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Epitafio para la oligarquía

Fuentes: ALAI AMLATINA

A pesar de las tensiones reales y de las apariencias mediáticas, lo que está en juego en Bolivia no es la capacidad del proceso popular y de la administración de Evo Morales para resistir los embates de la reacción, sino las posibilidades reales de la oligarquía para reciclar su magro capital político e insistir en […]

A pesar de las tensiones reales y de las apariencias mediáticas, lo que está en juego en Bolivia no es la capacidad del proceso popular y de la administración de Evo Morales para resistir los embates de la reacción, sino las posibilidades reales de la oligarquía para reciclar su magro capital político e insistir en la oposición de oficio, la violencia primitiva y la opción separatista.

No hay en el mundo un gobernante electo según los preceptos de democracia liberal, que se haya relegitimado de modo tan contundente. Más de dos años después de ser electo con el 53% de los votos, en medio de una convulsa situación creada por el auge de la violencia reaccionaria, los sucesivos eventos separatistas y el intenso fuego mediático, Morales se somete a revocación y recibe el 67% de los votos para la continuación de su mandato y la ratificación del proceso de cambios que encabeza.

En ninguno de los departamentos separatistas en los cuales, a pesar de las turbas exaltadas, el presidente Evo Morales alcanzó votaciones elevadas, pueden exhibir un aval semejante, sobre todo porque una Nación no es una yuxtaposición de entidades locales, sino uno de aquellos casos en los que el todo es más que la suma de las partes.

Cuando, según un principio de la politología, el ejercicio del poder, las expectativas no cumplidas y la explicable impaciencia de quienes han esperado siglos por su redención y los costos de la inexperiencia que da el debut, debieron erosionar en alguna medida la popularidad del presidente y su equipo, ocurrió exactamente lo contrario.

Los hechos están probando fehacientemente que en Bolivia no se trata ahora sólo de un líder carismático que logra arrastrar multitudes ni de un radical que fanatiza con apelaciones extremas, sino de un proceso que tiene lugar en una sociedad, aunque pobre, que ha madurado políticamente, sabe lo que quiere y como conseguirlo. Aunque algunos sectores, la Central Obrera Boliviana, así como elementos de la juventud y la clase obrera, asumen comportamientos erráticos, en su conjunto, el pueblo boliviano no ha podido ser confundido ni atemorizado.

Antes de la elección de Morales, la altura política de la sociedad boliviana se manifestó en la comprensión de la necesidad de recuperar la soberanía sobre los hidrocarburos, la estructuración de los movimientos sociales, en la capacidad para ensamblar ciertas reivindicaciones indigenistas con los procesos nacionales, en una mejor comprensión del tema del cultivo legal de la coca y en la resuelta resistencia ante las dictaduras y los corruptos gobiernos neoliberales de las ultimas décadas.

A la fortaleza del movimiento popular se suma la serena y firme conducción del presidente Morales, que ha dado muestras de una condición de estadista que ha desarmado a sus rabiosos adversarios que no encuentran manera de provocarlo y en su soberbia racista, desbordan los límites que los conservadores más razonables pueden aceptar, simplemente porque no logran que el presidente responda a la violencia con violencia ni a la diatriba con diatribas.

La posición de Evo Morales de aplicar la nueva Constitución Política del Estado, integrando en ellas las demandas de carácter autonómico que sean lógicas, respondan a reivindicaciones legítimas de los pobladores de determinadas regiones y no contradigan los intereses de la Nación y del pueblo boliviano en su conjunto, desarma a los oligarcas que más que en argumentos de naturaleza política, se apoyan en actitudes chantajistas, en proclamas racistas y en exaltaciones separatistas.

En realidad en el planteo actual, salvo un exabrupto reaccionario que provoque un estallido de violencia o la injerencia extrajera, con sus actuales posiciones y con su convocatoria localista y antinacional, la oligarquía boliviana, carece de futuro. En la política moderna, la euforia como tampoco la violencia hacen fuerte y firme un proceso ni la intransigencia legitima a los liderazgos. Un error en que la oligarquía boliviana puede estar incurriendo es en un comportamiento desfasado. Los primitivos ahora no son los indios.

La actual situación me ha recordado que antaño, en los pueblos de tierra adentro donde los entierros eran un suceso social, al paso del cadáver, los mayores invocaban una fórmula: «Que en ella se disuelva» para pedir que con el muerto se enterraran las desdichas. Pese a su capacidad para alborotar e incluso para poner en riesgo el proceso, en Bolivia como en toda Sudamérica, la oligarquía está moribunda y ya existe para ella un generoso epitafio: «Que en ella se disuelva y le sea leve la tierra».