A Fernando Savater, tan aficionado como ha sido a las novelas de Salgari, le enoja «que España esté entre los países del mundo con un índice más alto de piratería». Ni siquiera él parece darse cuenta del flaco favor que hace a su causa el empleo de un vocabulario que, aparte de resultar desmedido, tiene […]
A Fernando Savater, tan aficionado como ha sido a las novelas de Salgari, le enoja «que España esté entre los países del mundo con un índice más alto de piratería». Ni siquiera él parece darse cuenta del flaco favor que hace a su causa el empleo de un vocabulario que, aparte de resultar desmedido, tiene por efecto reafirmar al enemigo en el papel que se le atribuye. Pues a muy pocos les ofende verse comparados con Sandokán o con Jack Sparrow. Les resultan favorecedores, más bien, los aires de bucanero.
¿Cuando comprenderán eso los muy respetables propietarios intelectuales? ¿Y cómo no son capaces, por otro lado, de ver lo mal que a ellos mismos les sientan esas rígidas casacas de la marina mercante, esas pelucas blancas, esos ridículos sombreros de tres picos?
Imagínense ahora al Capitan Morgan paseándose muy enfadado por la cubierta del buque que él y sus hombres acaban de abordar. El botín no aparece por ningún lado. No habrá más remedio que arrojar a toda la tripulación a los tiburones. ¡Chof!, se oye caer, uno tras otro, a los oficiales de puente. Cuando le llega el turno al contramaestre, pide hablar con el Capitán Morgan. Ajá, se dice éste, persuadido de que por fin va a averiguar dónde diablos se esconde el tesoro. El contramaestre le susurra que tiene compuesta una cancioncilla con mucho gancho, y que a cambio de salvar la vida está dispuesto a concederle a Morgan el derecho a canturrearla tantas veces quiera y a sus hombres el de corearla libremente en las fiestas de a bordo.
¡Chof!
El de «propiedad intelectual» es un concepto moderno surgido al amparo de la tecnología que hizo posible, primero, la reproducción mecánica de textos, y luego la de imágenes y de sonidos. Parece lógico que la evolución de esa misma tecnología determine y altere no sólo la extensión sino también el contenido mismo de ese concepto, que es de naturaleza histórica y se afianzó en íntima connivencia con el sistema capitalista.
Antes de legislar sobre sus rendimientos, sería más prudente redefinir ese concepto en atención a las nuevas condiciones tanto de reproducción como de transmisión y de consumo de los objetos en litigio. Y no sólo redefinirlo: también reformularlo, con vistas a despejar los escrúpulos que a no pocos despierta lo que les suena a oxímoron (¡propiedad intelectual!).
Pero hablábamos de piratas, es decir, de «personas crueles y despiadadas» (así los describe el DRAE en su cuarta acepción). Y, cuando no, de «talibanes»»(!), de «ladrones», de «delincuentes», calificaciones empleadas no solamente para los promotores de páginas web de descargas y enlaces, sino también para los usuarios de esas páginas, a los que se intenta asimismo criminalizar. ¿Cómo pretender un debate esclarecedor cuando se parte de un vocabulario tan extremado y prejuicioso? ¿Qué clase de indignidad o de indigencia mental invita a comparar insistentemente bajarse gratis una canción con robar un objeto de una tienda?
Nuestra conciencia cultural todavía es sensible a los efectos de una prolongada tradición en la que el espíritu creador y la inteligencia rara vez se veían en situación de reclamar la intervención de jueces y policías para defender sus intereses. Tiempos hubo en que el campo semántico de las palabras «escritor» o «artista» colindaba con los de «bohemio», «rebelde», «maldito», «emboscado»… Y en las familias respetables era motivo de escándalo que uno de sus vástagos tuviera relaciones con cantantes o cómicos.
Al ciudadano común le costará todavía mucho tiempo sentirse concernido por los gritos de «¡Al ladrón!» que profieren estrellas del pop, actores de fortuna, asiduos transeúntes de alfombras rojas, de la televisión, de las revistas del corazón. Habrá que promover una nueva pedagogía social, antes que leyes represoras, para disolver el sentimiento de estafa que inspiran las conductas de la SGAE, el canon digital o los precios alcanzados por un simple CD o un DVD. Y explicar muy bien las razones por las que, a diferencia de otros trabajadores, los hay que pueden aspirar a que el esfuerzo de unas cuantas semanas les rente durante el resto de su vida.
Entretanto, sentirse «pirata» seguirá siendo un placebo, una forma como cualquier otra de diluir en la sopa boba de la cultura de masas el muy justificado resentimiento del ciudadano sumiso y -él también- expoliado, para el que la llamada «piratería» no deja de ser una degradada forma de libertad o de rebeldía, de zafarse del control del sistema, de ajustar cuentas. Una manifestación residual de la vieja lucha de clases.