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Fuentes: hkkmr.blogspot.com

Dos lecturas on line son el origen de esta escritura, también on line. Una lectura es la del artículo de Juan Varela donde reflexiona sobre la década tecnológica que estamos a punto de dejar atrás, con especial atención a la frase: «ha sido la década de la cultura libre, el iPod, las consolas y, sobre […]

Dos lecturas on line son el origen de esta escritura, también on line. Una lectura es la del artículo de Juan Varela donde reflexiona sobre la década tecnológica que estamos a punto de dejar atrás, con especial atención a la frase: «ha sido la década de la cultura libre, el iPod, las consolas y, sobre todo, de la apropiación de la cultura y el entretenimiento por el público». La otra lectura es la de la noticia que dice: Google y Microsoft pagarán 25 millones de dólares a Twitter por «mostrar sus contenidos».

No entiendo el entusiasmo de Juan Varela, y de tantos otros periodistas, intelectuales o líderes de opinión, por el estado actual de Internet. Desconozco los motivos por los que una planilla virtual del mundo real se ve sin embargo aligerada del componente crítico que seguimos aplicando a su modelo. Internet ha revolucionado nuestra forma de aburrirnos, pero no nuestra forma de conocernos. Seguimos siendo ignorantes o cultos, snobs, racistas, obvios o engreídos, ricos y pobres, talentosos o enchufados, iguales a como éramos.

Cuando me inicié en el mundo de los blogs, se oía mucho la ilusionante amenaza: ahora, oculto en un nick, sin que nadie sepa quién soy, y con la posibilidad de decir en público lo que pienso, sacaré la verdad a la luz. Muchos incautos internautas pensaban que anonimato era sinónimo de lucidez, que por llamarse CasaArdiendo en lugar de Lucía López Lucía López iba a desfondar el paradigma intelectual de Occidente. Lo cierto es que tanto Lucía López como todos los demás enmascarados demostraron sólo una cosa: casi nadie tiene nada que decir.

Nada nuevo, nada nieztscheano, nada que cambie la vida de sus coetáneos.

El hecho de que cualquier persona pueda opinar «en público» gracias a Internet no aporta nada de por sí a nuestro propio conocimiento. Ninguna opinión localizable en la Red supera a las opiniones que podían encontrarse en el siglo XVIII: ningún internauta es más ácido que Jonathan Swift, ni más inteligente que Diderot. Ni siquiera alcanzan mayor difusión que ellos, ni que Xavier de Maistre o cualquier borracho hablando en una taberna de Dover. Es una ilusión consentida impíamente la de que escribir algo on line (como esto que yo ahora escribo) llega a más personas que si uno sale a la plaza y lo grita. La mayoría de los blogs los leen sus 50 amigos, y los visitan 34 despistados más que buscaban cualquier otra cosa en Google. Si existen blogs interesantes no lo hacen de una forma que, socialmente, supere la existencia de personas interesantes, libros interesantes, columnas de periódico interesantes. Intelectualmente, todo sigue igual: no somos mejores.

Es más, es peor: a mí, que soy un internauta medio, nadie de mi entorno (pongamos: 200 personas) nadie puede llegarme un día y hablarme de un blog que no conozca, de una web que no conozca, de un vídeo absurdo que no haya visto, de una noticia que no haya leído, de una situación que me desborde por nueva; de una foto que no tenga ya en la retina; y si, por casualidad, alguna de estas informaciones me resulta nueva, cuando llegue a casa y me conecte encontraré enseguida esa información esperándome en alguno de los cientos de blogs que controlo (en diagonal) gracias a un reader de bitácoras. La verdad desoladora es esta: todo el mundo ve las mismas páginas en Internet, lee las mismas noticias, visiona los mismos vídeos, las mismas series de televisión; la diferencia entre los usos de unos internautas y otros es imperceptible, como la diferencia que había, antes de Internet, entre unos televidentes y otros, entre unos lectores y otros, entre unos consumidores y otros.

Debería hacernos temblar la idea de que Internet represente la libertad absoluta, porque, si fuera así, desde luego que habríamos hecho un uso muy estrecho de esa libertad.

La gran estafa de Internet es la equiparación de webs y usuarios. Las webs son negocios privados: buscan hacer dinero. Su moneda de cambio es el tráfico que generan, el número de registrados que captan. Para lograr esto ofrecen un servicio atractivo, falsamente útil. Las empresas privadas de Internet no ofrecen un servicio atractivo para hacernos felices y mejores, sino para ganar dinero. Sin embargo, los opinadores del asunto obvian este hecho fundacional, y consideran que cualquier start up viene a socorrer nuestro desaliento existencial. Facebook no se creó para que todos fuéramos amigos, sino para que todos fuéramos de Facebook. Twitter no se creó para que todos dijéramos qué estábamos haciendo, sino para que no hiciéramos otra cosa que estar en Twitter. Y, una vez que estamos, una vez que somos de, las empresas privadas nos venden, venden nuestras fotos, venden nuestras frases, venden nuestra voluntaria comparecencia. Y lo hacen sin permiso, sin oposición. Entre aplausos.

Seguramente tú lo entiendes: yo no.

No entiendo que el Gobierno, elegido democráticamente, no pueda cerrar webs, pero que una web pueda cerrarse a sí misma, cancelar perfiles, borrar vídeos, borrar fotos, cambiar su diseño sin que medie el menor control. Vender los contenidos de los usuarios sin que medie el menor control. Resulta pavoroso que los Términos de Uso de cualquier página web sean más respetados por algunos internautas que el Código Civil o la Ley de Propiedad Intelectual. Me recuerdan a esos jóvenes díscolos que rompen cristales, o arañan la carrocería de los coches, que no le hacen caso a sus padres, pero que cuando van al McDonnald recogen los restos de su comida y depositan la bandeja en su sitio, educadísimos. Es como si una norma social nos dijera: si te dejan entrar en este sitio tan guay (hamburguesería, web) harás todo lo que te pidan sin rechistar.

La empresa privada en Internet está gozando de total impunidad, y cuenta encima con el apoyo de internautas avanzados, que equiparan la «libertad del internauta» con «la libertad del empresario internauta», cuando la libertad del internauta se diferencia de la del empresario internauta en algo crucial: no es la libertad de hacerse rico. Se nos evangeliza con el disfrute que podemos alcanzar viendo películas gratis, pero no se tiene en cuenta con suficiente gravedad que la web que aloja esas películas gratis cobra por sus anuncios; se nos evangeliza con el disfrute de escuchar música gratis, pero no se hace hincapié en que el maravilloso iPod cuesta dinero, y no poco. Se colabora en proporcionar a los empresarios de Internet contenido de bajo coste, como mano de obra barata, y no se relaciona ese contenido con las personas que están detrás de él, con su esfuerzo o su dignidad. Al igual que el «voluntariado», que ha conseguido que las Olimpiadas y ONGs tengan a un montón de gente trabajando gratis, mientras sus organizadores y promotores monetizan cada una de sus gestiones.

Internet no va camino de democratizar la sociedad, de hacernos iguales, de hacernos sabios ni de hacernos felices. (¿Qué diferencia hay entre que a día de hoy muchas personas pasen 6 horas al día viendo una serie de ficción en Internet -pues, lo siento, la mayoría de nosotros no se dedica on line a leer a Aristóteles ni a leerse entera la Wikipedia- y esas 6 horas que pasábamos en los noventa delante de la televisión, viendo lo que fuera que echaran? Si aquello era la «caja tonta», ¿esto qué es: mi caja tonta o la caja wikitonta? ¿Internet tan idiota como tú quieras?) De lo que vamos camino es de un cambio de poder empresarial. La pelea de fondo es quién manda en el mundo, si la Standard Oil o Google, si Wal Mart o Facebook. La gente no va a mandar nunca, por mucho que ese slogan, patéticamente, sea el que utiliza Google o Facebook, por mucho que el empresario de Internet practique un look de «soy tu mejor amigo» o «soy tan enrollado como tú». (Cada vez que veo a los dueños de Google en camiseta me acuerdo de los dibujos de El Roto en los que el «empresario» sale gordo, con chistera y puro, y a veces hasta un látigo. Esos son los empresarios que quiero yo, empresarios que no roben la equipación del rival.)

En breves segundos le daré a un botón, aquí abajo, que dice «publish post». A partir de ese momento, este post lo leerán unas 100 personas; a lo mejor lo leen 400.

O 450.

¿Y?

¿Eso era todo? ¿En lugar de contarle mis ideas a mis amigos se las cuento «al mundo»? ¿450 personas son el mundo? ¿Esta es mi participación, mi beneficio, mi oportunidad? ¿Tengo que dar las gracias?

¿En serio?