas sobre Buenos Aires. El espacio aéreo está lleno de aeronaves, todas esperando, como la nuestra. El piloto explica que es culpa del humo, palabra que escucharé a menudo durante la semana siguiente.
Una hora y media después estoy en tierra firme, la cabeza me retumba, respiro el humo. La portada del diario Clarín muestra a alguien sofocándose y declara: «La peor contaminación atmosférica de la historia».
Algunas cosas, como sobredimensionar, no han cambiado en Buenos Aires. De todos modos, es difícil no pensar en la primera vez que vine. Era enero de 2002. La economía acababa de derrumbarse, los bancos habían bloqueado las cuentas de sus clientes y los argentinos acababan de echar a cinco presidentes en tres semanas. Entonces también había humo, pero provenía de las fogatas callejeras.
En el lapso de una hora tengo tres teorías que intentan explicar el humo. 1) Es una protesta política de los granjeros, que prendieron fuego a sus cosechas para protestar contra un nuevo impuesto a las exportaciones de soya. 2) Es el gobierno, que prende fuego a los cultivos para que la opinión pública se ponga en contra de los granjeros después de que se pusieron en huelga contra el impuesto a la exportaciones. 3) Puede que sean los granjeros los responsables de prender el fuego, pero es culpa del gobierno, que deliberadamente rehúsa extinguirlo.
La verdad, aprendo más tarde, es que los fuegos son resultado de un cambio radical en la economía argentina. Este país solía centrarse en las vacas alimentadas con pasto, criadas por los famosos cowboys del cono sur, los gauchos. Pero la acelerada expansión de la producción de soya, debido a los elevados precios y a la gran demanda en China, ha orillado a los rancheros a ocupar tierras nuevas y cada vez más pequeñas. Queman los pastizales para renovar la tierra rápidamente, pero este año, debido a una sequía, los fuegos se extendieron sin control. Si sumamos los fuertes vientos, se explica el humo en Buenos Aires.
Es un símbolo poderoso: los orgullosos gauchos sofocados por la soya. Argentina sí que está cambiando.
Esta semana, la soya no es la única fuerza que desplaza a los vaqueros; también lo hace la Feria del Libro de Buenos Aires, la razón de mi viaje. La feria se lleva a cabo en La Rural, enormes terrenos usados para exposiciones agrícolas, donde los terratenientes argentinos subastan, desde hace más de un siglo, su ganado de alta calidad. La feria del libro transformó el lugar, cubrió los mugrosos pisos con alfombras rojas e instaló elegantes puestos. De vez en cuando llega el olor a estiércol. Nosotros, los escritores, preferimos no mencionarlo en nuestras presentaciones.
Aparte del humo, se notan muchos otros cambios en esta ciudad. La última vez que estuve aquí, las tiendas estaban vacías, en las calles había protestas y el Fondo Monetario Internacional (FMI) mandaba. Esta vez Argentina ya no le debe al FMI, la economía prospera y, en el lejano Washington, el FMI se enfrenta a su propia crisis de la deuda, provocando un autoimpuesto ajuste estructural: la organización despide a cientos de sus empleados y echa mano de sus reservas en oro.
Hoy hay menos grafitis que digan «yanquis, regresen a casa» y más… yanquis. El quiebre del mercado en Argentina, en 2001, se debió, en buena medida, a la política monetaria que fijó la paridad del dólar y el peso. La economía estaba demasiado débil para mantener la ilusión, y la moneda se derrumbó. Esta vez, buena parte del auge proviene de que la economía estadunidense está en crisis y el dólar está débil. Buenos Aires, con sus magníficos cafés y sus diseñadores de vanguardia, ganó una reputación entre los vacacionistas estadunidenses como la Europa en descuento: el París barato.
En la feria del libro, alguien del público me preguntó si creía que debería vender sus dólares. Lo acusé de ser un capitalista del desastre, de aprovecharse de la economía estadunidense en sus tiempos de crisis. En este país en el que tantos desastres -golpes de Estado, hiperinflaciones, deuda- han sido oportunidades para que los extranjeros obtengan superganancias, el comentario provoca una buena carcajada. «A la Escuela de Mecánica de la Armada», le decimos al taxista. «¿Por qué van a la ESMA?», pregunta. «Porque ahí estamos filmando.» Durante un minuto me da la impresión de que nos va a bajar del coche. Opta por quedarse con su tarifa, pero mantiene un furioso silencio durante todo el viaje.
Entre uno y otro evento del festival, comienzo a trabajar en un documental de mi libro La doctrina del shock, dirigido por Michael Winterbottom y Mat Whitecross, el equipo que hizo Camino a Guantánamo. Esta vez vamos a retomar ese camino unas décadas antes, en Argentina y Chile de los años 70. El centro de tortura de la época más tristemente célebre fue la ESMA, escuela naval convertida en prisión clandestina. Según grupos de derechos humanos, ahí fueron torturados cerca de 5 mil desaparecidos; la gran mayoría fueron asesinados.
En 2002, los militares todavía controlaban la ESMA, mientras que los grupos de derechos humanos, como las Madres de la Plaza de Mayo, estaban marginados del aparato institucional argentino. Personas como mi taxista, que negaban la existencia de la mayoría de los crímenes, aún influían en los debates públicos. Los amigos y los familiares de los desaparecidos recordaban a sus amados con letreros de protesta, vigilias a la luz de velas y fantasmales esténciles pintados sobre las banquetas y las paredes.
Las cosas definitivamente han cambiado. Ahora Buenos Aires tiene un muro conmemorativo oficial, construido a base de 30 mil ladrillos individuales; cada uno representa a uno de los desaparecidos. El monumento fue develado hace menos de seis meses por el entonces presidente Néstor Kirchner. La versión de la historia resguardada por las madres, las abuelas y los hijos de los desaparecidos al fin comienza a ser parte de la historia aceptada de Argentina.
Vemos el cambio más drástico cuando llegamos a la ESMA, ahora controlada por grupos de derechos humanos que transforman las casas embrujadas en un nuevo tipo de escuela, enfocada en el tipo de país que los desaparecidos, la mayoría activistas de izquierda, trataban de construir cuando fueron aniquilados.
Siempre habrá quienes nieguen las atrocidades que aquí sucedieron. Pero el pasado, en Argentina, finalmente se va aclarando, a pesar del humo.
© 2008 Naomi Klein.
Autora de La doctrina del shock, www.naomiklein.org.
Traducción: Tania Molina Ramírez