La semana pasada participé de una mesa redonda en la Universidad de Buenos Aires que me deparó algunas sorpresas explicables por el distanciamiento de la política universitaria activa, que, como toda distancia, produce ignorancia. La primera tuvo que ver con el grupo organizador, un pequeño conjunto de estudiantes llamado «coordinadora por los libros». Poco importa […]
La semana pasada participé de una mesa redonda en la Universidad de Buenos Aires que me deparó algunas sorpresas explicables por el distanciamiento de la política universitaria activa, que, como toda distancia, produce ignorancia. La primera tuvo que ver con el grupo organizador, un pequeño conjunto de estudiantes llamado «coordinadora por los libros». Poco importa en este caso que, a efectos de cierta legitimación, contara con el auspicio del centro de estudiantes y fuera declarado de interés institucional por la Facultad de Ciencias Sociales. Lo curioso -y honroso a la vez- es que haya emergido un núcleo que se preocupa por cuestiones que los atañen directamente como la producción y circulación del conocimiento. Tal vez desde alguna ortodoxia de sacristía, que concibe las agregaciones políticas institucionales como replicación de las demarcaciones políticas nacionales, se le cuestione la estrechez de sus preocupaciones y hasta el carácter supuestamente desideologizado y posmoderno de las luchas parcializadas. Inversamente, creo que desde el develamiento de conflictos u opresiones de cualquier orden subyace un potencial de politización infinitamente más productivo y transformador que el propuesto por las tradiciones político-ideológicas clásicas, por más radicales que se autoconciban. De lo contrario resultarían inexplicables tanto el peso como los alcances reformistas de los movimientos sociales y sus luchas.
La segunda sorpresa surgió de la previa lectura del blog de estos jóvenes (coordinadoraporloslibros.blogspot.com) que me animó a aceptar la invitación. Allí se expone una noticia que no dudaría en calificar de escandalosa. En abril del 2009, el rector de la UBA, Rubén Hallú, firmó un convenio con el Centro de Administración de Derechos Reprográficos (CADRA) mediante el cual comprometió a la universidad a pagar derechos de autor por las fotocopias que hacen sus estudiantes. Dicho convenio establece que se le debe abonar a CADRA $12,72 por estudiante por año (unos U$S 3). Multiplicado por 300.000 (la cantidad estimativa de estudiantes) el resultado es de $3.816.000 por año. Según el convenio, «dada la situación presupuestaria de la Universidad» se están abonando $240.000 anuales (unos U$S 60.000 de aquel momento). A ello se suma que este convenio no se debatió en el ámbito público y representativo del Consejo Superior. CADRA es una asociación civil relativamente reciente de gestión colectiva que representa y protege a una pequeña parte de los editores de libros y revistas y autores del país y es un claro enemigo de lo que Walter Benjamin denominaba reproductibilidad técnica, incluyendo la ya arcaica tecnología analógica de la fotocopia.
El debate fue convocado con el título «el derecho a estudiar…los derechos de autor. Propiedad intelectual, mundo editorial y libertad de difusión». La tercera sorpresa fue que además de un abogado de esta asociación civil y de la Cámara Argentina del Libro (CAL) y una colega de la Fundación Vía Libre, participó el Prof. Horacio Potel, un filósofo de la Universidad de Lanús que tuvo el raro privilegio de ser procesado por la CAL y que expuso su asombroso caso. Su «delito» fue haber creado dos sitios web sin fines de lucro donde se podían descargar de forma gratuita textos de Martin Heidegger y Jacques Derrida. La fiscalía pidió que se allanara el domicilio del profesor y se le intervinieran las cuentas de mail y el teléfono y hasta mencionó la posibilidad de enviarlo a la cárcel por un período de entre un mes y seis años, además de embargarlo por la suma de casi 40 sueldos de la universidad donde dicta ética y metodología. Previamente había creado una página dedicada a Nietzsche (nietzscheana.com.ar) que sin embargo no fue objeto de tratamiento penal por el tiempo transcurrido desde el fallecimiento del celebrado filósofo. En las páginas no había otra cosa que textos de los tres filósofos de su interés además de fotos, biografías, comentarios y enlaces. La causa parece haberse iniciado a instancias de la editorial «Les editions de minuit» en cuyo catálogo figuran algunas obras de Derrida y que a través de la embajada francesa contactó a la CAL, quién inició la demanda. La mayoría de los textos publicados en las páginas jacquesderrida.com.ar y heideggeriana.com.ar no resultan asequibles aún queriéndolos comprar a cualquier precio ya que no se encuentran en librerías y menos aún en bibliotecas públicas. Afortunadamente, el Prof. Potel fue recientemente sobreseído por el juez en este verdadero proceso kafkiano y, como reconoce, se ganó un militante para la causa más amplia de la cultura libre.
Tanto el convenio como este absurdo proceso judicial resultan un síntoma de la expansión de pretendidos derechos de Propiedad Intelectual en las últimas tres décadas, que fue una de las cuestiones abordadas en ese debate. Esta expansión surge de la necesidad del capitalismo de adecuarse a una etapa en la que las tecnologías dificultan la posibilidad de mercantilización de las artes, el conocimiento y la cultura. En verdad se trata de una generalización terminológica que involucra tanto ofensivas en materia de copyright como de patentes, ya sean industriales como biotecnológicas, o derechos de marcas. El período en que el capitalismo construyó mercancías sobre la base de la exclusión que permitían las instituciones de la propiedad privada física, concluyó para determinadas ramas de su producción. Ellas funcionaron muy bien durante toda su historia, hasta la irrupción del posfordismo o el período posindustrial, para impedir el acceso a la materia y la energía de los no propietarios. La propia oposición entre utilidad e intecambiabilidad de la mercancía impedía la realización simultánea del valor de uso y de cambio en un mismo agente económico. El propietario realizaba el valor de uso (consumiendo) o bien el valor de cambio (vendiéndolo). En ningún caso podía realizar ambas a la vez.
Sin embargo en las artes y el conocimiento, para designar rápida e imprecisamente a los bienes culturales, no se priva al poseedor de su goce por compartirlo. El hecho de que estas líneas sean leídas no me sustrae las ideas que contienen, ni soslaya o menoscaba mi carácter de autor. Ese insumo que la propiedad privada física no protege puede ahora (a diferencia de hace algunos años, producto del desarrollo tecnológico) multiplicarse y difundirse a velocidades inimaginables. Entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la masificación de los bienes culturales ha habido siempre una relación estrecha de fuerte realimentación. En determinados momentos de la historia, la ganancia privada permitió la difusión de las artes y el conocimiento porque se montó sobre el desarrollo tecnológico. El mejor ejemplo es el de Gutemberg pero fue hace algo más de 4 siglos. Si nos remitimos sólo a los textos, una tecnología analógica de hace cuatro décadas como la fotocopiadora multiplicó aún más la socialización gutembergiana. Pero encontraremos ejemplos proporcionales en la música, en la fotografía o en el cine, que desembocan en una estructura tecnológica común: la digital (en el actual capitalismo cognitivo).
Por tal razón asistimos y asistiremos a una ofensiva ideológico-jurídica apoyada en un haz convergente de institutos jurídicos diversos y heterogéneos bajo el término de «propiedad intelectual». Obviamente la apelación al significante «propiedad», reuniendo todas las formas posibles de explotación monopólica en sociedades capitalistas, no es inocente ni carece de consecuencias ideológicas. Al contrario, ofensivas como las que traigo a colación aquí, expresan un modelo de terrorismo ideológico-jurídico con el apoyo de los grandes medios de comunicación que sólo busca atemorizar a la sociedad civil tomando casos testigos de judicialización. Su propósito último es impregnar el sentido común con una asimilación mecánica entre la propiedad privada física, cuya desaparición priva del goce y las prácticas solidarias de compartir bienes inmercantilizables. Se trata de acusar al solidario de delincuente y al monopolista que medra con la producción ajena de «socializador cultural».
El cuestionamiento de los derechos monopólicos o de exclusividad con las obras, las invenciones, el conocimiento y el conjunto de los bienes culturales no necesariamente pone en cuestión al capitalismo, sino a sus aspectos más parasitarios y perversos. Los defensores de la propiedad intelectual, atrasan intelectualmente. Queda obviamente sin abordar aquí de qué viven o pueden vivir los autores y creadores, cosa que fue aludida en parte en el debate. En cualquier caso descartamos que vivan de sus editores y agentes, salvo alguna rara excepción, sino exactamente al revés: son los editores y los empresarios de la industria cultural los que viven de ellos y por esa razón defienden por todos los medios a su alcance el privilegio monopólico de la explotación en exclusividad.
Los autores necesitamos lectores y los lectores estamos ávidos de autores, sin depender necesariamente de embaladores o fabricantes de envases con sus industrias conexas que a ambos nos han tomado de rehenes y pretenden continuar obligando al pago de un rescate.
– El autor es Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano. [email protected]
vía:http://www.piensachile.com/secciones/opinion/9374-el-atraso-intelectual-de-la-propiedad-intelectual