La incorporación de inteligencia a los procesos productivos y a los bienes finales -la tecnología- suele quedar expuesta a evaluaciones prejuiciosas o superficiales. En efecto, es inexorable que sea una fracción pequeña de la sociedad la que incursione en el desarrollo de aspectos tecnológicos y por su aplicación al agro, la industria o los […]
La incorporación de inteligencia a los procesos productivos y a los bienes finales -la tecnología- suele quedar expuesta a evaluaciones prejuiciosas o superficiales. En efecto, es inexorable que sea una fracción pequeña de la sociedad la que incursione en el desarrollo de aspectos tecnológicos y por su aplicación al agro, la industria o los servicios. Sin embargo, tal aplicación afecta la vida de todos y cada uno de los miembros de la comunidad. De manera positiva o de manera negativa, pero afecta. Por lo tanto, todos tenemos derecho a opinar pero en algunos casos lo hacemos con poco fundamento.
Esto es bastante inevitable y en todo caso es responsabilidad central de quienes conocen el tema buscar todas las maneras posibles para que el resto de los ciudadanos acceda a la mejor información. Sin embargo, en rigor, este sesgo del poco o mal fundamento opinativo tiene una contra cara aún más grave. Sucede cuando la tecnología afecta nuestras vidas, lo hace de una manera controvertida o francamente dañina, y ni siquiera nos damos cuenta.
Veamos algún ejemplo, eligiendo la siembra directa en grandes extensiones. La siembra sin un laboreo previo o con laboreo mínimo ha sido pensada e implementada por agricultores con variada base científica desde hace muchísimos años, con un objeto conservacionista. Como criterio general, puede reducir hasta eliminar la erosión; puede preservar los procesos naturales de nitrificación y formación de humus del suelo; ahorra energía; en síntesis: permite llevar adelante cultivos de manera armoniosa con el hábitat, adaptándose a aquello que la naturaleza viene haciendo hace centenares de miles de años. Claro: en superficies a escala humana y sin aplicación de grandes máquinas ni arsenales químicos. Es más: en la primera mitad del siglo XX, la labranza mínima era una de las banderas contra el uso de fertilizantes artificiales en gran escala.
Hasta que llegó otra mirada tecnológica. Una gran corporación americana advirtió que podía tomar a su favor el valor cultural de la conservación del suelo, pero rediseñó por completo la idea de la labranza cero. Para la tecnología «Monsanto» el suelo es sólo un soporte para los cultivos. Todo lo demás viene de afuera: se aplica un herbicida total de contacto, que al menos cuando se lo diseñó, eliminaba toda vegetación a la que alcanzara; se utiliza una semilla resistente a ese herbicida obtenida por transgénesis, modificación genética que consiste en insertar genes de otra especie para obtener una característica determinada, en este caso, la resistencia al herbicida glifosato; se aplican fertilizantes nitrogenados o fosfatados como para cubrir la totalidad de la demanda del cultivo. Falta solo el sol y la lluvia. Incluso esta última se reemplaza por sistema de riego en gran escala. El resultado tiene sólo algunos puntos en común con los conservacionistas. Porque el herbicida total afecta la microfauna, las abejas y los pájaros, además de las personas, en los frecuentes casos de uso desaprensivo; porque el exceso de fertilizantes no procesado migra hacia los cauces de agua y los contamina con vegetación acuática no deseada; porque aparecen plagas resistentes al cóctel químico, que hace que las dosis aumenten y aumenten. Los rendimientos por hectárea aumentan. Pero, en rigor, lo hacen casi como sucedería en un cultivo hidropónico, donde sin tierra se agregan todos los nutrientes necesarios. El tiempo dirá si este es el modelo que realmente el mundo necesita.
Existe otro componente -el menos visto- de la nueva tecnología. Al reducirse la potencia necesaria por hectárea -porque no se mueve la tierra- se produjo la paradoja que el tamaño de los equipos aumentó, pero con el objetivo de trabajar mucho mayores superficies que las tradicionales, en igual tiempo. Mediante este «paquete» tecnológico (gran maquinaria, herbicidas totales, semillas modificadas genéticamente para resistir al herbicida) se posibilitó así que muy poca gente trabaje grandes extensiones; el empleo productivo disminuye, su costo también. En cambio, el costo y la dependencia con respecto a este paquete tecnológico, patentado y controlado de modo concentrado por grandes corporaciones, aumentó.
El efecto inmediato fue el gran aumento del capital necesario para ser contratista de labranza y la posibilidad de que grandes capitales financieros accedieran a cultivar la tierra, ocupando a esos contratistas y arrendando predios. Cultivar es un decir: accedieron a hacer negocios con la tierra, de forma tal que los inversores normalmente no saben ni en qué provincias están los campos que se siembran. Como sucede en cualquier «fondo de inversión», los dueños del capital (en muchos casos pequeños ahorristas, jubilados), quedan completamente desvinculados e ignorantes de la aplicación productiva de sus dineros; sólo deben preocuparse por la seguridad de su inversión y la maximización de su renta.
El efecto en cascada es ya conocido. La compra centralizada de insumos y la comercialización igualmente centralizada de los productos finales quebró el tejido comercial e industrial de cada pueblo, amplificando el efecto negativo de la menor ocupación directa sobre la tierra. Los actores financieros y económicos para esta transformación estaban disponibles o aparecieron en el camino. Pero fue la tecnología la que permitió el cambio.
La tecnología no es neutral, y quienes la hacemos, querramos o no, tampoco somos neutrales; tampoco podremos alegar inocencia. No basta conocer un tema a fondo para ser útil a la comunidad. Para que esto suceda importan los resultados finales sobre la vida de los ciudadanos. Todos los resultados. El ejemplo desarrollado, que puede multiplicarse en otros ámbitos de la salud, de la tecnología militar o del uso de Internet, entre tantos, nos obliga a pensar más allá del resultado inmediato. Más allá del negocio. Hay un solo espacio válido: el de la vida de todos. Allí importa -y mucho- la tecnología, pero controlada por nosotros mismos y al servicio de todos los compatriotas.
Enrique Martinez es presidente del INTI (Instituto Nacional de Tecnologia Industrial de la República Argentina)