Dejando constancia de que puede sonar a provocación gratuita, quisiéramos realizar una narración corta de las paradojas y complejidades (otros prefieren denominarlo camelos y martingalas) de los derechos de autor y de la propiedad intelectual. Es probable que caigamos en la caricatura o en el histrionismo que hemos criticado, pero nuestra intención es iniciar un […]
Dejando constancia de que puede sonar a provocación gratuita, quisiéramos realizar una narración corta de las paradojas y complejidades (otros prefieren denominarlo camelos y martingalas) de los derechos de autor y de la propiedad intelectual. Es probable que caigamos en la caricatura o en el histrionismo que hemos criticado, pero nuestra intención es iniciar un debate dando por sentado que no deseamos sentar cátedra. Si logramos traspasar al interior de alguien la duda que nos atenaza, aunque al cabo de tres segundos el intranquilo volviera a la normalidad de las certezas, habremos conseguido abrir una brecha en el enfangado terreno de la economía cultural política.
Al analizar el controvertido tema de la propiedad intelectual debemos ser rigurosos y dejar constancia de que en España, no hace demasiado tiempo, tuvo lugar el último intento de cambio social que, a diferencia de otros anteriores y posteriores, buscó alejarse de la órbita soviética y encontrar un camino diferente que respetase la libertad del pueblo y de los individuos que lo componen.
¡Qué lejos quedan aquellos ideales en las cabezas de los artistas abanderados de la propiedad intelectual! Tan lejos como de Antonin Artaud, que refiriéndose a la idea del arte como mercancía dijo: «No quiero comer mi poema, sino que quiero dar mi corazón a mi poema». Queda claro entonces que hubo y hay personas que consideran injusta la concentración de la propiedad en pocas manos, incluida la intelectual.
Es cierto que hoy, una porción grande de creadores e intelectuales rechazan estas ideas y abrazan la propiedad privada y los derechos que ésta otorga, también cuando se trata de propiedad intelectual. Están en su derecho, pero tal vez convendría analizar más profundamente algunos aspectos para luego extraer conclusiones.
La primera paradoja surge cuando al buscar el origen de los derechos de autor nos encontramos con que fueron reivindicados porque los empresarios hacían uso de las obras sin pagar absolutamente nada por ellas. Hoy, empresarios y creadores comparten intereses. Se han unido y juntos consideran que son los receptores quienes deben pagar a ambos por disfrutar de la música. Por este motivo la Sociedad General de Autores de España, desde que se produjo el matrimonio, ha pasado a marcar como Sociedad General de Autores y Editores.
Preguntémonos por qué una silla diseñada por un artista, que vende su idea a una empresa y cobra por su creación, al reproducirse en serie y comercializarse ya no lleva gravamen, aunque sea utilizada en bares o sitios públicos. Este ejemplo es extrapolable, siguiendo los criterios de protección de derechos y propiedad intelectual, a cualquier elemento, ya que de una manera u otra todo es producto de la imaginación y la creación de alguien, desde las canciones de John Lennon a la sopa de ajo, pasando por los vasos de tubo, el sofá cama y los ascensores. ¿Qué diferencia unas creaciones de otras?
¿Por qué la ejecución pública de las canciones de un disco en un bar, hospital o autobús debe pagar derechos de autor al ser comprado y de nuevo al ser utilizado? ¿Pagan acaso los artistas algún canon a quienes diseñaron la ropa que llevan puesta al hacer uso público de ella en sus conciertos? ¿Pagan un canon al comprar las cuerdas de las guitarras que utilizarán en los conciertos? ¿Y el escenario donde actúan, está gravado en beneficio de quien lo creó?
Dentro de las reglas del sistema democrático, que por supuesto respeta la propiedad privada, se encuentra la de la igualdad de derechos. ¿Dónde están los del minero que encontró la pepita, los del trabajador que la fundió y los del joyero que dio forma al anillo que luce un artista en sus actuaciones?
Se dirá que es imposible, que una sociedad en la que todo tenga que pagar derechos de autor no es viable y seguramente sea cierto. Por eso la pregunta reiterada de por qué hay discriminación entre autorías. Pero vamos a hacer un esfuerzo y olvidemos lo arbitrario de esta realidad para pasar a otro aspecto de los derechos de autor.
La práctica totalidad de la música que durante el siglo anterior y lo que va de éste ha sido comercializada y ha estado «protegida», es decir, que ha sido gravada por derechos de propiedad intelectual tiene su origen: África y las comunidades de este continente que fueron esclavizadas y trasladadas como animales al resto del planeta.
Nadie duda acerca del origen del blues y el jazz, de los que surge el rock, el pop y el punk. La música caribeña o brasilera, exacta historia. Son ritmos que pertenecían y pertenecen a pueblos que nunca concibieron que la tierra, los ríos, los animales o las plantas tuviesen dueño. Y mucho menos las melodías, las danzas, las canciones.
Hete aquí que un día llegan unos señores, los exterminan o esclavizan y se apropian de todo, músicas incluidas. Los descendientes copian ritmos y melodías y las comercializan. ¿No deberían pagar por ello? O qué pasa, ¿si eres negro o aborigen y no tienes montada una sociedad de gestión de derechos, no puedes ser protegido? ¿Con qué moral se recauda por una obra cuando ésta ha sido robada, copiada o expoliada? ¿Conoce alguien a un artista que renuncie a sus derechos de autor cuando sus discos se venden en África o América Latina? Y cuando van de gira por países de esas latitudes, ¿ceden el porcentaje de derechos de autor a alguna entidad benéfica?
Aunque parezca increíble, los mismos que cuidan celosamente del dinero que genera la propiedad intelectual de sus canciones no tienen empacho en usar a África, Emiliano Zapata, los indios de la selva amazónica o el hambre de esos pueblos para vender discos y ganar dinero. Deberían no solamente pagarles por lucrarse con sus nombres, su cultura y sus miserias, también tendrían que contar con su permiso y aprobación. Se pueden seguir encontrando situaciones de esta índole, pero enfoquemos la polémica desde otro punto de vista.
Las consecuencias represivas de la legislación vigente que defiende los derechos de autor y de propiedad intelectual son desproporcionadas y, como veremos después, tampoco se aplican con criterios de igualdad.
Patronal y trabajadores, o sea, editores y autores, han conseguido que en España se pueda penalizar a quien fotocopie una página de un libro, baje una canción de Internet sin pagar o intercambie música con sus amigos. ¿Así se defiende la creación? ¿Así se garantiza la jubilación del autor?
Y regresamos a otro agravio comparativo: se ha instaurado un canon indiscriminado sobre diversos productos ya que se da por sentado que se mal utilizarán y vulnerarán los derechos de propiedad intelectual. Esto rompe con la presunción de inocencia ya que con antelación se acusa de delincuente a todo aquel que compra, por ejemplo, un CD virgen. Por otra parte, se acerca demasiado al concepto de guerra preventiva tan en boga en sectores no precisamente muy democráticos, que propone exterminar a la mayoría de los habitantes de países pobres ya que de allí saldrán los futuros terroristas. No decimos que ambas teorías sean iguales pero tienen demasiadas coincidencias en lo conceptual.
Para acabar, y siguiendo con este razonamiento del potencial delincuente, ¿por qué no gravar con un canon a motos, coches y camiones que pueden superar los límites de velocidad? Basta con intuir que quien compra un vehículo de esas características infringirá la ley y el canon que debe pagar iría destinado no al bolsillo de nadie, como con los derechos de propiedad intelectual, sino a la Tesorería de la Seguridad Social, organismo que correrá con los gastos de hospitalización de los heridos en posibles accidentes de tráfico.
Lo absurdo de este concepto de canon es que se puede aplicar a cualquier herramienta de la que se pudiera hacer un mal uso. Acabaríamos pagando canon al comprar un cuchillo porque su uso inapropiado podría provocar asesinatos. O imponer un impuesto por la compra de unos esquís, suponiendo que todos los usuarios sufrirán accidentes, para así sufragar un porcentaje del coste de los equipos de rescate.
Llevar al límite un orden social de estas características conduciría a pagar canon hasta por los deseos sexuales que podrían provocar embarazos no deseados o enfermedades venéreas. Finalmente se debería pagar hasta por pensar. Porque, ¿quién garantiza que no se tengan malos pensamientos que vulneren algún derecho?
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa de los autores, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.