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Nacimos en la Churubamba

Fuentes: Rebelión

El libro de Juan Francisco María Bedregal es, a la vez, histórico y urbano, podríamos decir de contra-historia, pero también de contra-hegemonía, de contra-cultura. Se enfrenta a una interpretación historiográfica institucionalizada, se enfrenta a una mirada urbanística pretendidamente moderna; empero, conceptualmente colonial. Es pues un libro polémico. Lo que se coloca en la mesa del […]

El libro de Juan Francisco María Bedregal es, a la vez, histórico y urbano, podríamos decir de contra-historia, pero también de contra-hegemonía, de contra-cultura. Se enfrenta a una interpretación historiográfica institucionalizada, se enfrenta a una mirada urbanística pretendidamente moderna; empero, conceptualmente colonial. Es pues un libro polémico. Lo que se coloca en la mesa del debate es el nacimiento de Nuestra Señora de La Paz. No es, aunque parezca, una discusión de eruditos, sino un debate dramático, donde se sacan a relucir las estrategias y las fuerzas en juego, enfrentándose una geopolítica colonial con la geografía emancipadora de los pueblos, usando la definición del geógrafo afro-brasilero Milton Santos. Bedregal llama a la memoria, busca activar la memoria, haciéndola presente en una coyuntura problemática y ambivalente; la de ahora, cuando hablamos del «destino» del proceso de cambio.

Los capítulos del libro son acuciantes; cada uno a su modo. El primero, reinterpretando el significado histórico de los asentamientos en la cabecera de valle de Chuqui-apu, teniendo en cuenta el contexto turbulento del proceso de la conquista. El segundo, mostrándonos los entretelones de una conquista interminable, que enfrenta una composición histórica problemática, atravesada por dos guerras intestinas; una nativa, la otra española. Donde las resistencias reaparecen no sólo como lucha, también huida, sino también como territorialidad urbana. El tercero, deshilvanando la «ideología» tejida en torno a las actas, a partir de una elucidación clara del contenido de estos documentos coloniales. El cuarto, conversando y polemizando con Therry Saignes, a propósito de la etno-historia de La Paz. Estos capítulos, nos presentan a un autor preocupado por el presente, por recuperar la ciudad de La Paz, por devolverle su apacible relación con su matriz inicial, buscando una nueva perspectiva, ecológica y andina, para su posterior desenvolvimiento. Lograr situar nuevamente, el papel articulador de esta ciudad asentada en una cabecera de valle, que es puente entre regiones geográficas y ecológicas diversas y complementarias.

En adelante, presentamos los comentarios que nos motivaron la lectura de esos capítulos minuciosos, acuciosos e interpeladores.

Memoria de piedra

Ha de perdurar por milenios, está inscrito en piedra. No se puede borrar la huella ancestral, aunque se construya sobre ella. Sólo serán sedimentos acumulados, uno sobre otro; todos asentados sobre la primera piedra esculpida. Juan Francisco María Bedregal tiene razón, no se puede borrar la memoria de la primera ciudad tiwanakota, los asentamientos aymaras, la incorporación de los inkas, los lavaderos de oro, ni los primeros huesos dormidos, enterrados. La llegada de Pizarro no movió el sitio, tampoco la fundación tardía; fundación monárquica sobre una fundación comunitaria ya dada, de Alonso de Mendoza. Los cimientos de la primera ciudad siguen ahí, impávidos, soportando el peso de las construcciones posteriores; cimientos amarrados al tejido territorial de la constelación de asentamientos, ciudades, puestos, tambos, canales, caminos del inka, que articulan los territorios a los suyus; que amarran a los pueblos, a los cuatro pueblos, entonces Tiwanaku; a los cuatro suyus, entonces Tawantinsuyu.

La cartografía de plazas de armas, de ciudades fundadas, de reducciones, con sus encomiendas, repartimientos y misiones, se asentó sobre el espesor territorial de los ayllus. Esta cartografía política no borra la inscripción profunda de la comunidad en la tierra. Lo único que hace es ocultarla. Mientras se muestre luminosa y agitada, la cartografía aparenta estar consolidada; sin embargo, basta una crisis para agrietar rápidamente los muros de su pretensión. La Paz fue primero asentamiento tiwanakota, clave en la tesitura entre Altiplano, valles y yungas; después fue parte del señorío aymara, presumiblemente de los paka-jaquies. De aquí viene la presencia del Tambo del Quirquincho o del Uturunku. Los españoles se cobijaron en este valle, llamado San Sebastián por ellos. En la Churubamba se afincó la plaza de los españoles, al lado de la plaza de los indios. Dos plazas entonces, como en el ayllu; pero, esta vez, sin centro, pues el taypi podía ser una u otra plaza. Este fue el centro de la ciudad hasta el sitio de Tupac Katari; después, la plaza se trasladó a lo que hoy es la Plaza Murillo. Esto por razones militares y de resguardo. Entonces, hablamos de dos tiempos de la ciudad; cuando tenía su centro en la Churubamba, con dos plazas, compartiendo cierta complementariedad, entre indios y españoles; después, cuando impuso un solo centro, dominante, hegemónico, categórico, desechando el juego de las dos plazas, desterrando la memoria indígena, de la narrativa oficial de la ciudad Nuestra Señora de La Paz.

Desde entonces, la ciudad se ha perdido en la ilusión de una fundación española no fundada; descentrándose del eje primordial, guiado por la ruta de la constelación del sur, el ojo de la llama. Creyendo que su ruta era la de los ferrocarriles que conducen al mar, donde desemboca la sangre mineral arrancada a los cerros. Esta ciudad se ha perdido, perdiéndose en su laberinto, en su pretensión moderna; olvidando que es una ciudad india y un campamento provisorio español. Una ciudad, que después de la caída de Cuzco, podía haber retomado el tejido ancestral de la constelación del sur, impulsando desde esta centralidad dual, complementaria, el amarre de geografías y territorialidades, narradoras de otra civilización. Los paceños perdieron el camino, al desplazarse a una plaza de armas, dejando atrás, al otro lado del río, al descartar el juego complementario de las dos plazas.

Sin embargo, a pesar de los pesares, la memoria de piedra vuelve, reaparece condicionando los diseños urbanos, confabulándose con las montañas, conectándose con el Altiplano, dejándose llevar por el viento hacia las costas, atravesando las sierras, bajando cada vez más a los valles profundos, resbalando a la caída tropical de los yungas, después a los llanos de la Amazonia, y a la selva alta de la Amazonia. Es como si el «inconsciente colectivo» de esta ciudad india y mestiza se hiciera la burla del ego y del alter-ego de las pretensiones de ciudad moderna; es como si este «inconsciente colectivo! reapareciese en las noches, en los lugares de siempre, con distintas máscaras, sin que se inmute la mirada atenta e institucional del Estado.

La ciudad de La Paz es una lucha constante; su pretensiosa modernidad se instaura institucionalmente; empero, es desgastada por dentro. No puede sostenerse por prolongados tiempos, pues la gravedad de la memoria pone las cosas en su lugar. Esta ciudad pertenece a la piedra, al labrado de la piedra, a la escritura en la piedra; esta ciudad pertenece a los primeros que dejaron sus huesos bajo tierra o en los primeros socavones mineros. Esta ciudad pertenece al tejido de los awayos, también al acuerdo, a la complementariedad posible, intercultural, con los que llegaron del mar, del otro continente. La Paz es una lucha entre dos tendencias; la del olvido y la de la memoria.

¿Por qué es importante recordar? ¿Por qué es importante discutir la interpretación genealógica de La Paz? Pues, ¿cómo podremos afrontar el presente de esta ciudad, cómo podemos resolver los problemas que le quejan, si no liberamos la ciudad que contiene, la ciudad ocultada, la ciudad de los ancestros y de las resistencias perenes? Hablemos de la ciudad del suma qamaña/suma kausay, hablemos de una metrópoli que retoma sus tejidos comunitarios, los amarres territoriales y de los pueblos, pensemos una propuesta urbana desde la perspectiva territorial de la estrategia de complementariedades y de las complejidades ecológicas. De eso se trata, de recuperar el tiempo perdido retomando las curvaturas del espacio-tiempo de la memoria, que se hacen presente en el plano de intensidades.

La conquista interminable

La historia de la Conquista del Perú aparece como la incursión continua, sucesiva, en constante expansión, por parte de los llamados conquistadores, por una parte; la manifestación de contrastes y contradicciones, de divisiones y desacuerdos, por parte de los inkas; sus tensiones, sobre todo los reclamos de la nobleza de los orejones, también de los señoríos aymaras, por otro lado. Esta conquista, en ciertas etapas de su desplazamiento, no parece una conquista, sino la continuidad una guerra civil en el mismo Tawantinsuyu, guerra civil donde los españoles jugaron su partido. Las divisiones internas fueron aprovechadas por los españoles; empero, éstos también tuvieron su guerra civil. Pizarro y Almagro se enfrentaron en una guerra fratricida. Tal parece que la guerra civil atrapo a todos, nativos y conquistadores.

La conquista no se dio de golpe, sino fue todo un proceso, mas bien largo. Parte de la nobleza nativa esperaba el reconocimiento de la Corona, debido a sus servicios. Los orejones esperaron la devolución del Cuzco, la capital del Tawantinsuyo. Las alianzas se dieron entre nobleza nativa, por lo menos una parte importante de ella; esto explica los entretelones enrevesados de componendas, expansiones, concesiones; la entrega de la mina de Porco; pero, también, el laberinto del silencio, el ocultar la mina de Potosí, mucho más importante que la de Porco. Tal parece que, en aquel entonces, no había una clara consciencia de que lo que sucedía era una conquista, salvo, quizás, la certeza de la comandancia militar española, que comprendía que habían extendido los territorios del imperio ibérico. Empero, la nobleza nativa se ilusionaba con que establecía alianzas, que podían llevarla de nuevo a un equilibrio, donde la nobleza retomaba la hegemonía. Sólo después, cuando se narra la historia, desde la perspectiva de los vencedores, se hace evidente que lo que ocurrió fue una conquista.

Esta impresión que deja la historia de la conquista del Perú explica algo que debería quedar claro; la conquista fue posible, pues los conquistadores contaron con aliados nativos. Lo mismo ocurrió en México; Hernán Cortez entró a Tenochtitlán con un ejército de nativos que acompañaban numerosamente al ejército español. Estos hechos no se pueden descuidar, no solo para lograr explicar cómo un puñado de españoles conquistó gigantescos dominios territoriales de aztecas y de inkas, sino también evitar caer en una narrativa insólita que hace abstracción de las fuerzas en juego, de la correlación de fuerzas, de la situación de las estructuras y diagramas de poder. Esto, de ninguna manera, exculpa a los conquistadores, sino que identifica a las fuerzas colaboracionistas, que hicieron posible la conquista y la colonización.

Ninguna dominación se da sin una cierta aceptación. Esta trama es como una regularidad en las historias de las sociedades. Este es el problema de fondo; la parte que juega la aceptación. Los nobles jugaron un papel en este desencadenamiento. Esto se ve muy claramente tanto en el laberintico proceso de la conquista como, después, en las distintas posiciones que se dieron en el levantamiento pan-andino del siglo XVIII. Las diferencias entre caudillos nobles y plebeyos, nos muestra que los nobles sólo estaban interesados en la restitución de sus privilegios, en tanto que las comunidades estaban interesadas en una revolución social y en una reforma agraria. No se pueden comprender las conquistas de México y del Perú sin develar el trasfondo de las luchas internas, intestinas, incluso de lo que hoy podríamos llamar la «lucha de clases» en las sociedades nativas; mejor dicho, contradicciones entre comunidades sujetas a coerción respecto a los aparatos burocráticos y administrativos señoriales, incluso hasta sacerdocios centralizados.

Esta relectura y reinterpretación de la historia de la conquista es imprescindible, sobre todo ahora, que los movimientos indígenas y los movimientos sociales anti-sistémicos descolonizadores enfrentan desafíos y obstáculos, al momento de entrar en contradicción con los llamados gobiernos progresistas y las restauraciones de los Estado-nación. No se puede seguir alimentando la historiografía de una narrativa inocente y esquemática, que no devela las complicidades de la nobleza nativa con los conquistadores. El problema antes, como ahora, es el poder, son las estructuras y diagramas de poder. La fuerza y la potencia creativa radicaban, en esas sociedades nativas, en las comunidades; las cuales tuvieron que soportar el peso de los privilegios de una nobleza y burocracia exigentes y engreídas. Si hay instancias dinámicas que hay que defender, en la reinterpretación de la historia de las conquistas, son las comunidades ancestrales. Primero, frente a los conquistadores, que las convirtieron en encomiendas, parroquias, reducciones, repartimientos, misiones y haciendas; segundo, frente a la nobleza y las burocracias nativas.

Las grandes dificultades, que hoy, se tiene para afrontar y desplegar la descolonización tienen que ver con el apego de los gobernantes progresistas con las estructuras e instituciones heredadas del Estado-nación, de la colonialidad; por lo tanto, la inclinación silenciosa con la continuidad colonial por conductos republicanos. Las grandes dificultades, que evitan la profundización del proceso democrático, de la revolución democrática y cultural, tienen que ver con los conservadurismos de la clase política, que se inviste de «revolucionaria», empero, paradójicamente, repite las práctica y las modalidades de la clase política republicana y liberal. Las grandes dificultades, en el sentido de la igualación, por ejemplo, de la realización de la segunda reforma agraria en Bolivia, tienen que ver con las alianzas del gobierno y de las burocracias con los terratenientes y la burguesía agraria. Las grandes dificultades que se tiene para abrir rutas hacia mundos alternativos, hacia sociedades pos-capitalistas, son los apegos de las dirigencias «revolucionarias» por el modelo extractivista colonial del capitalismo dependiente. Es menester pues, contar con una mirada crítica de la historia; tener una perspectiva de las genealogías del poder cuando se trata de activar la memoria.

A propósito, las «ideologías» sirven, en unos casos, para legitimar las instituciones, en otros casos, para convocar a la lucha; sin embargo, se convierten en un obstáculo para actuar cuando se trata de transformar, de destruir el poder, de desinstalar el Estado, de deconstruir las relaciones y las estructuras de dominación. Las transformaciones efectivas no pueden usar las «ideologías», pues terminan perdiéndose en el laberinto de los imaginarios, que en gran parte son conservadores. La eficacia de las transformaciones requiere de miradas críticas, no contemplativas; de miradas que escruten, en las estructuras institucionales, las formas de dominaciones polimorfas consolidadas. Por eso, la relación con la memoria no puede ser descriptiva, ni de remembranza. No se está en relación con un álbum de fotografías, las que tienen que ser seleccionadas para beneplácito del observador. Se está en relación a los espesores sedimentados de las experiencias colectivas de los pueblos y las sociedades; experiencias que registran las vivencias intensas, los presentes desplegados, los afectos, pasiones, saberes, de entonces, los problemas no resueltos, las luchas inconclusas. La relación con la memoria, en un presente determinado, es buscar el espesor sedimentado de estas experiencias lecciones que ayuden a potenciar el presente, a potenciar la fuerza transformadora del presente, potenciar la memoria en el presente, en tanto memoria desmesurada.

La invención de la historia

¿Qué es la historia? ¿Relatos? ¿Narración? ¿Memoria? Si este fuera el caso, ¿cómo se manifiesta la memoria? La historia de la que hablamos tiene varias acepciones. Lo que en la escuela nos enseñaron es la narración institucionalizada de lo que supone el Estado que es nuestra memoria. De lo que hablan los historiadores es del relato construido a partir de sus estudios e investigaciones, que escudriñaron fuentes y archivos, cotejándolos y cumpliendo con una interpretación coherente. De lo que nos hablan los marxistas es de la dialéctica de la lucha de clases. De lo que nos hablan los que se rebelan contra el presente es de transmisión oral de antiguas luchas. Como se puede ver estamos ante versiones de una narratividad plural, que llamamos historia, que pretende ser la memoria de un pueblo. Hay pues un debate o concurrencia entre estas versiones. Empero, también hay un debate sobre la interpretación puntual de los acontecimientos, sobre la interpretación de las fuentes, de los documentos, de las actas.

Juan Francisco María Bedregal nos presenta en su tercer capítulo un debate puntilloso sobre las actas coloniales relativas a la fundación de Nuestra Señora de La Paz. ¿Cuál es el valor de estas actas? La identificación de las fechas; el cuándo; además, de dónde. Fuera, claro está de quiénes. Lo que se inscribió en las actas, lo que puede emanar de ellas sobre el contexto y los problemas del momento. Una de las principales observaciones de Bedregal es la sobreabundancia de las notas posteriores, hechas sobre las actas, esforzándose por aclarar lo que de manera directa dicen las actas. Lo que queda claro es la contradicción entre el contenido de las actas y el sentido forzado de las notas. Los intérpretes asiduos de las actas pretenden demostrar una fecha muy posterior del asentamiento de Nuestra Señora de La Paz, el Pueblo Nuevo, y que supuestamente se habría dado en otro lugar. Donde es ahora la plaza de armas. La pregunta es directa: ¿Por qué se esfuerzan tanto estos intérpretes tardíos en alejar el momento del asentamiento urbano?, ¿por qué pretenden demostrar que la fundación de la ciudad se dio lugar precisamente donde ahora se encuentra la plaza de armas?, ¿por qué ocultan que Chuquiabo fue, en realidad, asentamiento nativo, antes de la llegada de los españoles?, ¿Por qué ocultan que cuando llegaron los conquistadores se cobijaron en este poblado y que «fundaron» un Pueblo Nuevo en lo que se conoce es la Churubamba? Este es el nudo de la discusión.

No se trata de una simple equivocación, de una mala interpretación, de un mal entendido. Estamos ante el ejemplo ilustrativo de la invención de la historia. La historia como relato del poder no puede aceptar la procedencia de los acontecimientos iniciales, el rastro de los primeros pobladores. No puede aceptar la evidencia misma de las fuentes; las actas, la crónica misma de los conquistadores. ¿Por qué no puede? Pues este nacimiento efectivo interpela como hecho fáctico la legitimidad de su dominación. La Paz no podía haber nacido en la Churubamba, barrio de indios. La ciudad no sólo tiene, sino que debe haber nacido, como deber y obligación, al otro lado del río, en un espacio claramente para blancos; un espacio sin mezclas. Esta otra ciudad, trasladada después del sitio de Tupac Katari, se constituye como urbe contra los indios. No podía aceptar su pasado, donde se mezcló patentemente con el poblado indio, siendo cobijado el primer cabildo en la casa del Tambo Quirquincho. No sólo se trata del recuerdo dramático del sitio, sino de todo un proyecto de Estado. Un Estado fortaleza, enfrentando la amenaza indígena. No es que antes no hubo algo de esto; empero se dio de otra forma. Fueron dos guerras civiles; una intestina, de los inkas, entre hermanos, que envolvía también el conflicto entre señoríos con el inkanato; otra también intestina, entre españoles, por el botín de la conquista. Ambas guerras civiles se mezclaron, dando lugar a complicadas alianzas. Ese fue un tiempo de un proceso enrevesado de conquista, donde la Corona disputaba el control de los territorios incorporados con los conquistadores, que consideraban seriamente su derecho de conquista. Derecho de posesión de tierras, recursos e indios. La Corona, influenciada por Bartolomé de las Casas, trato de proteger a los nativos, de la violencia desmesurada de los conquistadores, promulgando leyes; empero, el poder efectivo y directo caía en las manos de los conquistadores. El resultado fue la negociación, donde perdieron los pueblos nativos. Este estado de cosas era el de alianzas con la nobleza nativa, mezclas, yuxtaposiciones, colindancias, demarcaciones. Para la administración colonial era evidente que las disposiciones jurídicas deben referirse a ibéricos y a nativos; con el tiempo también a criollos y mestizos. Lo que llama la atención es el cambio de actitud desde el levantamiento pan-andino, desde la finalización del sitio de La Paz; sobre todo, después de la independencia, se hace como si no existieran las naciones y pueblos nativos, por lo menos en lo que respecta a la norma liberal, así como asombrosamente al relato histórico.

Juan Francisco María Bedregal recoge de la investigación de Thierry Saignes[1] citas ilustrativas sobre el nacimiento y la historia de la ciudad de La Paz:

Los estudios históricos recuerdan la existencia de una aldea indígena anterior a la fundación de Nuestra Señora de La Paz en 1548. Pero desconocen la etapa siguiente que consistió en reagrupar. En 1573, las aldeas indígenas esparcidas por la cuenca del Choqueyapu, en un verdadero «pueblo de indios», el de San Pedro y Santiago de Chuquiabo. En el surandino, ni Cusco, ni La Plata (Sucre), ni Potosí, Cochabamba y Oruro conocieron la fundación de una reducción indígena tan cercana a la ciudad.

El doble nombre remite pues a una doble fundación urbana (según un patrón espacial hispánico) en una cabecera de valle cuyo río desemboca en los afluentes amazónicos. Hecho singular, estos dos asentamientos humanos, puestos frente a frente a 3.600 metros de altura, en una y otra orilla del Choqueyapu, «en una ladera algo agria» (1586)[2].

Thierry Saignes parte de la segunda «fundación» de La Paz, dejando pendiente la primera «fundación» y sobre todo los periodos anteriores a esta «fundación». Bedregal se encarga de aclarar esta genealogía urbana. Antes de la llegada de los españoles, de los primeros, contando con la visita de Pizarro, visita que fue enmudecida por la historiografía oficial, no solamente habitaban la cabecera de valle los trabajadores de las minas de oro, sino se encontraban dispersas comunidades, estructuradas dualmente, correspondientes al arquetipo del ayllu. Cuando se «fundó» La Paz, tanto, la primera vez, como la segunda, las reducciones que se conformaron, distinguiéndolas de la ciudad española, corresponde a estas comunidades dispersa. Se dispuso su aglutinamiento en parroquias.

Estamos ante una ciudad que nace en el seno de territorio de comunidades, territorio interétnico entre ayllus, entre suyus; una ciudad que se rodea de pueblos indígenas; es decir, de reducciones. Una ciudad atravesada por recorridos y circuitos de complementariedades, entonces por el espesor de las culturas andinas; empero, una ciudad que hace el esfuerzo por ignorar y olvidar esta marca, una ciudad que se construye un imaginario excluyente. Entonces una urbe cuya psicología es problemática, llena de mascaras y de escudos; una psicología arribista, que, sin embargo, expresa sus traumas y complejos profundos. Es una historia efectiva que se configura en el enfrentamiento de dos espaciamientos distintos; una cartografía espacial, un espacio estriado, correspondiente al diagrama de poder colonial, intentando colonizar, dominar y controlar, el espesor de las territorialidades complementarias y de las reciprocidades. La cartografía del poder sólo logra imponerse institucionalmente; es decir, imaginariamente. No puede domesticar la dinámica de los espesores territoriales. La geografía política aparece como mapa institucional del Estado; empero, no deja de ser un velo que oculta, el espesor de las territorialidades culturales y el espesor de los nichos ecológicos. Mientras el Estado reproduzca el imaginario institucional, en este caso, el imaginario del espacio cartográfico, puede aparentar que ese dibujo es la «realidad»; empero, cuando estalla la crisis del Estado, se desgarra el velo y sobresale la desnudez rebelde de los cuerpos, las voluminosidades de los territorios, la mezcla de los nichos, las líneas de fuga, el nomadismo de los pueblos, la autonomía y autodeterminación de las comunidades.

[1] Tierry Saignes: De los Ayllus a las Parroquias de Indias, en Ciudades de los andes; visión histórica y contemporánea. Compilador: Eduardo Kingman G. Primera Edición: CIUDAD, 1992, Copyright: CIUDAD, Quito, Ecuador, 1992.

[2] Ibídem: Pág. 54.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.