A estas alturas del partido esta pregunta es pertinente: ¿qué sentido tienen las elecciones? Fuera de ser el mecanismo democrático periódico de la evaluación cuantitativa de las fuerzas, la crisis del «proceso de cambio», la crisis del Estado, no se resuelve electoralmente. Menos cuando asistimos a la tercera elección general, después de la crisis y […]
A estas alturas del partido esta pregunta es pertinente: ¿qué sentido tienen las elecciones? Fuera de ser el mecanismo democrático periódico de la evaluación cuantitativa de las fuerzas, la crisis del «proceso de cambio», la crisis del Estado, no se resuelve electoralmente. Menos cuando asistimos a la tercera elección general, después de la crisis y las movilizaciones sociales del 2000 al 2005, elección que viene acompañada por apatía, desencanto, falta de entusiasmo y muchas dudas. Elecciones donde tanto el oficialismo como el gobierno se parecen cada vez más. Ambos se refieren a la Constitución de una manera referencial, ambos se acusan de no cumplirla, ambos reducen la Constitución a una interpretación jurídica, eludiendo su evidencia histórica como acontecimiento político. La oposición acusa al gobierno de ser responsable de actos de corrupción, de alterar inapropiadamente la institucionalidad, de atentar contra los derechos, así como lo acusa de autoritarismo; en algunos casos, de terrorismo de Estado. El gobierno acusa a la oposición de conspiración, de no contar con un programa o propuesta de país, de representar a una minoría de la minoría. También ha sido acusada de actos de corrupción, sobre todo pasados. Como se puede ver, su debate es intrascendente. No toca los problemas fundamentales de la coyuntura y del periodo político.
Un problema fundamental tiene que ver con la Constitución, con las propuestas transformadoras de la Constitución. Tiene que ver con la condición plurinacional, comunitaria, autonómica, intercultural y participativa del Estado en transición. Ni la oposición ni el gobierno tocan estos tópicos; el gobierno, porque considera que estas condiciones se cumplen en la segunda gestión de gobierno. La oposición porque ha decidido no tocarlos, quizás porque se ha dado cuenta que como no hay cambios al respecto, si el Estado plurinacional es tan parecido al Estado-nación, que lo único que cambia son los nombres, entonces es mejor aceptar este Estado plurinacional «realizado» por el gobierno, que pelear contra el proyecto de Estado plurinacional, como lo hizo en el inmediato pasado, cuando se lanzó a la ofensiva contra el proceso constituyente y contra la aprobación de la Constitución. El debate en el que se han entrampado oposición y gobierno los aproxima más que alejarlos. Lo único que disputan son caudales de votos. Nada más.
Entonces estas elecciones que vienen no tienen el valor histórico que tuvieron las elecciones de 2005, tampoco las del 2009, cuando se aprueba la Constitución y se le otorga al MAS los 2/3 de la votación, transfiriéndole el control de todo el Estado, de todos los órganos de poder, el control del Congreso. Las elecciones del 2014 son grises, opacas, sin gracia, sin transcendencia. ¿Tiene importancia quién salga cuando oficialismo y oposición se parecen en sus prácticas políticas, en sus discursos, en sus imaginarios nacionalistas? Quizás sólo como símbolo, el recuerdo de un presidente al que se llamó el primer presidente indígena. Quizás por nostalgia; no por política, pues la práctica política es parecida en ambos bandos.
Es triste y gris el panorama. El MAS se solaza restregando en los rostros de la oposición que no cuentan con un candidato que le haga frente a Evo Morales Ayma. Esta afirmación es casi aceptada por la oposición, que se esfuerza por conformar un solo frente parta enfrentarse al MAS. Pero, ¿Qué tiene el MAS? Apenas un símbolo carcomido por sus dudas y vacilaciones, por la cantidad de errores que arrastra. Su candidato a la presidencia ya no cuenta con la vitalidad que desplegó el 2006-2009, tampoco al principio de la segunda gestión 2009-2014. Es un candidato que dice algo sobre un tema conflictivo, para después decir lo contrario. Es un candidato plagado de contradicciones, una imagen deteriorada. Ya no es el líder internacional de la izquierda, de los pueblos, de los indígenas; de alguna manera todos descubrieron el doble discurso puesta en marcha, salvo esa «izquierda» oficial, gubernamental, que se empeña a mantener el mito con los recursos retóricos de la propaganda. Si la gente popular va votar de nuevo por el candidato oficial lo hará sin entusiasmo, más por persistir en una creencia, puesta en duda, más por evitar que vuelvan contra los que luchó y derrotó. Ya no por convicción, como antes, cuando sentía que al hacerlo lanzaba piedras contra las edificaciones del poder. Ahora el poder es el MAS, es Evo Morales Ayma, pero ese poder no es tan distinto al poder de la derecha derrotada.
Las elecciones que vienen serán como una constatación ordinaria, tanto como repetición, orden y letargo. Se constata que el poder, como dominaciones, se reproduce, ya estén unos o estén otros en el gobierno; que al poder, en cierto sentido, le es indiferente quienes estén. Lo importante es que el poder, las estructuras de dominaciones, funcione, dentro de determinados márgenes de maniobra, intervalo en el cual se pueden distinguir los matices. Cuando se den los resultados electorales, se podrá decir: «el proceso de cambio ha concluido», ha terminado. El oficialismo entenderá que es así porque continúa, porque ha sido ratificado, porque ha cumplido. Pero esto no es más que imaginario. En realidad el «proceso» muere en manos de los que lo condujeron a ese final; decrépito, sin fuerzas para continuar; otoñal, vejestorio; empero, investido de oropeles. Casi un cadáver vestido de traje de gala para disimular.
Esto parce confirmar la curva biológica de los organismos, en este caso de las instituciones; se nace, se crece, se llega a una cúspide; cumbre desde la cual se desciende, en unos casos estrepitosamente, en otros de una manera más lenta. Sin embargo, hay que decirlo; esto ocurre cuando un «proceso de cambio», cuando una «revolución», se institucionaliza; entonces va sufrir del deterioro de los organismos y de las instituciones. Otro es el cantar cuando un «proceso», una «revolución», no se institucionalizan, cuando mantienen el ímpetu y la intensidad desbocada de la potencia social, de la potencia de la vida, y se mantienen permanentes, renovadas, en la bullente composición creativa de la alteratividad social. Sin embargo, esto de la potencia instituyente y constituyente abierta, permanente, bullente, no suele ocurrir. Lo regular es que el «proceso», la revolución», se institucionalice. Condenando a la potencia social, atrapada en las mallas institucionales, a recorrer la curva de su ciclo, de asenso y descenso.
Este panorama interpretado desde la hipótesis de las capturas del mapa institucional y de las consecuencias que conlleva esta captura al atrapar la potencia social, condenando a la energía social, que es energía de vida, que es como las ecologías, biodiversidades y nichos, donde anidan las interrelaciones y entrelazamientos de los ciclos vitales; por tanto, en cierto sentido, «eterno». En otras palabras, los ciclos de la vida, sus entrelazamientos, la perspectiva del Oikos, no se puede figurar, configurar y refigurar, desde la perspectiva individual de los organismos; estos nacen, crecen, llegan a su cúspide, para luego descender hasta morir; en cambio, la vida como integralidad, no funciona ni se despliega de esa manera. La vida, en su forma, contenido, expresión, mecánica, dinámica, integral, como memoria sensible, como genoma y la proliferación de sus formas, no muere, es si se quiere metafóricamente, «eterna». La vida se mueve en los espesores del espacio-tiempo curvo; el genoma, en sí, no se mueve en el tiempo; en su dimensión virtual, sustentada en la materialidad energética de las dinámicas moleculares, no hay tiempo, aunque el tiempo aparezca, como espacio-tiempo, en la proliferación plural de las formas de vida y sus ciclos.
Por lo tanto, no se puede reducir la vida a la vida de los organismos singulares; así como tampoco se reduce la potencia social a sus capturas institucionales. La potencia social, en su forma libre, de fuga, de creación y composiciones posibles, sigue sus propios recorridos alterativos. Si no fuese así, las instituciones no tendría potencia que atrapar. Si bien parte de la potencia social atrapada en la malla institucional sigue el curso institucional, la otra parte de la potencia social, en verdad, gran parte de la potencia social, aunque dispersa, sigue sus propios cursos proliferantes. El «proceso de cambio», la «revolución», atrapado en su institucionalización, va a encaminarse por la vía ordinaria de su propio deterioro; de modo diferente, la potencia social no atrapada, autónoma, desata y teje, a partir de sus dinámicas moleculares, otras composiciones. Este es el secreto, si se quiere, de que la historia no termina, no tenga fin.
Hay dos formas con que la potencia social abre horizontes; una es por la irradiación misma de su propia potencia; otra es cuando choca en los bordes con las mallas institucionales. Cuando ocurre esto último, las estructuras institucionales son afectadas, impugnadas, exigidas, interpeladas, buscando sus transformaciones. Volviendo al caso que nos ocupa; el «proceso de cambio» puede haberse institucionalizado; empero, la potencia social, de donde proviene el «proceso» no se institucionaliza, se mantiene como alteridad. La potencia social que produjo el «proceso de cambio» se mantiene como alteratividad, con capacidad de ocasionar alternativas. Los choques entre potencia social y «proceso» de cambio institucionalizado se dan lugar, develando la impotencia de la institucionalidad de capturar totalmente la potencia, de controlar absolutamente la potencia, de llegar a la utopía reaccionaria del poder, el fin de la historia.
En lo que respecta al «proceso de cambio» boliviano, estos choques se han dado varias veces, en lo que va del periodo de las dos gestiones de gobierno. Nombraremos tres importantes, la crisis del «gasolinzazo», el conflicto del TIPNIS y la asonada de los suboficiales. En los tres casos, en los bordes institucionales, las composiciones de la potencia social chocaron, en sus formas concretas de demandas, de protestas e interpelaciones, con la institucionalidad del poder, con sus pretensiones representativas del «proceso de cambio» institucionalizado, afectando a los objetivos propuestos por el gobierno. El pueblo movilizado paró el gasolinazo, deteniendo las pretensiones de las empresas trasnacionales de descongelar los precios de los carburantes en el mercado interno, parando en seco los compromisos del gobierno con estas empresas. En el conflicto del TIPNIS las comunidades indígenas del Isiboro-Sécuré, las organizaciones indígenas, todavía no divididas, el pueblo que apoyo las marchas indígenas, sobre todo en la VIII marcha, lograron detener la construcción de la carretera extractivista, que atenta contra el núcleo del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Séure. La asonada de los suboficiales, denunciando las discriminaciones, el régimen racial, de las Fuerzas Armadas, vuelven a develar la permanencia de la colonialidad en el Estado-nación, que se nombra rimbombantemente Estado plurinacional.
Estos choques de la potencia social, mas bien, de sus composiciones concretas, afectan el decurso institucional optado, alteran su recorrido, obligan a modificaciones. La historia efectiva no es el curso programado por el diseño político de los gobernantes, por el delirio «metafísico» de algún clarividente, sino, mas bien, el efecto múltiple de las fuerzas intervinientes. La capacidad del «proceso de cambio» no se encuentra en el gobierno, en los órganos de poder del Estado, en los usurpadores del «proceso», sino en los y las que interpelan la institucionalidad del «proceso de cambio». Son las y los movilizados contra el «gasolinazo», las comunidades y pueblo movilizado contra la carretera extractivista, los suboficiales rebelados contra el régimen colonial del ejército, los que abren la posibilidad de que el proceso no esté concluido, no termine en el imaginario fin de la historia de gobernantes, políticos y apologistas.
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