Hacía mucho que no se veían en Buenos Aires tantas banderas del Vaticano. La más grande de todas la hizo colocar el derechista Mauricio Macri, cerca del Obelisco porteño. Pero también, las cuelgan profusamente de sus coquetos balcones, los vecinos de la Avenida Alvear, o del barrio de Recoleta, esos que son los primeros en […]
Hacía mucho que no se veían en Buenos Aires tantas banderas del Vaticano. La más grande de todas la hizo colocar el derechista Mauricio Macri, cerca del Obelisco porteño. Pero también, las cuelgan profusamente de sus coquetos balcones, los vecinos de la Avenida Alvear, o del barrio de Recoleta, esos que son los primeros en golpear sus cacerolas de teflón para reclamar contra la «inseguridad». También, la lucieron, sonrientes, en sus pechos, los genocidas militares que esperan ser juzgados y seguramente condenados a cadena perpetua por haber asesinado, en nombre de «Dios», entre otras siniestras excusas, a cientos de luchadores sociales, durante la última dictadura militar.
«La ciudad se tiñó de amarillo y blanco que son los colores del amor y la paz», vocifera, emocionado, desde una radio, uno de esos camaleones periodísticos con pasado de izquierda, que pretende blanquear su pasado a toda costa. Mientras tanto, monjitas salidas de las catacumbas bonaerenses, curas de sotana, portadores de grandes crucifijos, y centenares de alumnos de colegios religiosos bailaban y brincaban frente a la Catedral, saludando a Jorge Bergoglio, ahora convertido en el Papa Francisco.
Sin embargo, a pesar de los pesares, la memoria persiste, enconada, como para que no se oculte la verdad, por más explosión de oportunismo que hoy aflore en el vapuleado ser nacional. Hubo otra época, no tan lejana en el tiempo, que ese emblema amarillo y blanco se asociaba nítidamente con el horror y la muerte. En 1955, banderas papales como las actuales fueron mostradas con desparpajo y revanchismo por miles de anti peronistas furiosos. Aquellos gorilas, civiles y militares, que la hicieron flamear, mientras marchaban por «sus» barrios residenciales, gritando maldiciones contra el derrocado presidente Juan Perón y su esposa Evita, a la que le aplaudieron el cáncer que terminó con su vida, Cantando loas al Vaticano, exhibiendo sus símbolos, junto a banderas inglesas y norteamericanas, miles de energúmenos juraban escarmentar, de una vez y para siempre, a los obreros y obreras peronistas, a los descamisados y «cabecitas negras», a quienes despreciaban desde lo más hondo de sus entrañas.
Era la misma bandera papal que se usó como símbolo contrario a las reivindicaciones de quienes durante diez años de gobierno popular, habían logrado cotas de dignidad como nunca en la historia contemporánea de los argentinos. No era casualidad su uso, ya que muchos de los pilotos navales que el 16 de junio de 1955 bombardearon Plaza de Mayo e intentaron asesinar a Perón, la lucieron como insignia de guerra, al igual que pintaron sus aviones con una leyenda que ejercía las funciones de proclama inquisitorial: «Viva Cristo Rey». Mientras ellos lanzaban las bombas que masacrarían a cientos de trabajadores y trabajadoras desarmados e inermes ante tanto terror, sus acólitos festejaban alabando al Papa y a un Cristo hecho a su medida.
Sí, la bandera del Vaticano marcó a fuego a quienes días después del golpe oligárquico, veían como se sucedían los allanamientos o la destrucción de todas las conquistas logradas en los últimos años. Esa enseña blanco-amarilla, que lució desafiante en los vehículos artillados del ejército que vigilaban, amenazadoramente, los barrios obreros, o en los buques de la Marina, que al mando del Almirante Isaac Rojas (otro destacado genocida de la época) sitiaban el Puerto de la Capital.
Si faltaba algo, para marcar aún más la presencia vaticana en ese golpe contra los intereses populares -como ocurrió en toda Latinoamérica-, desde Roma, el Papa Pio XII, bendecía a los asesinos y perseguidores de una importante franja del pueblo. Era el mismo jerarca que decretó el 23 de junio de 1949, la excomunión de todos los comunistas italianos y de sus simpatizantes, por «intrínsecamente perversos», y años después aplicó igual sanción a Perón, pero se negó a hacer lo mismo con Benito Mussolini, con Franco y Adolfo Hitler durante la segunda guerra mundial.
Ahora, las banderas del Vaticano han vuelto a ganar protagonismo. No es para menos, se festeja una nueva ofensiva eclesiástica en el continente. Los sectores populares, sumados a algunos gobiernos de características revolucionarias y definidos por el socialismo, habían ganado demasiado espacio, a ojos del Sistema. Los descamisados y descamisadas latinoamericanas, campaban a sus anchas y pedían a gritos, y con acciones concretas, apurar el paso hacia la segunda independencia.
Un liderazgo excepcional, surgido en Venezuela, se extendió por todo el continente. Por lo tanto se imponía un viraje abrupto. Un cambio de chip, ahora que Hugo Chávez, desde otra dimensión, sigue amenazando, junto a su cofrade Nicolás Maduro, los intereses de los poderosos. Para ello, nada mejor que un Papa que hable de los pobres, que alguna vez viajó en un transporte público y que hasta es hincha de fútbol. Uno «como nosotros», pero desde arriba y a la derecha. Un populismo vaticano a la medida, que cuenta con el consabido beneplácito y la hipocresía de unos y de otros. Incluso de algunos que se dicen «peronistas», y sin memoria, han perdido la vergüenza, haciendo pegar carteles saludando el «peronismo» de Su Santidad. Argentina está acostumbrada a estas explosiones de «júbilo» de un día para el otro. Solo basta recordar la Plaza del Galtieri malvinense.
Nada de gestos abruptos, nada de hablar de un pasado turbio en los años de plomo. Una gestualidad «diferente» , paternalismo a ultranza, pero el mismo conservadorismo estructural. En medio de la parafernalia mediática, se estimulan adhesiones hasta de los más inimaginables personajes, por el simple hecho de «no quedarse a la intemperie».
Ahora que «todos somos el Papa», y por lo tanto se resolverán todos los problemas de hambre, miseria, guerras, pedofilia, trata, y lacras similares, la amarilla y blanco sigue flameando, impoluta, como una marca registrada. Todo un símbolo de los tiempos que se vienen.
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