Cuanta sabiduría derrochaban aquellos hombres de la antigüedad -más allá de compartir o no sus ideas-, veintiséis siglos atrás, en comparación con el hombre de hoy. Basta recordar la clasificación que hacían respecto de la mera opinión (doxa) que, como bien lo enseñaba el difunto García Morente, es el saber que tenemos sin haberlo buscado […]
Cuanta sabiduría derrochaban aquellos hombres de la antigüedad -más allá de compartir o no sus ideas-, veintiséis siglos atrás, en comparación con el hombre de hoy.
Basta recordar la clasificación que hacían respecto de la mera opinión (doxa) que, como bien lo enseñaba el difunto García Morente, es el saber que tenemos sin haberlo buscado y, el conocimiento fundado (episteme o ciencia) que es el saber que tenemos porque sí lo hemos buscado. Y aquí es preciso observar un rasgo sustancial, la episteme por apelar al término griego requiere indefectiblemente de un mínimo de esfuerzo, del ejercicio de la búsqueda para alcanzar ese saber racional y reflexivo.
En cambio la doxa u opinión es la simple visión de las cosas tal cual las vemos u oímos sin apelar al ejercicio reflexivo; es decir, sin procurar indagar más allá de lo aparente. Mantenerse en el terreno de la Doxa, no es otra cosa que adherir a aquella corriente filosófica que se conoce como realismo ingenuo. Esto es, suponer que la realidad la captamos tal cual es; obviamente, si así fuese, no tendríamos necesidad de la ciencia, de la investigación, de la búsqueda, de la episteme. Sin embargo, no son pocos los seres que, a lo largo de la historia de la humanidad, confiaron y confían ciegamente en la opinión, asignándole a ésta una entidad de la que intrínsicamente carece.
Es suficiente rememorar -continuando con los griegos- aquél mito platónico denominado La alegoría de la caverna para constatar que aquellos prisioneros de la caverna inmovilizados por sus cadenas y obligados, sin poder verse uno a otro, a contemplar un muro de sombras terminaron creyendo que la realidad era eso que veían; es decir, las sombras.
Y vaya a que punto que, cuando uno de esos prisioneros pudo soltarse de las cadenas y tomar, de ese modo, contacto con el exterior sus ojos no solo se vieron afectados por una sensación de dolor, sino que se resistían a ver lo que, precisamente, estaban viendo: «la concreta realidad».
Hasta que, después de un esfuerzo mental, comprendió que ese, y no otro, era el mundo real; claro que luego regresó a la caverna y procuro comentarles a sus compañeros de prisión que lo real se hallaba fuera de ella. Pero como era de esperar, estos intentaron matarlo porque suponían que estaba faltando a la verdad. Pues, tantos años contemplando «las sombras» que terminaron incorporando en sus mentes que esa resultaba ser la única realidad.
Ésta alegoría platónica no podemos dejar de relacionarla con la actualidad mundial; pues, solo que hoy los prisioneros de antaño son los «ciudadanos del momento» y el muro de sombras es el espacio mediático existente.
Es dable reconocer, que algunos prisioneros «han escapado de la caverna» pero un significativo y mayoritario número » de almas» aun sigue visualizando la realidad desde un muro o una pantalla de TV.
Otros ignoran la alegoría y algunos de ellos dicen no creer, actuando (y acudamos a otro momento de la historia) como los obispos en el Galileo de Brecht que se negaban a mirar por el telescopio por temor a encontrarse con una realidad que arrojaba por los aires «las verdades» que ellos mismos abrazaban.
Sin duda, tanto Platón como Galileo estarían enfrentados, hoy día, a los detentadores de los medios de comunicación masiva – no por ser detentadores, sino por mentir descaradamente- claro que los mismos medios se encargarían de difamarlos y de ese modo lograr el consenso necesario -brindado, obviamente, por los eternos prisioneros- para marginarlos, condenarlos o en su defecto para que abjuren de su posición.
Como vemos resulta difícil perseverar en la búsqueda de la verdad en lo tiempos que corren, máxime con la ilimitada capacidad de los medios en difundir información falsa, parcializada, sesgada o manipulada para que «sus prisioneros» permanezcan ajenos al mundo real.
Lo problemático de todo esto es que esa población cautiva de los medios y que confunde, merced al deplorable trabajo mediático, realidad con virtualidad representa un número relevante de personas.
Son los «ciudadanos teledirigidos» que ubicados placidamente sobre el vehículo mediático van contemplando «el paisaje de la realidad» mientras un guía, en apariencia neutral, les relata una historia que no se ajusta fielmente a la verdad.
En cambio, aquel ciudadano dispuesto a indagar un poco más en lo que acontece podrá encontrar, cotidianamente, sobrados ejemplos del ocultamiento deliberado de la realidad.
En nuestro país, y en el mundo entero, hay ingentes muestras de la alegoría platónica, sería bueno empeñarnos en encontrarlos y, de ese modo, abandonar la confortable pero perniciosa «butaca de los prisioneros».
Pero, obviamente, siempre ha sido «mucho más grato» frecuentar los caminos sin esfuerzo de la Doxa que transitar los fatigosos senderos de la Episteme.
En el caso de Argentina, un buen antídoto contra los «efectos anestesiantes de la pantalla» ha sido la sanción de una nueva ley de medios; de ahí que los proveedores del suero adormecedor no escatimen en engañar a su público haciéndoles creer que la mentada ley tiene por objeto restringir la «libertad de prensa».
Menuda labor la de estos tiempos, no solo es necesario romper las cadenas de los prisioneros; sino además, despertar a éstos de su largo sueño.
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