La presidenta Cristina Fernández de Kirchner obtuvo con 54 por ciento de los votos, como es obvio, un importante respaldo político no sólo frente a sus adversarios -que, además de ser minoría, están irremediablemente fragmentados- sino también dentro de su propio partido, donde conviven los que colaboraron con la dictadura y con Menem, los del […]
«!>progresistas«!>de centroizquierda.
Por eso, a mes y medio de las elecciones, nadie sabe quién va a integrar el gabinete ministerial, a pesar de que el ministro de Hacienda tendrá que renunciar -porque ahora será vicepresidente y presidirá el Senado- y de que el jefe de gabinete es hoy senador y deberá ser remplazado, al igual que otro ocupante de un cargo estratégico, el de ministro de Agricultura, que ahora es diputado.
Todos los nombramientos dependen de la decisión de una presidenta que se siente por encima de todo y de todos, y por eso se permite decirle en público a su vice, tras calificarlo de «!>cheto de Puerto Madero«!>
(en porteño, pirruri del barrio más caro de Buenos Aires): «!>Yo te nombré vicepresidente«!>
, y llamar familiarmente «!>el vasco Mendiguren«!>
a José Ignacio de Mendiguren, el presidente de la poderosa Unión Industrial Argentina que agrupa a las grandes empresas trasnacionales y locales. Los votos parecen haberle dado las características bonapartistas de un Napoleón IV en versión de país atrasado.
Pero una cosa son los sufragios y otra el poder real. Lo que Cristina Fernández llama «!>modelo«!>
sólo es el resultado de una relación particular y frágil con el mercado mundial. O sea, de la exportación de materias primas (particularmente soya), que mantienen un alto precio porque son el refugio de la especulación, al igual que el oro y otros productos de la minería que Argentina exporta, y del aumento de la competitividad de la industria, todo lo cual es favorecido por el consumo del Mercosur y el crecimiento de los mercados chino e indio.
Pero los grandes exportadores de granos son trasnacionales al igual que las grandes empresas automotrices y de la alimentación que lideran la exportación de productos industriales, todos los bancos son extranjeros y extranjera es también la producción de petróleo y la propiedad de la aplastante mayoría de los servicios. Ellos son el poder real, porque controlan la obtención de las divisas que permiten el funcionamiento del Estado y el asistencialismo clientelista (subsidios a los capitalistas y a los consumos populares, subsidios familiares y a los desocupados, planes distributivos-caritativos para los sectores más débiles).
Los votos populares no corresponden, además, a una organización política cristinista, porque no se canalizan hacia un partido «!>justicialista«!>
que no es tal sino una bolsa para distribuirse puestos entre tribus dispuestas en su mayoría a venderse al mejor postor. Y porque los charros de la Confederación General del Trabajo -conservadores, millonarios, matones en sus respectivos gremios- son mantenidos por el gobierno, forman parte del aparato estatal pero, para conservarse en sus puestos, deben lograr algo para sus bases, que presionan y buscan democratizar los sindicatos y, por consiguiente, no pueden aceptar los planes gubernamentales de erosión de los salarios reales mediante la inflación o de su reducción lisa y llana, quitando los subsidios a los servicios esenciales (luz, gas, transporte), que son salarios indirectos.
La idea gubernamental sobre la Unión Nacional, que pareció haberse plasmado en la obtención de la mayoría aplastante de los votos (o sea, en el voto pluriclasista de obreros, campesinos, clasemedieros e incluso industriales deseosos de mantener sus ganancias), se hunde cuando ese frente electoral momentáneo se agrieta como resultado de la crisis mundial. Porque los industriales exigen subsidios para mantener su tasa de ganancia pero, debido a la devaluación de la moneda brasileña y a los problemas que enfrenta Brasil, así como a la crisis en Europa y al enfriamiento de la economía china, ya no existen los excedentes suficientes para sostenerles y, al mismo tiempo, para distribuir a los trabajadores y a los sectores más pobres.
La economía argentina depende de factores que no controla, como el precio de los alimentos y del petróleo, la capacidad de resistencia de Brasil, su principal socio y comprador, los efectos de la crisis económica y de la posible crisis social en China. Ni está blindada ni es independiente. Para quedar bien con el FMI hizo la fanfarronada de pagarle toda la deuda argentina en contante y de un solo golpe, pero ni siquiera se independizó de ese organismo porque éste es la expresión financiera organizada del poder imperialista de Estados Unidos, que subsiste y condiciona.
Si no hay «!>modelo«!>
tampoco hay un «!>progresismo«!>
estable, porque éste depende de la lucha contra los planes capitalistas (la minería, la supresión de derechos sindicales y la reducción salarial) y el gobierno «progresista» es defensor del capitalismo aunque lo haya debido hacer en las condiciones que le fueron impuestas en diciembre de 2001 por la protesta violenta del pueblo de Buenos Aires (cuya capacidad de movilización, en la actualidad, se manifiesta en continuas pobladas barriales o en manifestaciones constantes).
Además, para los explotados y oprimidos de todo el país el voto en favor de Cristina Fernández no fue un cheque en blanco sino una demostración de unidad y de repudio a la política neoliberal (que Cristina Fernández se prepara a profundizar, sin tapujos ni paños tibios). No fue un voto al neodesarrollismo extractivista de un gobierno bonapartista: fue un voto para conservar lo que está en peligro y contra la llegada a Argentina de la «!>solución«!>
del capital financiero a la crisis del capital. El gobierno más votado deberá, seguramente, enfrentar la resistencia popular más amplia.
Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2011/12/04/opinion/017a1pol