Desde los techos de los vagones del tren, por encima de una multitud efervescente, cientos de hombres y mujeres contemplaban la escena con los puños levantados. Pero al acercarse uno descubría que su gesto no tenía nada que ver con su filiación política. No eran comunistas: estaban sencillamente izando los teléfonos celulares por encima de […]
Desde los techos de los vagones del tren, por encima de una multitud efervescente, cientos de hombres y mujeres contemplaban la escena con los puños levantados. Pero al acercarse uno descubría que su gesto no tenía nada que ver con su filiación política. No eran comunistas: estaban sencillamente izando los teléfonos celulares por encima de las cabezas de sus compañeros para tomar imágenes de la manifestación. Las cámaras, en efecto, se han incorporado de tal modo a nuestros cuerpos que podemos decir que todos los acontecimientos de nuestra vida, incluso los más trágicos, tienen una dimensión turística. En los días más duros de la represión de Moubarak, un manifestante egipcio de Tahrir, rodeado de compañeros muertos, gritaba desafiante a la policía: «matadme, que lo voy a grabar con mi celular». La cámara-cuerpo se ha convertido sin duda en un arma, como lo demuestra la pretensión del gobierno de Rajoy en España de castigar a los que graben imágenes de represión policial, pero es mucho más que eso: es, sobre todo, un potenciador de la propia conciencia, para lo bueno y para lo malo.
Hay un aspecto tecnológico inmanente en el que pensamos muy poco. La invención de la fotografía y del cine, y su democratización industrial, han determinado la interiorización del carácter «histórico» de cada experiencia individual y colectiva: lo propio del ser humano en el siglo XXI es mirarse vivir. El término «histórico» quiere decir aquí dos cosas muy distintas y hasta contradictorias entre sí. En el primer sentido, «histórico» alude a la dimensión inédita, insólita y espectacular de la experiencia, a la que la cámara proporciona un aura sagrada y teológica: la cámara ha venido a sustituir a Dios (que es la cámara siempre encendida de los creyentes) y a inducir incluso una vocación de martirio o, en general, de sacrificio, pues la víctima suele ser siempre otro al que vemos morir en la pantalla de la televisión. El grito del manifestante de Tahrir era un desafío, pero era también una súplica orgullosa, como en el caso de los antiguos mártires cristianos que contemplaban su propia muerte desde el ojo de Dios mientras proclamaban en público su superioridad vital: «mi muerte es nuestro triunfo». Por eso mismo -porque la cámara cumple la función de la omnividencia divina- nuestra cultura es al mismo tiempo la más antirreligiosa y la más supersticiosa de la historia.
Pero en el segundo sentido, «histórico» alude, al contrario, a la fijación y disolución de la experiencia en el tiempo, al hecho de que toda experiencia individual está anclada en su propia época y que es ya por tanto -mientras se experimenta- puro pasado, cáscara muerta. La paradoja, por ejemplo, del clásico propagandístico de Leni Riefenstahl, El Triunfo de la Voluntad, es que quería fijar en el tiempo la eternidad imperial del Tercer Reich y por eso ahora sus imágenes comparecen terroríficamente caducas: vemos ahí millones de fantasmas, huestes de gente muerta, escuadras de disciplinados zombis aprisionados en el siglo XX. La imagen manufacturada e industrial permite salvar del tiempo la temporalidad misma de la experiencia, su caducidad, su polvo y su moho; la eternidad imperial del nazismo es una cosa muy de 1935, típica de su época, hija de su limitadísimo marco histórico. Por definición no se puede fotografiar la eternidad, no se puede eternizar el instante en el que está enjaulado un cuerpo. Así que ese Dios de la cámara, inductor de martirios y sacrificios, corroe al mismo tiempo nuestra estancia bajo la luna, la carnadura misma de nuestra experiencia mundana. La cámara -por así decirlo- es un Dios que profana y «ateíza» la existencia. De ahí que reclame e imponga una síntesis espontánea de percepción nihilista que se ajusta de maravilla a la antropología de una «sociedad de consumo» construida a partir de la renovación acelerada de las mercancías. Digamos que en los últimos años, con la proliferación de nuevas tecnologías capaces de integrar en un solo soporte los cinco sentidos, la videopolítica se ha privatizado o individualizado: la televisión era populista, centralizadora, imperial, pero los 10.000 billones de imágenes que pueblan facebook apuntan a otra clase de dominio. El fascismo es radiofónico y televisivo; el «mirarse vivir» del capitalismo hiperindustrial excluye de alguna manera la adhesión fiduciaria (la «confianza» en el líder o en la causa) que caracterizó la gestión fascista de las masas. El momento religioso y el momento profano reunidos en la cámara-cuerpo producen otra clase de sujetos: descreídos e indignados.
Si hay que pensar «lo nuevo» de nuestra época -ya vieja mientras escribo estas líneas- hay que aceptar que «los tiempos» están cargados no solo de la historia de la lucha de clases sino también de la historia de sus productos tecnológicos, a cuyo andamio performativo no podemos oponernos. Hay que aceptar el formato tecnológico de la época y valorar el margen de maniobra que nos deja. El nuestro, ¿es compatible con las formas clásicas de lucha y los viejos modelos de emancipación? ¿O solo con la indignación, la revuelta, la horizontalidad pura?
No debemos ser ciegamente optimistas. Hay al menos dos formas de precipitarse en el vacío y la destrucción: una tiene que ver con el capitalismo y la guerra; la otra con la inmanencia tecnológica, sus transformaciones vertiginosas y su construcción de egos estereotipados, proceso que es inexorable e irreversible, salvo que deseemos una de esas hecatombes que, según Platón, reformatean la civilización cada quinientos años, obligando a los hombres a empezar desde cero o desde 1, con muy poquita memoria material. Pero, ¿sobreviviría alguien a esa hecatombe? Después de todo, mientras retrocede en todo el mundo el derecho y la democracia, el saber tecnocientífico es inolvidable; sabemos ya fabricar la bomba atómica y, si Gunter Anders tiene razón, no sabremos resistirnos a utilizarla.
Entre tanto, y para no acabar en este tono apocalíptico, celebremos a todos los indignados de la tierra que, ignorando la estrecha condición material de su indignación y el brutal totalitarismo de las tecnologías de destrucción, se miran vivir como buenos chicos, solidarios, valientes, pacientes, dialogantes y justos. Porque, como quiera que se mire, hay algo muy subversivo y concreto en esas abstracciones ilustradas llevadas a las plazas por miles de jóvenes enrabietados que adoran su propia imagen.