La última semana de julio de 2010 pasará a la historia del periodismo por dos razones. A nivel internacional, al establecer un punto de inflexión en la relación de Internet con los periódicos tradicionales y el poder. Después del «caso de los papeles afganos», nada volverá a ser lo mismo: la revelación de WikiLeaks, utilizando […]
La última semana de julio de 2010 pasará a la historia del periodismo por dos razones. A nivel internacional, al establecer un punto de inflexión en la relación de Internet con los periódicos tradicionales y el poder. Después del «caso de los papeles afganos», nada volverá a ser lo mismo: la revelación de WikiLeaks, utilizando como caja de resonancia a The New York Times, The Guardian y Der Spiegel, establece un modelo de colaboración entre los medios emergentes y el periodismo de investigación y análisis que puede suponer un revulsivo para las empresas de comunicación. Las libertades de expresión y comunicación saldrán ganando.
Les decía que había una segunda razón, y ésta es de ámbito local. La última semana de julio de 2010 certificará también el punto de no retorno para determinada prensa subvencionada, que dedicó más espacio a las corridas de toros que al caso WikiLeaks. Lo tendremos en cuenta cada vez que nos ofrezcan determinados diarios al viajar en el AVE: el tiempo de lectura es un valor cada vez más preciado por escaso, casi tanto como los árboles dilapidados en papel folklórico.
Pero volvamos a lo importante, los secretos. Así como hay profesiones -la abogacía o la medicina, por ejemplo- que llevan aparejadas la custodia del secreto, en el periodismo ocurre justo lo contrario: la principal obligación de todo buen periodista es destapar los trapos sucios del poder. Ahí radica el valor, y la razón de ser, de las tres redacciones que han respaldado a WikiLeaks con compromiso y valentía, asumiendo los riesgos que comporta desafiar al poder militar, económico y político.
Unos riesgos que vale la pena ponderar a la luz del sistema jurídico español, que recientemente ha sentado a diversos periodistas en el banquillo, por el presunto crimen de cumplir con su obligación profesional. Periodistas como los de la Cadena Ser o de este mismo periódico, a los que se sometió innecesariamente a un calvario judicial, sólo por cumplir con su deber.
Nuestro Código Penal establece distintas penas en función del tipo de secretos, que de por sí ya son reveladoras del distinto rasero con el que el poder trata el derecho a la intimidad. Así, el artículo 278 del Código Penal establece una pena mínima de dos años para la revelación de secretos de empresa, superior a la establecida en los artículos 197 y siguientes para la privacidad de las personas, y también superior a la que regulan los artículos 598 y siguientes para los secretos de Estado.
Al igual que sucede con la Ley de Prensa de 1966, conocida como Ley Fraga, también sigue vigente la ley franquista de Secretos Oficiales, de 1968, en cuyo preámbulo se invocan las Leyes Fundamentales del Movimiento Nacional. Con tales antecedentes, no es extraño el distinto rigor con que los representantes del Ministerio Público afrontan el derecho a la privacidad, en función de quién sea su titular, y de quién sea el acusado. Algo que he podido comprobar dolorosamente en alguna Sala de Vistas, donde algún fiscal ha llegado a pedir diez años de cárcel contra un trabajador, mientras pedían el sobreseimiento para los patronos que espiaban los e-mail.
El caso WikiLeaks también puede ser un espejo judicial, en el que nuestro sistema jurídico vea reflejadas sus miserias. Baste para ello traer a colación el histórico caso de «los papeles del CESID», donde algunas sentencias de la justicia ordinaria fueron invalidadas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y el Tribunal Constitucional.
Revelar secretos puede ser un delito, pero en ocasiones salva vidas. Torturas, asesinatos, desapariciones, terroristas de Estado quedarían impunes de no ser por periodistas valientes, comprometidos -y como los árboles- cada vez más necesarios por escasos. Mientras buscaba documentación para este artículo, me encontré con una entrevista digital al coronel Juan Alberto Perote, en su día encausado por destapar nuestra particular guerra sucia. Al reparar en la segunda de sus respuestas, un escalofrío me recorrió la espalda, pensando en lo que quizás se podía haber evitado un 11 de marzo en Madrid.