Tras escuchar las declaraciones de más de 110 testigos, en el marco de la mega causa La Perla, Gustavo Vaca Narvaja interpela al Estado terrorista encarnado en jerarcas y grupos de tareas, a sus métodos y jerga deshumanizante. Ahonda en las vivencias que a diario exponen en el recinto de Tribunales Federales los testigos que […]
Tras escuchar las declaraciones de más de 110 testigos, en el marco de la mega causa La Perla, Gustavo Vaca Narvaja interpela al Estado terrorista encarnado en jerarcas y grupos de tareas, a sus métodos y jerga deshumanizante. Ahonda en las vivencias que a diario exponen en el recinto de Tribunales Federales los testigos que «…Vienen y siguen viniendo de lugares lejanos a declarar. Ahora libres. Ahora plenos. Ahora lejos para siempre de tus tormentos…».
Conoces cuál es tú límite de resistencia ante el dolor? ¿O sabes cómo puedes reaccionar si torturan ante tus ojos a tus padres, tu esposa, tus hijos? ¿Y qué sobre la brutalidad del torturador que descarga sus frustraciones, su impotencia y cobardía, y se vale de palos, hierros, púas o esos cables electrificados; cables pelados, que pueden cocinar el cuerpo de un hombre estaqueado, indefenso, sometido?.
¿Sabes acaso cuál es tu límite ante estas atrocidades a las que miles fueron sometidos?
Para los que dicen: ¡los hemos quebrado!… va este reclamo
¡Clava tu puñal!
Hay voces hechas de sonidos sofocantes. Increíbles, medios muertos, atormentados, sin piel que habitan un mundo asombroso e inexplorado, en una lúgubre agonía solemne donde el mutismo (¡al fin!) se les vuelve presagio.
¡Clava tu puñal en el pecho de ese cuerpo prisionero!
El lacerado. El desnudo pleno de sudor. El de los brazos entumecidos y la garganta seca. La ofrenda sacrificial de esas lunas que jamás debieron ser, en las que el verdugo sobrepasó todo umbral de maldad y desvarío.
¡Clava el puñal en ese cuerpo arrancado!
De su casa, de sus queridos, de su trabajo, familia y amigos; tú que lo arrollaste con la violencia conocida de la patota disfrazada de justiciera, bañada de impunidad, esa que destrozó a pedazos la tranquilidad de su gente. La de él. La del pobre ser que has atrapado en tus garras. Ese al que le robaste recuerdos y bienes; al que le llevaste sus historias escritas y sus fotos. Al que saqueaste como el ladrón de baja estopa sus objetos más personales. Los que sólo tenían significado en su mundo. Sus muebles, sus ropas, sus relojes.
Ese pobre ser que cayó en tu submundo de iniquidad al que le violaste sus mujeres; al que le robaste sus hijos; y al que arrastraste con sus sueños a un baúl donde, agredido, tabicado, esposado, golpeado, mancillado y después picaneado, dejaste sangrar, herido, inconsciente, semivivo o medio muerto en una infecta colchoneta que hiede el dolor de tantos, como si fuese ése un destino, en ese lacerante punto de reposo. Donde sólo puedes herirlo más, como si eso -¡todavía!- fuese posible.
Y allí; en ese aislamiento, en ese no-lugar, a pesar de tu perversidad, de tu inclaudicable ferocidad, afloró en esa víctima desencajada y ultrajada, un espacio desértico aunque esplendorosamente manso, al que sólo se llega luego de morir, y adonde el tabique oscuro permite lo que ustedes no pueden impedir: el sol interior que ese ser no se resignó a dejar en la mesa de tortura. El sol que le nace una y otra vez sin abandonarlo (¡A veces a su pesar! ¡A veces con sus propios regaños! A veces y siempre…) Es que perdido el asombro de aquellos momentos que acompañaron su despedida, el día se escudó tras el eco de un piano de la niñez; o en aquéllas noches de sueños cómplices; de charlas amorosas de voces que nunca dejan de irse del alma.
¡Y entonces la sed! Una intensa que le invade ese que era (¡que es!) su cuerpo. La desesperada, la sed que dejan los cables eléctricos desnudos y punzantes. Esos que el verdugo activa, jadeante, anhelante, solazando la mirada torva ante las cruces que dibujan las chispas y en la hediondez de un cuerpo chamuscado, mutilado, en un ambiente de vahos húmedo y respiraciones ávidas del dolor humano. Ante ese auditorio de invitados a la mesa del tormento.
A «la parrilla». Esos a los que llamaban «Números», mutando en chacales a cada descarga. Esos cuyos aullidos apenas contenidos envenenaron su entonces y su futuro. Para siempre. Sí, señor, para siempre, en función de la cobarde complicidad masiva. Del pacto de sangre. Estuvieron. Posaron su cuerpo, sus pies, sus manos, sus sexos. Estuvieron. Nadie fue ajeno. Nadie escapó de ser testigo o protagonista de la gimiente agonía del mutilado. Ninguno.
¡Clava tu puñal, entonces, en ese cuerpo marchito!
Y truena, ante el bramido del hombre encadenado, por cuyas venas y músculos las descargas eléctricas reptan, como gusanos vivos y hambrientos, las zonas más sensibles de un cuerpo desvalido. Un pobre cuerpo que irradia chispas que saltan, caen y queman.
Clava tu puñal en los recuerdos de esos adolescentes del secundario que torturaste y desapareciste. De esas niñas violadas y vejadas una y otra vez, como la bella Rosemarie; de Alejandra, la muñequita casi púber a la que destrozaron; del de Herminia: a quien dejaste abandonada, hinchada, moribunda en la camilla de la picana, para llegar a tiempo (¿a tiempo? ¿y cuál es tu tiempo?) a tu brindis familiar del fin de año del 76. Sí, de ése brindis, ¿te acuerdas? Ya tenías puesto tu disfraz de padre, de esposo. ¿Quieres más? (¿Te gustaba esa pregunta, no? Te daba placer, antes, en tu tiempo. ¿En tu tiempo?) Porque puedo seguir y seguir. Tengo cientos, ¡tantos de los fantasmas que te habitan en las noches…!
Así que clava tu puñal en los recuerdos de todos, de los cientos de jóvenes que mutilaste, laceraste, fusilaste y despareciste en los campos de concentración y exterminio de La Perla y La Rivera. De los cientos de estudiantes universitarios, trabajadores, delegados gremiales, profesores, militantes sociales, políticos, seminaristas, hombres, mujeres y ¡hasta esos niños! que presenciaron las torturas y violaciones de sus madres…
¡Clava ese puñal en el pecho en ese cuerpo saqueado, de ese secuestrado!
Ese que mutaste, paciente, en algo casi inhumano: un cuerpo obediente a tu orden, la del verdugo. Un cerebro paralizado por el terror. Que no reacciona. La vida entera atrapada en el desconcierto. La voluntad resquebrajada. El todo, es ahora, una jaula sin rejas. Un cristal opaco. Un navío a la deriva. Abandonado. Un lecho vacío y seco, al que llamas subversivo, quebrado, buchón, pero que hoy se te han vuelto decenas de voluntades, de ondas anilladas y libres, con sutiles vientos de Justicia.
Y vienen. Y no puedes evitarlo. Vienen y siguen viniendo de lugares lejanos a declarar. Ahora libres. Ahora plenos. Ahora lejos para siempre de tus tormentos. Vienen de donde rehicieron la vida y el inmenso goce de sentirse vivos. Vienen desde esos lugares perezosos, deliciosamente ausentes a tu mirada. Acuden entusiastas hacia una luz intensamente blanca, una que no encandila porque que sólo ilumina el alma. Qué extraña fascinación sienten. Y vuelven a escapar, ahora (¡sí, ahora!) de aquellos crepúsculos de sombras, de contornos difusos y recuerdos grises de los campos de la muerte.
¡Clava el puñal en ese cuerpo desaparecido!
Allí. Allí mira, está la sala de tortura. De tormentos. De suplicios. Aislada por escasos metros de la cuadra. Con sus paredes húmedas, descascaradas, sucias. El elástico de una cama desnuda, herrumbrada, ensangrentada y oxidada, con sus cuatro tenazas huérfanas que atrapan muñecas y tobillos y el arco del cuerpo estremecido en la tensión. En una contorsión enorme, interminable sometimiento a la descarga feroz. La descarga que acompañas con tu danza. La macabra danza de los verdugos. La víctima exhausta implora. Basta, exhala. Basta, desvanece. Basta… Decenas de seres como vos bailotean ante ese espectáculo grotesco. Los apodos riendo, los rostros excitados. Algunos hasta cantan. Y la picana ahí, la picana de las bestias humanas que hasta invitados se permiten. Invitados al espectáculo del dolor y la desesperación. Y nada hacen. Y todo complace. Y hasta comulgan con los bárbaros y callan. ¡Eso! ¡Callar ante todo! Lo que vale es la orden rutinaria, la que ordena la lógica del horror y lleva a la víctima a una sujeción absoluta.
Llévalo a la servidumbre. A la enajenación. O llévalo al pozo: a esa profundidad oscura, de inquietante espera donde cala, profundo, el silencio. ¿Hiciste de él un esclavo; un oscuro sujeto deambulando entre la vida, muerte y el olvido? Sí, lo hiciste. Y en esas horas de traslado, cuando se paraliza el tiempo, cuando no hay sonidos y hasta la respiración se presiente ajena, se huele el temor. El miedo y el desconcierto se pueden oler. ¿Lo sabías? Sí, claro, si hasta podrías dar cátedra de tortura… La confusión irracional que evade todos los caminos al retorno en esas horas de ojos sellados, de boca silenciada, de brazos atados. Llega el camión que los devora en su acoplado. Van camino al pozo.
El «Menéndez Benz», el «féretro» esperado; el siniestro Unimog que apodaron con el nombre del genocida jefe, el nombre de Luciano Benjamín Menéndez: un enorme sarcófago que rueda, feliz, de sus actos criminales. Sobre él, una decena de prisioneros por el camino de tierra. Ese que rodea La Perla. Huella y sendero hacia el pozo. La traza del silencio. Luego llegará el estampido. Hablará la metralla. Derribará cuerpos (¿alguien sabe cuántos? ¿alguien los cuenta?) en fosas vacías, o en las que aún no rebalsan muerte. Los verdugos enfundan sus armas. El humo de sus carabinas se difumina en el aire ante la sonrisa de los oficiales. Las víctimas resbalan inertes, torpemente hacia el foso. Hacia la nada. Mientras eso, la desesperación del secuestrado en la cuadra, esperando el siguiente viaje. Otra hora de rodillas, tabicado, esposado contra el muro de sangre hasta que llegue el día, la hora de su llamado. O ese perverso toque silencioso del hombro para que se levante y camine a tientas, como pueda, hacia la muerte segura. O el grito de su propio número, ese que definitivamente ha reemplazado su nombre.
¡Clava ese puñal en las desnudas morgues!
Donde los cadáveres apilados como monedas se mezclan entre los fluidos y la sangre de un piso que jamás se seca, y donde patinan quienes van a buscar a sus hijos, a sus padres entre los muertos. La juventud de esos cuerpos duele tanto… ¡Tanto! ¿Por qué el odio? ¿Por qué? ¿Para qué tantos disparos? La saña febril, despareja, desproporcionada del Estado Terrorista ante las víctimas. Tan solas, tan frágiles, tan jóvenes.
Y los que tuvieron la suerte de rescatar un cuerpo, el de su amado que llegaron a buscar, partía con la obligación de cerrar el cofre. No mostrarlo a nadie. Cerrar el cajón, hermético, si-no-le-matamos-toda-la-familia-y-vio-que-somos-capaces-de-cualquier-cosa ¡Cualquier cosa!
La orden era desaparecer. ¡De-sa-pa-re-cer! Y un cadáver, por más féretro, está, está… ¡Carajo que si lo muestra va a ver lo que le pasa!
¡Clava el puñal en ese cuerpo en el pozo!
Y también, clávalo en quién vive esperando la muerte y llamas subversivo. Allí donde cientos de sobrevivientes testimoniaron tus actos y los de aquellos que lograste quebrar a pura (¿pura?) tortura. Sí, ese aún pensabas estaría sometido para siempre bajo tu dominio. Ellos han regresado. Son los que hoy también hablan. Los que desvelan en tu patota las entrañas de tu propia cobardía, de tu perversión. De tu impotencia y miserias ocultas por décadas. Sin embargo; aún permanece intacto un último peldaño: «El Secreto»: el secreto de esos cuerpos. De esos cientos, miles de cuerpos que aún siguen ausentes, deseosos de ser descubiertos. De aflorar a la luz.
¡Clava el puñal en este presente que te condena!
Porque estos sobrevivientes, los que señalan en sus aturdidos recuerdos con su aliento de vida, están desnudando tus aberraciones. Ante ti mismo, ante tus familiares. ¿Qué pensarán ellos ahora de ti? ¿Puedes asegurar que no te desprecian y abominan en sus pensamientos aunque no te lo digan? No. No puedes. Eso tampoco puedes ni podrás. Lo sabes. Vas a morir con eso. Alguna vez, bien lo sabes, un nieto de tus nietos querrá sepultar tu apellido y tu recuerdo para siempre. Borrarte como tú quisiste hacerlo con esos miles y miles y miles
Ahora, los sobrevivientes, han esperado mucho, mucho tiempo.
Un tiempo que le pondrá fin a la humillación. Al dolor. Al tormento sufrido. A las pérdidas. A las ausencias. Al despojo y a tus cobardes venganzas.
Son cientos de fantasmas los que te rodean y esperan tu condena. Algunos hasta envueltos de gloria. ¿Lo pensaste alguna vez? ¿Imaginaste realmente alguna vez que todos olvidarían? ¿Supusiste sólo por un momento que tu conciencia olvidaría? ¿Lo creíste?
Y acá están. Presentes en este tiempo de Justicia. Desenmascarando también a los coautores, a los cobardes y a los delatores que alguna vez te protegieron. Pero que hoy te dejaron solo.
Te soltaron la mano.
Gustavo Adolfo Vaca Narvaja es escritor. Hijo de Miguel Hugo Vaca Narvaja (detenido -desaparecido), y hermano de Miguel Hugo Vaca Narvaja (h), fusilado en la UP1. Marzo de 2014. Juicio Mega-causa La Perla, Córdoba. Después de escuchar más de 110 testimonios por Delitos de Lesa Humanidad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.