Tanto a nivel nacional como internacional la creciente ola de violencia relacionada con el narcotráfico que existe en varias zonas de México se ha convertido en una de las principales características que configuran la imagen del país. Se ha llegado al punto de advertir la posible «colombianización» de México o su entrada en la categoría […]
Tanto a nivel nacional como internacional la creciente ola de violencia relacionada con el narcotráfico que existe en varias zonas de México se ha convertido en una de las principales características que configuran la imagen del país. Se ha llegado al punto de advertir la posible «colombianización» de México o su entrada en la categoría de «Estado fallido». Sea esta percepción real o una mitificación, lo cierto es que ha justificado por parte del gobierno de Felipe Calderón una serie de respuestas centradas en la «mano dura» llegándose a considerar al narcotráfico no ya un problema de seguridad pública sino uno de seguridad nacional. Se le ha declarado la «guerra» al narco, optando por jugar la carta del recurso de excepción como la regla: el uso las Fuerzas Armadas para combatir la delincuencia. Sobre esto vayan unas consideraciones críticas:
Seguridad nacional, seguridad pública, y narcotráfico: cambiando el nombre del problema
Dejando de lado el debate sobre si la razón de Felipe Calderón para echar mano del Ejército haya sido la necesidad de dotarse de una legitimidad por medio de golpes de mano mediáticos o no, el tema que quiero tratar aquí es que para justificar el uso del Ejército en materia de lucha contra el narcotráfico es necesario convertir un tema de seguridad pública (delincuencia) en un asunto de seguridad nacional: ¿cuál es la raíz de este malabar dialéctico? Tal parece que dicha raíz es oscura e incómoda, porque es ajena y en buena medida impuesta a los gobiernos latinoamericanos por los Estados Unidos.
La relación entre narcotráfico y seguridad nacional no es sencilla ni espontánea, ni ha sido siempre algo que va de suyo, de sentido común. Más bien es algo bastante reciente. De hecho, hasta hace veinte años a nadie se la habría ocurrido que el «narco» era un tema de seguridad nacional, es decir, que atenta contra la soberanía y/o la integridad territorial de un Estado y que contra éste fuese necesario (o conveniente) utilizar a las Fuerzas Armadas.
Tradicionalmente la principal amenaza para la soberanía y la seguridad nacional en un país ha sido la posibilidad de un ataque de un enemigo exterior. Esto es natural en un escenario que se concibe como protagonizado casi exclusivamente por el Estado- nación. En consecuencia el Ejército latinoamericano estaba reservado para la Defensa contra una agresión de ese hipotético enemigo exterior.
Pero esto empieza a cambiar una vez que los gobiernos latinoamericanos se acomiden a acatar dos directrices norteamericanas: la primera es la aplicación de la noción del enemigo interior en sus respectivos países. Un concepto que fue acuñado para justificar la entrada del Ejército en una guerra contrainsurgente diseñada para eliminar a los opositores revolucionarios de los regímenes autoritarios latinoamericanos que cazaba bien con la lógica de Guerra Fría y que causó tantas muertes y desapariciones forzosas entre la población de nuestro continente. Esta práctica y no otra es la que abre la puerta a la posterior entrada del crimen organizado y el narco como «nuevos enemigos internos» contra los que las FFAA deben luchar.
La segunda directriz americana raíz de que ahora parezca cosa de sentido común ligar narcotráfico con seguridad nacional es la sustitución del objeto predilecto de temor por parte de Occidente una vez derribado el Muro de Berlín: los miedos de la Guerra Fría (al comunista nacional y extranjero) se sustituyen convenientemente por un miedo más o menos difuso a otros sujetos, entre los que destacan el crimen organizado y el narcotráfico, partes esenciales del clima de inseguridad que se vive en todo el mundo, y gran sustento de políticas e industrias militaristas. Dicho esto, me parece que queda en entredicho el sentido común o la objetividad de la unión entre narcotráfico, ejército, y seguridad nacional.
Sin embargo, es posible que efectivamente haya un peligro real contra la seguridad nacional y contra la soberanía inscrito en el tema del narcotráfico. No es que los traficantes quieran apoderarse de partes del territorio o disputar el poder al Estado mexicano (los mayores expertos en narcotráfico en México como Luis Astorga o Jorge Chabat han hecho énfasis en lo improbable de este argumento). Tampoco es el de la posible alianza entre guerrillas y movimientos insurgentes con organizaciones traficantes. El riesgo que vemos es que la estrategia de lucha contra el narcotráfico, de confrontación frontal militar abra la puerta a una intervención militar extranjera. La partida de nacimiento de esta posibilidad está ya latente desde la «National Security Decision Directive» de 1986 en que el narco ya se concibe como un problema de seguridad para los Estados Unidos, con un componente muy cargado hacia el problema de la oferta, de los países productores latinoamericanos, lo que abre la puerta a posibles injerencias del Ejército norteamericano al estilo de Colombia. Y eso si es un problema para la soberanía.
Implicaciones de la llamada guerra contra el narcotráfico
Ahora bien, la particular guerra mexicana contra el narco, ¿qué implicaciones notables ha tenido o puede tener?
1. La pérdida del poder civil frente al castrense. La primera implicación de hacer de la intervención de las FF. AA. la regla en la lucha contra el narcotráfico es el lógico desequilibrio que crea entre el poder civil y el militar. El empleo del Ejército como consecuencia de la debilidad, ineficiencia o corrupción de las autoridades civiles o policiales es un mal remedio pues obstaculiza la evolución normal de las estructuras civiles del Estado y dota de un poder a los militares que puede debilitar el proceso democrático mexicano en un futuro. Esto es peligroso y nunca será baladí advertirlo. Resulta además muy paradójico que precisamente en los años de la «democratización» del país, mientras más democracia formal existe, más poder ganan los militares, que cada vez copan en mayor medida las instituciones de seguridad y procuración de justicia civiles. De hecho desde hace ya tiempo la autoridad civil ha venido actuando como supeditada a la militar (estirando interpretaciones de la Constitución de por medio). Y esto sin fecha de retirada: no hay plazo de retiro de los militares de estos puestos, ni planes concretos de formación de instituciones policiacas civiles y de procuración de justicia eficientes y que inspiren confianza para que ya no sea «necesaria» la participación militar.
2. Los problemas de ejecución y coordinación. El siguiente problema que implica el uso de las FF.AA. es que los militares no actúan con una lógica adecuada para el combate a la delincuencia y el trabajo policial en sus operativos: entrenados para allanar y matar, no siempre entregan a los individuos que violan las leyes (o a los sospechosos) a la autoridad competente, convirtiendo esta «mano dura» contra los traficantes en un asunto de castigo y venganza expedita, sin participación del aparato judicial, prácticamente en algo «extralegal». Se han creado además problemas de coordinación en esta lucha contra el narcotráfico, ya que se han desarrollado rivalidades entre policías y militares: hay falta de coordinación, y en algunos casos hasta enfrentamientos abiertos, que ponen en tela de juicio la efectividad de esta «guerra».
3. La (des)confianza y la violación de DDHH. Una de las justificaciones más utilizada en el tema del uso del Ejército es la tesis de la confianza, que se basa en análisis de opinión que muestran que la población considera a las Fuerzas Armadas (junto a la Iglesia) como una de las instituciones más confiables, a enorme distancia de la policía o los políticos. Pero una vez más, tomar acción con base en análisis precipitados ha conducido errores y problemas: aunque la percepción de confianza en las FFAA sea alta, esta institución (según la CNDH) se encuentra entre las tres que más violan los Derechos Humanos en México. Extraña confianza de la ciudadanía en un Ejército denunciado no sólo por nacionales sino por ONGs como Amnistía Internacional.
El gobierno en cambio, confía en ellos a pies juntillas: tanto que sigue dejando a los tribunales de la propia institución militar la vigilancia interna de los problemas de corrupción y violaciones de los derechos humanos en lo relacionado a la lucha contra la droga.
4. El mito de la «miasma», la incorruptibilidad, y los Zetas. La otra gran justificación para relegar de la lucha contra la droga a las fuerzas de seguridad civiles es la tesis de la «penetración» como argumenta Luis Astorga: en México el asunto del narcotráfico se observa como una «miasma» que hay que remover protagonizada por infiltrados a sueldo del narco en las instituciones del Estado, como si los traficantes hubiesen urdido un plan para colocar a espías en puestos claves de las Fuerzas de Seguridad, para así conocer sus movimientos y anticipárseles. Aunque no sea así y se trate más bien de funcionarios estatales que, proclives a la corrupción, son seducidos por la oferta de los criminales, el asunto de la corrupción es bien real, por lo que esta tesis hizo fortuna, y ha justificado la entrada del Ejército a la lucha antidrogas, pues es una institución que se ha estimado menos proclive a esta corrupción y penetración, gracias principalmente a sus controles internos.
Esta idea ha demostrado su falsedad y ha traído consigo otra consecuencia negativa de la «guerra» contra el narcotráfico encarnada la figura de los Zetas: esos pistoleros a quienes se ha mitificado al grado de hacerlos parecer una organización ubicua e invencible, y que son la materialización más reciente del miedo y la violencia en el país. Este grupo de pistoleros está conformado en principio por desertores de una fuerza militar de élite llamada GAFES (Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales), es decir, por elementos de la «incorruptible» fuerza armada del país que pasaron en su día a trabajar para la organización de Osiel Cárdenas Guillén.
La «guerra» contra el narcotráfico ha tenido así otro resultado adverso: sin quererlo ha dotado de más capacidad de fuego a los traficantes y ha plantado el germen del paramilitarismo en el país al incluir a ex militares de elite entre sus sicarios. El problema no es sólo que se ha llegado a la situación en que el Estado financia el entrenamiento de futuros delincuentes, sino que se llega al absurdo de que, a sabiendas de que entre las fuerza de élite militares ha habido y sigue habiendo miles de deserciones, no existe un programa de seguimiento a estos elementos una vez que abandonan la fuerza, por lo que el porcentaje de estos que se han pasado a trabajar como sicarios o traficantes se deja a la imaginación.
5. Su juego: el golpe que el narco aprovecha. Otra implicación, negativa, de la «guerra» de Calderón es simplemente el uso de una estrategia agresiva. Como apuntó hace poco Gutiérrez en la revista «Nexos» (Septiembre): con un gobierno débil, una política de intervención antidroga agresiva tienda a exacerbar y multiplicar la violencia. Es así por la capacidad de retaliación que tienen las organizaciones y porque esta política propicia conflictos entre e intracárteles. Si bien el grueso de la violencia la protagonizan las organizaciones traficantes luchando entre sí, también la acción del gobierno desempeña un papel importante en este brote: las reglas del juego las establece su acción o inacción, y la que ha hecho Calderón es una acción provocadora que ha puesto en marcha medidas que directa o indirectamente han incitado a la violencia.
Lo problemático es que el Gobierno está entrando en el juego de los traficantes: la detención de capos y los decomisos se han hecho en buena medida por información provista por cárteles rivales cuyo fin es iniciar una ofensiva justo en el momento en que comienza el conflicto intracártel propiciado por el arresto, muerte o decomiso. El Gobierno en su afán de erradicación por medio de la confrontación de hecho ha actuado como detonador o coadyuvante de los espirales de violencia de la lucha entre cárteles, y esto por la falta de labor de inteligencia e investigación de calidad.
¿Error y fracaso de la guerra?
Aunque según los índices oficiales tras las declaración de «guerra» ha habido avances en la lucha contra el narcotráfico, es decir, ha habido gran cantidad de detenidos y decomisos, la realidad es que la situación ha empeorado ya que hay mas decomisos y capturas por la simple razón de que hay mas producción, más diversificación del mercado y más cantidad de gente en el negocio. Además, la actividad y el poder de fuego de las organizaciones traficantes han aumentado tras la entrada del Ejército en el combate a la delincuencia.
Y era previsible: ¿por qué los militares mexicanos iban a triunfar en una batalla que llevan perdiendo los de Estados Unidos por casi un siglo? El problema, y de ahí la pertinencia de la crítica a la estrategia calderonista del uso de la fuerza y el Ejército, es que el plan de los gobiernos se ha centrado en lo militar y en lo policial, buscando la erradicación. Como escribe Luis Astorga, es más sensato buscar la contención y el mantenimiento ajeno a las estructuras del Estado. Pero para esto se necesita un plan que además contemple la prevención de consumo, educación, cultura de la legalidad, empleo, y cultivos alternativos. La estrategia de Calderón no pasa por ahi.
Sólo se salvarán aquellos que tengan alas para surcar el espacio, los de duro corazón, los que llevan en el alma el heroísmo; (y no) el gran Rebaño Humano, pacífico y estulto, la turba de siempre, plebe imbécil, anónimo montón, multitud, nada».