Las causas en la historia, como en otras ciencias, no se postulan, se buscan[1]. Marc Bloch Dedicado a los y las jóvenes que todavía creen en la vanguardia; quienes tienen, como se dice, la pasta, para asumir los combates de la nueva generación de luchas sociales contra el capital, el poder y la colonialidad. Gran […]
Las causas en la historia, como en otras ciencias, no se postulan, se buscan[1].
Marc Bloch
Dedicado a los y las jóvenes que todavía creen en la vanguardia; quienes tienen, como se dice, la pasta, para asumir los combates de la nueva generación de luchas sociales contra el capital, el poder y la colonialidad.
Gran parte de las narrativas tienden a construir sus tramas, sus entramados, persiguiendo la realización de un telos, de un fin, cuando se cumple lo inherente, lo contendido, en las escenas relatadas, articuladas de tal manera, que se encaminan a la ejecución del fin. Es en este telos contendido, como germen, donde las escenas, los actos, los personajes, los hechos, adquieren por fin sentido. Estas narrativas son teleológicas. Estas narrativas parten del supuesto que todo tiene sentido; esto es como decir que todo tiene destino. En otras palabras, el universo tiene sentido en sí mismo; por eso el mundo es un mundo con sentido. Ciertamente, el mundo es mundo para la mirada humana, porque tiene sentido para la mirada humana, aunque los sentidos construidos desde la mirada humana sean variados y diferenciales. Pero, de aquí no se puede colegir que el universo tenga sentido en sí. Esto es parte de la herencia religiosa. La teleología implícita en esas narrativas es un despliegue laico de la teología. La providencia es sustituida por el destino, después es sustituida por la astucia de la razón, que guía la historia. Todo esto, estas formas de representación, se explica como herencia religiosa.
Durante el siglo XX hemos asistido a la proliferación de discursos que se explayan en las narrativas teleológicas; discursos ultimatistas, discursos «revolucionarios», discursos, pretendidamente materialistas, que, sin embargo, encarnan el espíritu teleológico. Algunos discursos asombran por su esmero, la auscultación al detalle de los hechos, donde buscan denodadamente las señales de la marcha teleológica, la realización del fin. De la escritura teórica pasan a la escritura de la historia; la historia sería como un espejo de la escritura teórica. Por eso atienden concentradamente a este juego de espejos. Esta perspectiva narrativa, si se quiere, intelectual, no dice otra cosa que todo, en la historia, está determinado; en el fondo la lógica determinista es implacable en estas narrativas, aunque lleguen algunas formas discursivas a proponer decursos más contingentes, relativizando el determinismo. No dejan de ser, de una u otra manera, deterministas.
Algunas de estas narrativas llegan hasta lo caricaturesco. Un referente histórico, una experiencia social y política, son convertidos en modelo, en paradigma; a partir de este modelo se interpreta los otros sucesos, otros eventos, otros procesos históricos, separando de sus manifestaciones lo contingente de lo esencial. Lo esencial es lo que se parece al modelo, lo esencial es lo que corresponde al paradigma. De este modo, la historia ya está escrita, solo hay que interpretar los signos de su escritura fáctica, cuando se presenta en su secuencia, cuando no se muestra, todavía totalmente en la provisionalidad del presente.
Las discusiones entre estas escuelas narrativas asombran por su celo, incluso su fervorosa defensa de las tramas anteladas por la teoría. Cuando la «realidad» contrasta con sus pronósticos o sus profecías, no se desmoralizan, tampoco asumen una actitud crítica; al contrario, es cuando más ardientemente se defiende la narrativa teleológica. Como no se puede culpar a la «realidad» por incomprensión, la narrativa es prolífica en inventar hipótesis auxiliares, las que explican las alteraciones a la ley histórica. La incomprensión, en todo caso, es de los neófitos, quienes no entienden la teoría.
Se puede llegar a entender que respecto a la tensión de la voluntad se tenga que recurrir a procedimientos pedagógicos, a convocatorias «ideológicas», en tanto ayudan a concentrar y disponer de fuerzas. Sin embargo, no hay que confundir las tareas pedagógicas, las tareas de convocatoria, en otras palabras, la lucha «ideológica», con la comprensión, el entendimiento y el conocimiento críticos. Esto último es lo que generalmente ocurre. La «ideología» ha invadido todos los campos, incluyendo al del conocimiento; dejando de hacer emerger, evitando el conocimiento nacido de la crítica, de la observación, del aprendizaje, de la experiencia social, para encaracolarse, encerrándose en sí mismo, alimentándose de sus propias entrañas. Esta autofagia termina consumiendo toda la vitalidad que todavía contenía la teoría en uso. El discurso se convierte en una letanía repetitiva, algo parecido a los sermones, aunque pertenezcan a habitus distintos.
Ciertamente el problema «ideológico», entendido como institución imaginaria e imaginaria institución, como fetichismo de la representación, no es algo que atinge sólo a las narrativas teleológicas, sino es un fenómeno expandido a la constelación misma de las formas de representación. Es un fenómeno que se encuentra en el corazón mismo de las representaciones. Sin embargo, cuando hablamos de la crítica, de la interpelación de la crítica, de la deconstrucción de la crítica, la que se enfrenta precisamente a la «ideología», desgarrando sus velos, mostrando no solamente su desnudez, sino descubriendo que su desnudes es vacía, fantasmagórica, la actividad es contraria a la teleología, a las tramas anteladas, a los dramas históricos ideados y deseados. La crítica es crítica de la «ideología».
La comedia se da al sustituir la crítica por la «ideología», haciendo creer que ésta no es «ideología» sino crítica. Aquí el nombre de crítica sólo sirve para legitimar la hipostasis. Si bien la pedagogía y la «ideología» ayudaron, en un principio a ilustrar, a convocar, a reunir y organizar fuerzas, si se las mantiene en otros terrenos, desde donde se tiene que tomar decisiones sobre las acciones, terminan convirtiéndose, no sólo en obstáculos para la acción, sino en las palas con las que se cava la tumba y se entierra el cadáver de lo que un día fue la crítica inicial.
Lo que está en cuestión es la interpretación histórica. ¿Cómo interpretar los acontecimientos del pasado? ¿A partir de un modelo teleológico? Esto es como imprimir en la historia un deber ser, un principio categórico. ¿Esto es interpretar la historia o transferir a la historia los deseos o convertirla en un sujeto moral? En su sentido más extenso, la historia, como labor del historiador, reconstruye lo que puede del acontecimiento pasado, a partir de las fuentes accesibles, registros, documentos, testimonios, incluso monumentos o, si se quiere, ruinas. En su sentido más exigente, más crítico, en el sentido deconstructivo, la historia es una invención, una invención del pasado a partir de la perspectiva de los problemas del presente. No se trata de encontrar ningún punto medio en este intervalo, sino de comprender la relación entre los acontecimientos pasados y los acontecimientos presentes. Obviamente, desde esta perspectiva se está muy lejos de cualquier pretensión de juzgar el pasado, juzgar periodos, atores, protagonistas, sujetos, del pasado. El historiador no es un juez; si, además de la tarea descriptiva y reconstructiva, tiene una pretensión teórica; esta tiene que ver con la explicación de cómo han funcionado las estructuras, las instituciones, los sujetos sociales, las fuerzas, para que se sucedan los eventos, tal como parece que se han dado, de acuerdo a la memoria social y de acuerdo a la documentación.
Quizás estas predisposiciones aconsejables para el/la historiadora sean más difíciles de cumplirlas cuando se trata de la interpretación de la historia política. Si esto es difícil para el/la historiadora, es mucho más difícil para el/la teórica, investigadora, no historiadora, que acuden a la historia para desplegar interpretaciones no necesariamente históricas. En este sentido, es casi imposible pedirle a el/la política que asuma esta actitud aconsejable. La lucha política lleva a usar la historia o la información histórica para afirmar sus proyectos políticos. Como se dice comúnmente, se pierde «objetividad».
Interpretaciones y narraciones sobre la revolución de 1952
En Bolivia un referente privilegiado de discusión es la interpretación de la revolución de 1952. Primero, obviamente, tema de discusión política, en un presente-pasado, en un presente-presente y en un presente futuro. Cuando se está dentro del acontecimiento o, si se quiere, dentro del presente dilatado, estas discusiones pueden incidir en las acciones y, por lo tanto, también en el decurso de los eventos. ¿Pero, cuándo ese pasado ya no corresponde a nuestro presente, qué sentido tiene la discusión apasionada sobre el pasado? Lo pasado ya ha ocurrido; de lo que se trata es de comprender qué paso, cómo se articularon los hechos, las estructuras, las instituciones y los sujetos, para dar lugar a la comprensión de lo que efectivamente ocurrió. ¿Qué sentido tiene forzar las cosas, decir, por ejemplo, si no hubiera o hubiera sucedido de otra manera lo que efectivamente acaeció, otro hubiese sido el decurso? ¿Se puede cambiar el pasado? ¿O se trata de una pedagogía, para no cometer los mismos errores? ¿Empero, para lograr esto, acaso ayuda forzar la interpretación, forzando los hechos, en el sentido de adecuarlos a un modelo? De ninguna manera. No ayuda en nada. La tarea pedagógica no deriva del arrepentimiento o de la consciencia culpable, sino de comprender la mecánica de los hechos, de los sucesos, de los eventos, de las estructuras, de las instituciones, de los sujetos.
El hecho: La revolución de 1952 fue una insurrección armada de obreros, mineros, campesinos, pueblo, lo popular-urbano. No fue dirigida por el Partido Obrero, por el Partido Comunista; fue una revolución apropiada por un partido nacionalista y populista.
¿Qué sentido tiene decir que esta revolución estaba destinada al fracaso porque no fue dirigida por la vanguardia revolucionaria, que esto se explica porque las masas no estaban a la altura del programa, o, con otro argumento, que no había vanguardia? Esto es como decir: si no estoy yo no puede haber realización de nada. Esta apreciación habla más del que emite este juicio que del referente que juzga. Hay como la develación de una falencia; el sentirse indispensable es, en realidad, una demanda de reconocimiento. Cuando ocurre el acontecimiento, con toda la explosión de singularidades, no se detiene a preguntar al que se supone es el centro o, si se quiere, la consciencia histórica, qué hay que hacer; todo sucede sin detenerse. No es, de ninguna manera, lo que acontece una fatalidad, sino que los dados ya están echados; hay como una compulsa entre azar y necesidad, para ilustrar con estos conceptos. Los actores sociales con mayor disponibilidad de fuerzas, combinadas con los de mayor convocatoria, tienen más posibilidad de incidir en los sucesos, en el decurso de los eventos. Que no haya estado presente la vanguardia expresa esta ausencia su profunda debilidad. Esta no se resuelve con la amargura de no haber estado, menos con la increpación descalificadora de los actores de entonces. Esto es sencillamente una catarsis.
Ahora bien, ¿Qué significado tiene la discusión de si fue una revolución democrática burguesa, o si fue una revolución obrera y campesina que cumplía las tareas democrático burguesas pendientes, para lanzarse a la revolución socialista? ¿Qué significado tiene la discusión de si fue un poder dual o no? Ciertamente, este debate tiene que ver con la interpretación histórica de la revolución de 1952; el valor de esta discusión es teórica, también política. Sin embargo, hay dos problemas que hay que resolver; uno, cómo corroborar si es lo uno o lo otro; dos, porque tiene que restringirse la discusión a esas dos alternativas, ¿es que acaso no hay más posibilidades interpretativas? Se puede observar que la discusión se ha restringido a, por lo menos, dos perspectivas de una misma concepción; ambas se reclaman de expresar a la vanguardia y al pensamiento revolucionario. Ambas disputan, en el juego de espejos, cómo la revolución del 52 se asemeja a la revolución rusa de 1917.
Se puede aceptar la necesidad el análisis comparado; empero, cuando se trata de explicar lo que ha ocurrido con una revolución por las analogías y diferencias con otra revolución, se restringe la capacidad de comprensión de la mecánica social, política, económica y cultural que ha desencadenado la dinámica de la revolución de referencia. Se da lugar al distanciamiento abismal de la intelectualidad, atrapada en la perspectiva universal, distanciada entonces para acceder a la comprensión de la singularidad, para lograr el conocimiento de la singularidad de una revolución específica, refugiándose en el «conocimiento» universal. Estos ejercicios universalistas han hecho perder no solamente la cabeza de los «revolucionarios», sino los han llevado al fracaso.
No se trata de tomar partido por unos u otros en esta discusión universalista, si René Zavaleta Mercado tenía o no razón en su interpretación sobre la revolución de 1952, sino, en este caso, hacer la tarea del historiador, describir minuciosamente, reconstruir lo más fidedignamente posible la relación simultánea y sucesivas de los hechos, lograr una explicación teórica, que dé cuenta de las mecánicas inherentes al acontecimiento.
Ahora bien, si se trata de un debate en el presente sobre la caracterización del gobierno de Evo Morales Ayma, que se reclama de ser «gobierno de los movimientos sociales», la discusión puede tener incidencia en las acciones, por lo tanto, en el decurso de los eventos. Empero, no parece aconsejable asistir a esta discusión empleando el mismo procedimiento comparativo con otra revolución, reduciendo la comparación a la valorización por semejanzas y a la desvalorización por diferencias. Esta actitud vuelve a debilitar la capacidad de comprensión del momento, de la coyuntura; por lo tanto, también restringe toda capacidad de incidencia.
En este caso, si no se han resuelto los problemas restrictivos de las interpretaciones universalistas del pasado, es difícil resolver, en el presente, los límites y las debilidades con las que se asiste a las luchas del momento. Es menester pues acudir a la autocrítica. Lo que importa no es preservar la virginidad de la teoría heredada sino la oportunidad de actuar, interpelar y desmantelar el orden de dominación existente, con sus características locales, nacionales y regionales. Si para esto hay que deconstruir la teoría heredada, hay que hacerlo, de lo contrario, se termina como guardianes de las escrituras sagradas.
Historia y narración
Desde la muerte de Marx hasta ahora ha corrido mucha agua bajo el puente. La historia como saber o como ciencia, ha avanzado mucho, en comparación con los recursos que disponía antes. El acceso a las fuentes, a los registros, de toda clase, a los documentos, el desarrollo de las técnicas y los métodos para su desciframiento, los análisis comparativos, además de multidisciplinarios; todos estos procedimientos, técnicas, instrumentos, proliferación de datos y centros de datos, la acumulación de erudiciones, han transformado la historia, tanto en lo que respecta a su disponibilidad de información, capacidad de descripción y elocuentes interpretaciones. Desde esta situación, no es sostenible seguir hablando de historia como lo hacía Marx, desde la filosofía de la historia. Es indispensable tomar en cuenta a lo encontrado por la historia, tanto sus descripciones como sus interpretaciones, así como sus teorías, se esté de acuerdo con ellas o no, para apoyarse en ellas o para distanciarse. Lo que no se puede hacer es ignorar la historia como ciencia o como saber.
Sobre todo en lo que respecta a la historia política de las sociedades, es menester no entrabarse en discusiones reiterativas; las mismas que se basan en supuestos e interpretaciones anteladas. Se trata de interpretaciones que se anticipan al análisis, incluso, sorprendentemente, a los hechos. Se asumen las figuras políticas coyunturales decodificándolas a partir de otras figuras dadas; éstas últimas ya asumidas en interpretaciones en boga. Lo que se hace es no sólo acercarlas por juego de semejanzas, sino que se transfiere la interpretación dada para las figuras que ya se fijaron en una trama, como si la semejanza justificara hacer esto. Es, decir, se transfiere el sentido histórico, por así decirlo, de un contexto a otro. Si bien esto es posible en los imaginarios, incluso en la «ideología», no puede tomarse en cuenta como dato ni interpretación seria ni objetiva, por así decirlo. Lamentablemente en la concurrencia política esto sucede. Las consecuencias son desastrosas, puesto que la política está directamente vinculada a la acción.
Una de las discusiones más interesantes entre historiadores, filósofos, epistemólogos y filólogos es la que tiene que ver con la relación entre historia y narración. ¿Es la historia una narrativa? ¿Si no es así, qué es entonces la historia cuando escribe, describe, comenta, interpreta y comunica lo que ha encontrado? ¿Si es así cuál es la relación? ¿De qué manera afecta el modo de narrar a la historia? Estos temas serán retomados, presentando las tesis de algunas de las escuelas de historia.
Como habíamos dicho en otro escrito, el desplazamiento y la ruptura epistemológica en la historia se dan con la Escuela de los Anales. Esta escuela se distancia del «acontecimiento», entendido no como lo hacemos nosotros, como campos y geología de espesores conformados por multiplicidad de singularidades, sino como evento singular e irrepetible. También se distancia de la historia política, la efectuada por el saber o la ciencia histórica, a partir de la consideración de los individuos sobresalientes, asumidos como protagonistas de la historia. La Escuela de los Anales se desplaza a considerar la duración, las estructuras de la duración, de la larga duración; duración acontecida en espacios extensos, regiones y mundo. Encuentra en la larga duración las estructuras civilizatorias, las que pueden llamarse realmente históricas. Estas estructuras son las que hacen la historia; no los individuos, tampoco la historia se explica en la contingencia de los «acontecimientos».
Marc Bloch, en su libro inconcluso y póstumo Apología para la historia o el oficio del historiador, escribe: Porque la naturaleza de nuestro entendimiento lo inclina más a querer comprender que a querer saber. De donde resulta que a su parecer, las únicas ciencias auténticas son las que logran establecer entre los fenómenos vínculos explicativos[2]. La pregunta que podemos hacer es: ¿Cuál la relación entre estructuras de larga duración y «acontecimientos», mediada esta relación por lo que podemos llamar estructuras de mediana duración, correspondientes a un periodo? Sin embargo, la pregunta de fondo es: ¿Cuál es la mecánica histórica de estas relaciones entre estructuras de larga duración, estructuras de mediana duración y «acontecimiento»? Porque de lo que se trata es de explicar esta mecánica histórica. Incluso se puede complejizar la pregunta y la mecánica haciendo intervenir a condicionantes y procesos más mutables o móviles como clases sociales, fragmentos geográficos de clase, que preferimos llamar fragmentos territoriales de clase, procesos específicos políticos, económicos, incluso «ideológicos», atravesados por tejidos culturales, que posiblemente se acerquen, mas bien, a las estructuras de larga duración, que la Escuela de los Anales llama, en la perspectiva no solo de la larga duración, sino, en el entrelazamiento de la larga duración, la mediana duración y los «acontecimientos», civilización. Son las respuestas a estas preguntas, que sólo se pueden dar con la investigación, acompañadas por el análisis y la reflexión crítica, las que pueden ayudar a comprender tanto la especificidad de los «acontecimientos», como el juego de las tendencias del periodo, así como la gravitación civilizatoria. El análisis de lo que llamaremos la mecánica histórica y social no puede sustituirse por la elucubración «ideológica». Ante la pregunta de qué es la historia, Marc Bloch responde: Algunas veces se ha dicho: «La historia es la ciencia del pasado». Lo que [a mi parecer] es una forma impropia de hablar… En efecto, hace mucho que nuestros grandes antepasados, un Michelet, un Fustel de Coulanges, nos enseñaron a reconocerlo: el objeto de la historia es, por naturaleza, el hombre. Mejor dicho: los hombres. Más que el singular que favorece la abstracción, a una ciencia de lo diverso le conviene el plural, modo gramatical de la relatividad. Tras los rasgos sensibles del paisaje, [las herramientas o las máquinas,] tras los escritos en apariencia más fríos y las instituciones en apariencia más distanciadas de quienes las establecieron, la historia quiere captar a los hombres[3]. Más abajo aclara esta definición: «Ciencia de los hombres», hemos dicho. Todavía es algo demasiado vago. Hay que añadir: «de los hombres en el tiempo». El historiador no sólo piensa lo «humano». La atmósfera donde su pensamiento respira naturalmente es la categoría de la duración[4]. Entonces Bloch define la historia como ciencia de los hombres en el tiempo. No se trata, por cierto, de una antropología histórica, sino de entender que los humanos hacen la historia; empero, no de manera directa, sino en el tiempo diferido de la larga duración, de la mediana duración y del «acontecimiento». Bloch se coloca en la concepción de Henry Bergson cuando define como clave la categoría de duración. También podríamos decir, en el espacio estructurado de la larga duración, de la mediana duración y el evento intenso del «acontecimiento». Entonces, quizás lo aconsejable es concebir la mecánica histórica y social en el tejido espacio-tiempo-vital-social más profundo, en el tejido del espacio-tiempo-vital-social más próximo y en el hundimiento del «acontecimiento»[5]. De lo que se trata es de explicar el perfil del «acontecimiento» singular, la secuencia de los procesos, los campos de juegos de las tendencias, sus resultantes, por así decirlo, en el espesor de los tejidos del espacio-tiempo-vital-social. De lo que se trata es de explicar la mecánica histórica-social de las singularidades y de los efectos de masa de las singularidades, sus secuencias, sus cronogramas, sus ritmos, sus colisiones. Un acontecimiento como la revolución de 1952 tiene que ser explicada entonces considerando las estructuras de larga duración, las estructuras de mediana duración, el acontecimiento mismo; comprendiendo también el juego de tendencias, de fuerzas, en el periodo, así como el propio perfil de los individuos. Obviamente, es indispensable situar, en el entrelazamiento de procesos, a las clases sociales, a los fragmentos territoriales de clase, a los partidos políticos, a sus convocatorias, y, sobre todo, al peso de los sindicatos y de sus organizaciones matrices. Pero, en este caso, ¿cuál es la estructura de larga duración? ¿La formación económica-social colonial? ¿La estructura económica y política de la dependencia? ¿O hay que ir más lejos? Pero, en este caso, ¿cuál es la civilización, recogiendo el alcance conceptual que le atribuye la Escuela de los Anales? ¿Podemos lanzar la hipótesis de investigación de que se trata de un quiebre civilizatorio ocasionado, por la conquista y la colonización, quiebre acompañado por la ocupación colonial de la cultura europea de ese entonces? Sin embargo, lo que se da en el mundo, con todas las heterogeneidades, es la modernidad. Entonces, ¿la civilización de la que hablamos es la modernidad en clave heterogénea? Ahora, refiriéndonos a las estructuras de mediana duración, ¿cuáles son éstas? ¿Las estructuras de la economía minera, combinadas con las estructuras de las propiedades latifundistas, articuladas con la estructura estatal, denominada oligárquica por el leguaje político de entonces? ¿Cuál es el peso del proletariado minero y del proletariado fabril? ¿Cuál es el grado de organización sindical y bajo qué características se compone? ¿Bajo qué convocatoria se movilizan, la del POR, la del MNR, la del mismo sindicato? No vamos a preguntar cómo se ven a sí mismos tanto el POR como el MNR, sino cómo los ve el proletariado minero. Algo que podría acercarse a lo que la Escuela de los Anales llama mentalidades. Esto es importante, pues hay un prejuicio racionalista, sobre todo en la izquierda, que cree que se trata de claridad, de programa, de consignas adecuadas en su momento. Esto es lo que llamamos fundamentalismo racionalista, que se mueve bajo la conjetura de la astucia de la razón en la historia[6]. Esto es confundir la «realidad», que para nosotros es sinónimo de complejidad, que se mueve como mecánica de fuerzas, en distintos planos, por así decirlo, fuerzas interpretadas con las representaciones conceptuales. No importan tanto si había un programa revolucionario, aunque esto hubiera incidido favorablemente; sin embargo, que lo haya hecho dependía no de su claridad sino de su encarnación en la voluntad del proletariado minero. En otras palabras, el problema es si este programa cobra cuerpo como fuerzas. Mientras no ocurre esto, las revolución está en la cabeza de los «revolucionarios»; pero, no es una posibilidad material cierta. El campo social y el campo político son campos de fuerzas, no de conceptos. Se puede decir que el campo filosófico es un campo de conceptos, donde éstos adquieren la forma de fuerza y entendimiento, usando términos hegelianos de la Fenomenología del espíritu. Más aún, incluso podríamos decir, como lo hicimos en un antiguo escrito, fuerza de entendimiento[7]. Empero, estas fuerzas sólo tienen incidencia en los estratos intelectuales, no en las multitudes y masas sociales. En las multitudes, masas y estratos sociales tiene más bien incidencia el imaginario o los imaginarios, lo que llaman los historiadores de la Escuela de los Anales mentalidades. Por eso es muy importante acercarse al mapa de las mentalidades de la coyuntura y el periodo donde se da este acontecimiento de la revolución de 1952. Por supuesto que no se trata sólo de mentalidades, sino de conductas, de comportamientos, de habitus, de transformaciones de habitus, de prácticas y acciones, de respuestas colectivas; en otras palabras, de asociación conglomerada de los cuerpos, de resistencias y movilizaciones corporales. ¿Cómo ocurre esto, cómo se da lugar esta actividad subversiva multitudinaria? No se debe, por cierto, a la claridad política, a las finalidades del programa, sino a la adquisición de esquemas de comportamientos. ¿Es que se puede corporeizar la teoría, el programa? Lo que se corporeiza son diagramas de poder, que induce comportamientos; la pregunta es: ¿si se puede inducir emancipaciones de comportamientos y conductas? ¿Cómo se logra esto? No se trata de un convencimiento racional, sino de transformaciones en las prácticas. Antes decíamos de constitución y des-constitución de sujetos; ahora podemos hablar de una puesta en suspenso de los mecanismos de dominación, de desplazamientos y transformaciones en el ámbito de las relaciones. Si se quiere, cambio en las mentalidades. Se trata entonces de la conformación de nuevas composiciones asociativas, que incidan en las prácticas, que transformen los ámbitos y las atmósferas de las prácticas, los climas culturales, por lo tanto, que cambien las mentalidades. Narrativa e «ideología» Volviendo al análisis, en lo que respecta a la revolución de 1952, a la descripción histórica y al análisis de este acontecimiento, la tarea es comprender los campos de juegos de fuerzas, sus correlaciones, su peso y sus tendencias; poder lograr una interpretación de esta complejidad y proponer una explicación de la mecánica histórica-social de las fuerzas puestas en escena. Como ejemplo, para ilustrar sobre algunos problemas, haremos bocetos de algunas secuencias anotadas. Secuencia 1 Los sectores populares experimentaron el recorrido insurreccional, forma de lucha como que mejor manifiesta la cultura política popular. Durante el Sexenio (1946-1952), acontecimientos como la toma de Potosí por los mineros del Cerro Rico, en enero de 1947, el levantamiento de los trabajadores de la mina de Siglo XX, en mayo de 1949, el de los fabriles en 1950 y otros hechos, pueden ser claramente inscritos en esta forma insurreccional.
Secuencia 2
Del libro cincuentenario de la revolución del 9 de abril de 1952: así fue la revolución, extractamos lo siguiente:
El 9 de abril de 1952 amaneció como ningún otro 9 de abril. Las marchas militares que se oían en todas las radios a transistores de los hogares paceños, venían acompañadas de proclamas y llamadas al «valeroso pueblo de La Paz». La emotiva voz había dejado de ser la de un sereno locutor de «Radio Illimani». Enronquecida, anunciaba que un golpe de Estado contra la oligarquía había estallado. El MNR, partido del pueblo y cabecilla del levantamiento, anunciaba la muerte de los «opresores» y pedía el concurso de todos para consolidar su movimiento. Tras las marchas militares, el himno movimientista cobraba fuerza. El pueblo convocado venció la incertidumbre y se volcó a las calles. Se formaron grupos, se tomaron rápidas decisiones y no se pensó en nada más que en ganar la batalla contra el Ejército que se atrincheraba para defender al régimen. El golpe planificado por el MNR debió haber estallado en enero para aprovechar la época de las lluvias y la falta de conscriptos, pero la posibilidad de contar con aliados entre los altos mandos del Ejército, como Don Antonio Seleme, para entonces Ministro de Gobierno, lo postergó. Estallado el 9 de abril, según planes de los conspiradores, si éste fracasaba en La Paz, se levantarían 57 cantones, provincias y centros mineros para desatar la guerra civil y se establecería en el Sur un gobierno civil, obligando al Ejército a combatir en 100 lugares, a tiempo que se decretaría la huelga general. Además, en los meses anteriores, comandos zonales y barriales, células de mujeres y grupos de trabajadores mineros habían fabricado granadas de cemento amarradas con una carga de dinamita, bazucas llamadas en las minas «chicharras» que serían el principal arma de lucha cuando el momento llegara (el Diario 21 de abril de 1952). En cuanto a los Comandos Zonales y los grupos de honor del MNR, éstos comenzaron a organizarse poco después de la caída de Villarroel y, para 1951, ya existían 24 organizaciones de ese tipo en la ciudad de La paz. En 1952, estaban listas para responder al llamado de sus líderes. Por su parte, el Comité Revolucionario regional del MNR compuesto en el momento de la revolución por Hernán Siles Zuazo, Adrián Barrenechea, Hugo Roberts, Jorge Ríos, Juan Lechín, Mario Sajinés Uriarte, Roberto Méndez Tejada, Raúl Canedo, Jorge del Solar, Manuel Barrau, y Alfredo Candia, había asegurado la participación en el golpe de los comandantes de las tres principales fuerzas del Ejército. Pero en los hechos, sólo el Gral. Antonio Seleme mantuvo su palabra, aunque terminó asilándose en una embajada en el momento más crítico del movimiento, convertido desde las primeras horas del 9 de abril en una auténtica insurrección popular. La insurrección de abril fue descrita por la prensa como «brava lucha sin precedentes en la historia revolucionaria de Bolivia»[8].
Secuencia 3
Comparemos la anterior narración con esta otra:
La revolución boliviana de 1952 no puede comprenderse, de más está decir, sin tener en cuenta sus raíces históricas. Pero tampoco puede entenderse sin tener en cuenta su presente: es que el presente ilumina el pasado, mostrando aspectos que entonces aparecían oscuros y conduciendo a nuevas interpretaciones. Es así como las nuevas experiencias nacionalistas en América Latina, surgidas en el siglo XXI, serán de vital ayuda para enriquecer la conclusión fundamental de este trabajo: toda tentativa revolucionaria que se mantenga dentro de los límites del nacionalismo burgués (o sea, dentro del marco del capitalismo) está condenada al fracaso. La comprobación de esa conclusión implica que el trabajo no se detenga allí sino que, a su vez, y teniendo a Bolivia como expresión concentrada de los problemas históricos de América Latina (los recursos naturales, la tierra para los campesinos, la independencia nacional), permita exponer cuál es la vía revolucionaria que se presenta como alternativa superadora.
El mismo autor mas abajo escribe:
La caída de Villarroel no sólo no puso freno a la agitación popular, sino que incluso pareció potenciarla. Pero ante el fracaso de los viejos partidos, del «socialismo militar», del PIR y ahora del MNR, las masas comenzaron a inclinarse hacia el POR, que también había estado presente en Catavi, y que estaba en mejores condiciones que los demás para trabajar en los medios obreros, en particular en los centros mineros. Expresión directa de este proceso será el Congreso Minero de Pulacayo, en 1946, y su respectiva y famosa Tesis (de inspiración porista), que como señala Alberto Pla significó un «verdadero programa revolucionario para Bolivia: nacionalización de las minas, control obrero sobre la producción y el comercio exterior, escala móvil de salarios, armamento del proletariado, milicias obreras y campesinas, figuran en ellas, como destacados»[9]. La Tesis de Pulacayo es la correcta aplicación de las conclusiones fundamentales de la Revolución Permanente y de El Programa de Transición, de León Trotsky, a la realidad de Bolivia: la revolución boliviana es democrático-burguesa por sus objetivos (reforma agraria, independencia nacional), pero una vez iniciada sólo puede triunfar si no se detiene ante el marco de la propiedad capitalista, transformando la revolución burguesa en socialista (la revolución democrático-burguesa es sólo un episodio de la revolución proletaria), y con ello en permanente. El sujeto capaz de realizar esta tarea es el proletariado, que constituye la clase social revolucionaria por excelencia, en alianza con el campesinado y otros sectores de la pequeña burguesía, y el resultado de esta hegemonía no puede ser otro que la dictadura del proletariado. Es decir que «ya está planteado en Bolivia, a nivel de masas, el programa de la revolución socialista»[10], colocando al proletariado minero no sólo a la vanguardia de Bolivia, sino de toda América Latina. Además, la Tesis sirvió como programa para la construcción del Bloque Minero Parlamentario, una alianza que La Federación de Mineros constituye con el POR y que expresa la participación independiente de los mineros en las elecciones de 1947, que es ya un logro de por sí, más allá de que la elección de seis diputados y dos senadores no pudiese progresar, pues en medio de un clima de gran represión, los dirigentes fueron finalmente apresados y exiliados.
Pero si todo esto había permitido que el POR dejase de ser un minúsculo grupo alejado de las masas, el fracaso en encontrar la forma de plasmar la Tesis de Pulacayo en la práctica dio lugar a que el MNR, que parecía enterrado, recuperase sus posiciones sobre la base de un giro a la izquierda que prácticamente lo llevó a calcar, demagogia mediante, las consignas del POR, desplazándolo de la dirección de los acontecimientos. Incluso la acción del MNR y el POR empezó a verse como una sola, lo que se debió al seguidísimo a una supuesta ala izquierda del MNR por parte del porismo; aquí ya se comienzan a apreciar los primeros errores del POR, fundamentales para entender el destino final de la revolución boliviana de 1952, en cuanto a que sus políticas contradecían directamente la Tesis de Pulacayo.
Así fue como el MNR, ferozmente reprimido y perseguido, logró acomodar su programa al viraje de las masas y, para finales de la década del 50, ganar el apoyo del estalinismo, del trotskismo y del pueblo en general. En el año 1949 el MNR planteara apresuradamente (ya que el gobierno no había perdido aún toda su legitimidad) una línea insurreccional, lo cual responde a un gran cambio de situación, pues si bien anteriormente toda conspiración estuvo limitada al campo militar, ahora «el MNR explota (…) la pérdida que tuvo dentro de los militares compensándola con su influencia en las masas mismas y por eso tiene que plantear como una guerra civil lo que antes debió existir como conspiración»[11]. Pero a pesar de la derrota del MNR, ya no había vuelta atrás. El poder estaba en completa disgregación y las elecciones de 1951, luego de la huelga general de 1950, son un ejemplo de ello: «A pesar de que el sistema electoral era de voto calificado, con lo que se excluía a la mayor parte de los obreros y todos los campesinos, Paz Estensoro, jefe del MNR, resultó vencedor en las elecciones de 1951. Si la oligarquía hubiese tenido confianza en el funcionamiento de su propia democracia, y en particular, en su control sobre el ejército, le habría resultado factible entregar el poder al vencedor y, sin embargo, bloquear legalmente su programa o condicionarlo e incluso, esto es ya una pura hipótesis, apoyar al MNR en sus relaciones con los aliados peligrosos, que eran los mineros (…). Prefirió empero el camino más rutinario de desconocer las elecciones, encaramar en el poder a una nueva junta militar y, en fin, suprimir todas las alternativas democráticas. Con ello se completaron las condiciones subjetivas para que, menos de un año después, existiera la insurrección de masas del 9 de abril de 1952.»[12]
Y cuando todo parecía indicar que se produciría un golpe de Estado más en la historia de Bolivia, cuyo resultado sería un gobierno conjunto entre el MNR y el ejército, la aparición de los mineros y de amplios sectores urbanos -que, como las masas rusas en febrero de 1917 no sabían exactamente qué querían, pero sí lo que no querían, en este caso a la Rosca y su Estado- y su dramática lucha en las calles, armas en mano, transformó en tres días el resultado en una insurrección triunfante. El ejercitó fue derrotado y se derribó al Estado, pero el proletariado victorioso no tomó para sí el poder que había conquistado por su cuenta, como lo planteaba la Tesis de Pulacayo, sino que -nuevamente al igual que en el febrero ruso- colocó allí a una dirección que no era la suya, y que no sólo no había planeado la insurrección ni jugado en ella un papel principal, sino que había tratado de evitarla por todos los medios.
b -Caracterización de la revolución
No es posible proceder a caracterizar una revolución cualquiera limitándose a enunciar qué clase social dirige el proceso, cuál es la base económica y cuál la situación política en el momento que suceden los hechos. En realidad, estos factores sólo pueden analizarse a partir del curso que fueron tomando los acontecimientos y no simplemente a escala nacional, sino teniendo en cuenta la relación dialéctica existente entre lo nacional y lo internacional. Es por esto que importa describir cuál es la coyuntura en la que se enmarca y toma significación la revolución boliviana de 1952.
Por un lado, con la Primera Guerra Mundial (manifestación más cruda del imperialismo) queda en evidencia que el capitalismo ya ha cumplido su función histórica, mientras que la Revolución Rusa en 1917 abre un ciclo de revoluciones socialistas a escala mundial, destinada a superar la debacle capitalista. Es el inicio de una nueva era, en la cual las revoluciones emprendidas por una colonia o semicolonia contra el imperialismo, aunque en sus objetivos pudieran ser democráticos-burgueses, ya no pertenecen a la vieja revolución destinada a establecer una sociedad capitalista y dirigida por la burguesía, pues esta no puede llevar adelante ningún proceso revolucionario (como la burguesía de los países Europeos en su lucha contra el feudalismo, aunque vale agregar que ya en 1848 y en 1905 la burguesía europea se había mostrado reaccionaria), sino a una revolución liderada por proletariado: la revolución socialista proletaria mundial.
Por otro lado, en el período que se abre con el fin de la Segunda Guerra Mundial se pueden destacar dos grandes fenómenos. En primer lugar, la llamada Guerra Fría, impulsada por los Estados Unidos y las otras potencias imperialistas de Occidente con el fin de detener el avance de la URSS y de la revolución en general a escala mundial. En segundo lugar, el «despertar», primero en Asia, más tarde en África, de los países coloniales y semicoloniales, manifestado en una enorme oleada de movimientos anticoloniales. Estos movimientos, en cuya lucha contra el colonialismo como enemigo común confluyeron diversas clases, serán recorridos por dos grandes líneas: la reformista, encabeza por la burguesía nacional, y la revolucionaria, conducida por el proletariado. Ejemplos de la primera línea los encontramos en la India, en Egipto, en Birmania o en Indonesia, por nombrar algunos casos. Ejemplo de la segunda, es decir, de los movimientos anticolonialistas y antiimperialistas dirigidos por el proletariado, es el de la Revolución China. Por su parte, el movimiento anticolonialista de la segunda posguerra se extiende también hacia América Latina. El imperialismo yanqui, en medio de la Guerra Fría y con la excusa de la lucha contra el comunismo y la subversión, tenía como plan convertir a América Latina en un desfiladero de dictaduras que respondieran plenamente a sus intereses, lo que más tarde conseguirá, y cuya primera víctima será Guatemala. Pero la situación de debilitamiento de las potencias imperialistas a nivel mundial posibilitó que se generalizaran movimientos nacionalistas burgueses (que ya venían en ascenso a partir de la crisis del 29) con distinto grado de radicalidad y de apoyo y protagonismo de las masas, como es el caso del peronismo, del varguismo, del MNR, etc. Además de estos procesos reformistas, se repite aquí la lucha entre dos corrientes antagónicas, pues a finales de la década del 50 tenemos también el ejemplo de la Revolución Cubana.
Entonces, estamos ante un proceso que pone fin a una etapa en la cual la forma colonial era la manera principal en que las potencias imperialistas ejercían su dominación y opresión, y que se enmarca en el ciclo de revoluciones socialistas, pero que tiene resultados diferentes dependiendo de qué clase sea la hegemónica. Tal es así que en los países en donde la revolución de liberación nacional no fue dirigida por el proletariado, sino por la burguesía nacional, sucederá lo mismo que en América Latina durante las primeras revoluciones de independencia: el problema agrario quedará sin resolver y, por lo tanto, los terratenientes conservarán su poder económico, sentando las bases para las nuevas formas de dependencia y dominación oligárquico-imperialista.
En cuanto a la revolución boliviana en particular, se hizo mención a que el proletariado minero no tomó el poder para sí, sino que colocó allí al MNR y a su máxima figura, Paz Estenssoro. Pero ahora debemos agregar que días después de la revolución los trabajadores crearon su propia organización, la Central Obrera Boliviana (COB), expresión de la dualidad de poderes reinante. Y así como todos los autores coinciden en remarcar que la hegemonía de la revolución perteneció al proletariado minero, también se concuerda en cuanto a que este mismo actor siguió manteniendo la hegemonía durante el primer período, siendo su Central Obrera la verdadera instancia de poder, y el gobierno del MNR apenas su sombra. Lo que falla en la mayoría de los autores es que, reconociendo de hecho la dualidad, que tenía como dueño de la situación a los trabajadores, no se saque de allí las conclusiones obvias: la dualidad de poderes es una situación excepcional producto del choque irreconciliable de dos clases en una situación revolucionaria, y como tal, no puede extenderse demasiado en el tiempo; uno de los poderes acaba finalmente por imponerse. Los partidos revolucionarios, inclusive el POR, desconocieron este hecho, y en lugar de definir la dualidad a favor de la COB, trabajando en ella para lograr una mayoría y exigiendo el paso de todo el poder a esa organización, se dedicaron a «presionar» al MNR para que realice las demandas de las masas, designando para ello algunos ministros obreros y estableciendo el co-gobierno MNR-COB. Así lo entiende Alberto Pla, una de las excepciones a la regla, cuando nos dice que «en la medida en que no surge una dirección obrera de masas que conscientemente busque resolver la contradicción a su favor sino que sólo trate de presionar al ala progresista dentro del MNR, no se abrirá la posibilidad de avanzar en la revolución social que quieren las masas y se posibilitará, poco a poco, el nuevo triunfo de la reacción favorecido por el MNR.»[13]
Lamentablemente, eso fue lo que sucedió. La falta de una dirección revolucionara capaz de aprovechar la situación llevó a la capitulación ante la burguesía nacional, contrariando así la Tesis de Pulacayo. Se pasó de competir con esa burguesía por la hegemonía de la revolución, a subordinarse a una de sus alas, fomentando en las masas la confianza en el gobierno y no lo contrario. El problema principal fue, entonces, la ausencia de un verdadero partido obrero: «Había en el movimiento proletario, empero, una duplicación; se sentían, por una parte, integrantes del movimiento democrático considerado como generalidad y, por lo tanto, impusieron como algo natural el retorno de Paz Estenssoro y la reivindicación de su presidencia, como emergencia de su victoria en las elecciones de 1951. Pero, por otra parte, eran portadores semiconscientes de su propio programa, que era el que figuraba en la tesis de Pulacayo, aprobada en 1947. Lechín expresaba lo primero; lo segundo, demostró ser un germen imposible de desarrollarse en tanto cuanto no se diferenciara la clase del movimiento democrático general, es decir, ya como partido obrero.»[14]
La revolución boliviana dará lugar a la revolución restauradora, es decir, fracasará, en la medida en que tuvo como resultado la revolución nacional y no la revolución proletaria, en el marco del agotamiento del capitalismo y del ciclo de revoluciones socialistas, o sea, de la inviabilidad de la burguesía nacional para conducir proceso de liberación nacional alguno y de la inviabilidad misma del capitalismo. Pero en qué medida la revolución fue nacional y terminó siendo derrotada sólo puede verse, como dijimos, a partir del curso que tomaron los acontecimientos, siempre sin perder de vista la relación entre lo nacional y lo internacional, lo cual necesariamente da paso al siguiente punto[15].
Secuencia 4
Después de estas narraciones sobre la revolución de 1952, ambas distintas por el alcance y la pretensión de sus interpretaciones, quizás tengamos que detenernos en la exposición, el análisis y la narrativa del historiador Guillermo Lora, intelectual trotskista, fundador del POR, además de militante, persistente crítico, y coautor de la Tesis de Pulacayo. Lora escribe:
Son numerosos los documentos y testimonios que demuestran que la dirección movimientista había preparado cuidadosamente un golpe de Estado, contando con la complicidad del entonces Ministro de Gobierno Seleme. Los conjurados, realizaron sondeos infructuosos en las tiendas falangistas, buscando apoyo para sus planes subversivos. Por otro lado, era evidente que el MNR se convirtió en un partido popular y había logrado, gracias a la sistemática persecución policial desatada en contra suya y al trabajo sacrificado y heroico de sus activistas sindicales, el apoyo de grandes sectores de los explotados. Estaban dadas las condiciones para el retorno al poder de los derrocados el 21 de julio de 1946. La causa fundamental de este fenómeno sorprendente para casi todos los observadores, radica en la frustración y traición del stalinismo, que llegó al poder después del golpe contrarrevolucionario que derrocó a Villarroel, si se exceptúa la aproximación a las graderías del Palacio Quemado durante el gobierno «socialista» de Toro, que vino a poner de relieve su indiscutible vocación palaciega. El PIR nació como un partido naturalmente entrenado en las masas, se puede decir que fue el primer partido marxista que contó con verdaderos cuadros dentro del sector minero, y perdió todas sus posibilidades de dirigir a los explotados al concluir su contubernio con la rosca (no era un misterio para nadie que Carlos Víctor Aramayo en persona prestó incontables favores al partido stalinista e inclusive financió muchas de sus actividades); desde este momento los explotados le dieron progresivamente las espaldas y se desplazaron en busca de otra dirección más consecuente con sus enunciados. El stalinismo no pudo aprovechar magníficas oportunidades para convertirse en movimiento de masas y en dirección del proletariado, esto por dos causas: la primera se refiere a la rápida disgregación del Partido Comunista clandestino de los años veinte y que contaba con el apoyo decidido del Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista. La segunda no es otra que la experiencia política para el retorno del MNR al poder, esto en un plazo inmediato, históricamente permitió que el trotskysmo, como un fenómeno excepcional, penetrase gradualmente en el seno de las masas hasta convertirse en una de las tendencias obreras más poderosas. La política de los frentes populares y de la unidad nacional, ideada y dirigida desde el Kremlin, se tradujo en Bolivia en la vergonzosa obsecuencia pirista hacia el imperialismo norteamericano, palpable opresor y explotador foráneo del país, y en el pacto político con la rosca, todo bajo el pretexto de que así se luchaba mas eficazmente contra el nazifascismo, presentado como enemigo de la «democracia» burguesa y de la civilización contemporánea. La teoría en sentido de que la vigencia de la revolución democrático-burguesa obliga a la clase obrera o aliarse y someterse a la burguesía nacional y progresista, se convirtió en los hechos, en el contubernio rosca-PIR; la ausencia de una burguesía industrial poderosa no podía menos que conducir a tan triste resultado. El antecedente inmediato de lo sucedido el 9 de abril de 1952 se tiene que buscar en los resultados de las elecciones generales de 1951, realizadas bajo la presidencia del pursista Mamerto Urriolagoitia y que obligaron a consumar el famoso mamertazo (auto-golpe palaciego que permitió la sustitución de un gobernante civil por el general Hugo Ballivián). En febrero de 1951 se reunió, en pleno sexenio y cuando imperaba el desconocimiento de las garantías democráticas, la quinta Convención Nacional del MNR, bajo la presidencia de Hernán Siles, que era ya notable por sus desplantes, su osadía, sus proezas de valiente, aunque no todos sabían aun exactamente hasta dónde iba su pensamiento inconfundiblemente derechista (sustentaba ya posiciones mucho más conservadoras que Víctor Paz, Lechín, etc,). Esta reunión tenía como finalidad central la designación de candidatos para las próximas justas electorales. La dirección movimientista estaba interesada en presentar una fórmula capaz de arrastrar a la mayoría nacional y de vencer las resistencias que motivaban los hombres conocidos del partido nacionalista. Formalmente se propuso la candidatura del excelente poeta y calamitoso político Franz Tamayo, que iría acompañado por Víctor Paz como Vicepresidente. Este último fue uno de los pocos que vio el problema en sus verdaderas dimensiones: no se trataba de jugar a las elecciones y menos de lograr la victoria con pequeñas trampas, sino de tomar el toro por las astas e imponer una inconfundible fórmula partidista. Finalmente se proclamó el binomio Víctor Paz Estenssoro-Hernán Siles Zuazo. La derecha, segura de que el monopolio del poder le permitiría fácilmente imponer su voluntad en las urnas, fue dividida y también así lo hizo la izquierda. Los resultados fueron sorpresivos, inclusive para la mayoría de los movimientistas: el partido opositor logró triunfar, lo que debe atribuirse al hecho de que todavía las ciudades podían imponerse en las elecciones. Los resultados logrados el 6 de mayo de 1951 fueron los siguientes: Víctor Paz, 54.049; Gosálvez (PURS, partido de gobierno), 39.940; Gral. Bilbao (FSB), 13.180; Gutiérrez Vea Murguía (candidato de la empresa Aramayo), 6.559; Tomás Manuel Elío (Partido Liberal), 6.441 y José Atonio Arze (pirista y candidato de los universitarios). Ya sabemos que el general Ovidio Quiroga. Comandante en Jefe del Ejército designó como Presidente de la República al Gral. Hugo Ballivián, anulando así, con un simple golpe de espada, lo obtenido en las elecciones. No era el ejército como tal el contrariado, sino la minería, que comprendió con claridad que la victoria movimientista y su llegada al poder importarían el desbordamiento de las masas y recurrió a los generales como a su última carta. Tal es el verdadero sentido del mamertazo (16 de mayo de 1.95l). El MNR se dio modos para sacar toda la ventaja posible del escamoteo electoral y convirtió en bandera de agitación su victoria y la usurpación consumado por el gorilísmo. Esta campaña se desarrolló de modo inseparable con su demagógica propaganda en contra de los organismos norteamericanos que adquirían más y más preeminencia dentro del país. La insurrección movimientista, que comprometió a las fuerzas de carabineros encargadas de garantizar el orden público, comenzó con todas las características del golpe de Estado blanquista, confiando su victoria al manejo o neutralización de ciertas unidades del ejército o el pronunciamiento de determinados jefes con mando de tropa. El General Humberto Tórres Ortíz reagrupó a los efectivos militares, opuso tenaz resistencia y pasó al ataque contra los facciosos. Fueron la prolongación de la lucha, el traslado de la enconada pugna en el cuartel o los ministerios a las calles, los que permitieron que las masas se incorporasen a la batalla, que tomasen en sus manos la suerte del choque armado y determinasen la victoria del MNR como partido. Sería incorrecto limitarse a hablar de las masas así en general, esto porque lo que importa es qué clase social las dirige o se convierte en eje fundamental. Las masas populares jugaron el papel de tegumento del proletariado fabril en las ciudades (la experiencia de lucha de este sector es sumamente rica constituyendo la masacre de Villa Victoria de 1949 uno de los puntos culminantes) y también del minero. No se trata simplemente de que las masas explotadas determinaron con su acción la victoria, de que se apoderaron de las armas del ejército (así se efectivizó la consigna de que el arsenal natural del pueblo está en los cuarteles), sino de que transformaron, con su presencia y acción, un golpe de Estado en una verdadera revolución. Ya no se buscó sustituir a un grupo militar o civil por otro, todo dentro de la política de la misma clase, sino de desplazar del poder a la rosca y a sus testaferros para reemplazarlas por el partido de la pequeña burguesía. Las masas estaban allí, determinando autoritariamente el curso de los acontecimientos, pero no lograban expresarse adecuadamente en el plano político. Su acción fortalecía al MNR y éste se apropiaba, de manera natural, del esfuerzo, heroísmo, etc. de los explotados. El MNR pudo hablar a nombre del país. La lucha concluyó con la victoria movimientista, como se desprende del Acta de Laja (11 de abril): «En las ciudades del interior, los Comandos Políticos Regionales entrarán en contacto por intermedio del Estado Mayor General con las autoridades políticas designadas por el Presidente de la Junta señor Hernán Siles Zuazo. «Inmediatamente de conocida esta comunicación todas las unidades militares, de carabineros y elementos civiles se retirarán a sus bases. Todos los elementos civiles o militares que desacaten este acuerdo o cometan atentados contra la vida y la propiedad de los habitantes de Bolivia serán pasibles de las sanciones que señalan las leyes. «Firmando: General Humberto Torres Ortíz, Hernán Siles Zuazo. «Refrendan esta acta los siguientes Jefes y Oficiales del Ejército Nacional y dirigentes de la Revolución: Firmado: General Francisco Arias; General Jorge Rodríguez H.; Cnel. Edmundo Paz Soldán; Coronel Claudio Moreno Palacios; señor Jorge del Solar; señor Luis Peláez Rioja; Dr. Flavío Ballón Viscarra». Los hechos nos dicen que un partido popular, que enarbolara consignas radicales, cierto que demagógicamente, centró toda su atención en la preparación de un perfecto golpe de Estado, poniendo cuidado en cerrar todas la compuertas por donde pudiesen colarse las masas (el golpe de Estado se idea y se ejecuta a espaldas de éstas y procurando que no irrumpan en el escenario). Esto que puede parecer paradójico se explica perfectamente si se tiene en cuenta la naturaleza y programa del MNR. El partido pequeño-burgués sabía perfectamente, y esto por la experiencia que había vivido durante el gobierno Villarroel, que la clase obrera puesta en píe y cuando adquiere su propia fisonomía, tiende a imponer su línea política, su estrategia, lo que supone la acentuación de la tendencia a superar las limitaciones propias del partido y gobierno nacionalistas pequeño-burgueses, que son las limitaciones propias del marco capitalista. Lo anterior explica por qué el MNR prefería un golpe de Estado en seco, sin participación militante de las masas, aunque buscaba el apoyo de éstas y, por supuesto, el control sobre ellas. Un gobierno nacido de semejante golpe tendría muchas posibilidades de lograr el apoyo del imperialismo y de realizarse en un marco de pos social. Los acontecimientos que se sucedieron en abril de 1952 y después han venido a demostrar que el MNR tenía razón en sus apreciaciones. LA DESTRUCCIÓN DEL EJÉRCITO Antes que nadie conociese el documento de Laja y que tiene un marcado sabor de capitulación, las tropas regulares del ejército, los cadetes del Colegio Militar y los oficiales, volcaron sus gorras y corrieron despavoridos, entregando sus armas a quien quisiese tomarlas. Los fabriles habían aplastado a varios regimientos. Los mineros de San José hicieron morder el polvo de la derrota a los soldados y oficiales, en Papel Pampa y las proximidades de la fábrica ILBO; desde Milluni se descolgaron hacia el Alto los trabajadores del subsuelo, más fuertemente entroncados en el campesinado que sus hermanos de otras regiones, y rápidamente se convirtieron en amos de un punto estratégico. Nunca se dirá bastante acerca de la historia de las luchas obreras y campesinas en esta región paceña, que cobran singularidad porque se dan en toda su pureza como choque de determinadas clases sociales explotadas contra los organismos de opresión, casi sin interferencias extrañas. En el cementerio de Alto Madidi, algunas cruces rústicas de madera señalan el lugar donde fueron enterrados numerosos campesinos, que fueron llevados hasta allí como prisioneros políticos durante el sexenio. Un poco más abajo, el relato continúa: Si recordamos los datos de la historia de las jornadas de abril, llegaremos al convencimiento de que el equipo gobernante, como expresión de un orden social caduco y en desintegración, se desmoronaba a pedazos. El golpe de Estado fue gestado a nivel ministerial y los conspiradores jugaban con las unidades armadas para asegurar su propia victoria. No puede exigirse mayor prueba del hundimiento de uno de los pilares fundamentales del gobierno: el poder Ejecutivo. El aparato represivo se diluía y no pudo soportar la presión ejercitada sobre él desde el exterior. En estas condiciones, el ascenso revolucionario de las masas se proyectó directa e imperativamente sobre las fuerzas armadas, creando en su seno una serie de tendencias centrífugas; vale decir, que muy fácilmente pudo dislocarlas desde dentro. Los choques y las batallas no fueron más que el golpe de gracia a un proceso que se desarrolló larga y profundamente. Las masas, aunque no necesariamente el MNR, personificaron en el ejército rosquero a todos sus enemigos y a los causantes de sus males. Las razones sobraban para esto. El ejército rosquero, directamente entroncado en la aristocracia terrateniente y, como ésta misma, destinado a defender los intereses de la gran minería, tiñó reiteradamente sus bayonetas con la sangre de obreros y campesinos. Desde entonces, la clase dominante no encontró mejor fórmula para resolver los agudos problemas sociales y políticos que la masacre: se confundían la paz de las tumbas con la paz social y la estabilidad política. La tambaleante democracia y sus dificultades crecientes se expresaron y encontraron soluciones a través de los cuartelazos y golpes de fuerza. Objetivamente, los elementos uniformados aparecieron como verdugos de los humildes, pero el hombre de la calle los aisló de la clase dominante y se tomó la libertad de considerarlos muy por encima de la lucha de clases, de esa lucha en la que los explotados son los principales y necesarios protagonistas. El ejército es sólo una parte del aparato represivo, la encarnación de la violencia de una sociedad basada en la explotación del asalariado; lo que tiene que destruirse son los fundamentos de esta sociedad y de esta explotación, entonces no podrá ya existir un ejército diferente a las masas, contrario a sus intereses y convertido en látigo de los oprimidos. Consiguientemente, las masas en abril de 1952 se consideraron ya libres porque el ejército fue disuelto a bala, hecho que se oficializó mediante solemnes actos gubernamentales. El Colegio Militar cesó simplemente de existir, por considerar que los revolucionarios no podían permitir un centro de formación de los carniceros de las masas. En los primeros momentos, se tuvo la impresión de que la jerarquía movimientista, particularmente los señores Paz Estenssoro y Lechín, estaban de acuerdo con la necesidad de la desaparición del ejército de charreteras, botas etc., como expresó chabacanamente el «líder» obrero. No se trataba de la consecuencia de posiciones doctrinales, sino del inconfundible seguidismo a las masas todavía encabritadas. En lo que hicieron y dijeron esos políticos no había ninguna posición orientadora, sino simplemente la repetición de un empirismo a toda prueba. Un poco después, estos mismos dirigentes se encargarían de imprimir características legales a las imposiciones imperialistas acerca de la urgencia de volver a poner en pie a las fuerzas armadas. Las masas y sus organizaciones (la Central Obrera Boliviana, los partidos marxistas, éstos últimos moviéndose entre la tolerancia del gobierno y la clandestinidad) consideraron que no sólo había que destruir al ejército y evitar su resurrección, sino que, para poder defender eficazmente la revolución de la arremetida de sus enemigos de dentro y fuera, se imponía la necesidad de reemplazarlo por las milicias obrero-campesinas, que aparecieron, vivieron y se destruyeron como el brazo armado de las masas que habían logrado imponerse a la rosca y a su ejército. La existencia y fortalecimiento de las milicias -consigna y tradición de los movimientos obrero y revolucionario- están subordinados a la politización y actividad de las masas. Cuando éstas eran dueñas de la calle, cuando desde la COB vigilaban e imponían sus decisiones al Poder Ejecutivo, impulsaron la estructuración y fortalecimiento de las milicias. Los explotados al movilizarse vigorosamente, a fin de imponer sus decisiones y al convertir a sus organizaciones en órganos de poder, se plantearon como una necesidad inaplazable la formación de las milicias obrero-campesinas, no como entidades colocadas por encima de ellas, extrañas a sus intereses o designios, sino como una expresión armada de su propia actividad cotidiana, como un instrumento indispensable para la imposición de sus decisiones, frente a la resistencia de los enemigos de clase y a la estulticia del gobierno. La defensa de la revolución se presentaba inseparable del logro de nuevas reivindicaciones. Cuando las masas ingresaron al período de momentánea depresión, se registró un aflojamiento en el funcionamiento de las milicias obrero campesinas, punto de partida de su posterior degeneración, de su movimientización y de su total destrucción futura. Las milicias no pueden mantenerse independientes al desarrollo y vicisitudes de la politización de las masas. Las milicias fuertes se convirtieron, así en uno de los elementos que plantearon la posibilidad de la conquista del poder por los explotados. Más tarde, cuando se produzca la victoria de los explotados se transformaran en pilares del futuro ejército proletario, elemento indispensable para la defensa de la revolución. No bien el gobierno movimientista pudo emanciparse de la presión y control directo de los explotados, atrevidamente se orientó hacia la derecha y hacia posiciones inconfundiblemente pro-imperialistas. Entonces se pudo constatar que las presiones foráneas se transformaban rápidamente en leyes y actos del gobierno criollo, lo que importaba pasos decididamente antipopulares y antinacionales. Fue de esa naturaleza la reorganización del ejército: imposición de los Estados Unidos para que sirviese de factor de control decisivo del amenazante proletariado. Simultáneamente, se procedió a desarmar a las milicias, es decir, a destruirlas físicamente, a eliminarlas del escenario, no a asimilarlas en el seno de las nuevas fuerzas armadas, que a los dirigentes movimientistas se les antojaban democráticas y expresión de los intereses de las masas, sino simplemente por algún tiempo campearon las milicias mercenarias al servicio del oficialismo y que actuaron como fuerza represiva de los sindicatos. Se tiene que comprender que no puede concebirse la coexistencia pacífica del ejército al servicio de la reacción interna e internacional y de las milicias obrero-campesinas, a través de choques y fricciones uno de ellos tiene que imponerse, lo que supone la victoria de la revolución o de la contrarrevolución. Las fuerzas armadas expresan descarriada y brutalmente la evolución común a los movimientos nacionalistas de los países atrasados: pueden usar consignas pretendidamente antiimperialistas. Y que tengan relación con los intereses populares e inclusive abusar de ellas, pero concluyen invariablemente postradas ante el imperialismo y reaccionan contra las fuerzas revolucionarias del interior del país. La orientación pro-yanqui y contra-revolucionaria se ha dado en el ejército boliviano en toda su nitidez debido a que ha sido organizado, financiado y entrenado por el imperialismo. Esto si consideramos que el ejército está definido, en lo que se refiere a la política que desarrolla y a su fisonomía oficial, por su alta jerarquía. Como quiera que es producto de la clase dominante, refleja las contradicciones internas de ésta y pueden generarse en su seno tendencias nacionalistas que opongan resistencia a la presión imperialista y a la orientación seguida por los mandos tradicionales; sin embargo, estas corrientes rebeldes no podrán, llevar su «antiimperialismo» hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta confundirse con las postulaciones proletarias, y, tarde o temprano tendrán que concluir postradas ante el enemigo foráneo. El proceso iniciado el 9 de abril ha agotado todas las posibilidades liberadoras de las fuerzas armadas y en esta medida el proletariado ha madurado políticamente al haber superado las ilusiones que frecuentemente nacen acerca del antiimperialismo, del obrerismo y de la viabilidad de los planes castrenses de desarrollo del país dentro de los moldes capitalistas. El sector más osado e izquierdista (izquierdista con referencia al resto de la entidad castrense) de las fuerzas armadas no va más allá que la izquierda del nacionalismo burgués o pequeño-burgués, puede diferenciarse de éste únicamente por el uso de particulares métodos de gobierno. Pese a esta realidad, que emerge del análisis de los acontecimientos, los sectores militares se mueven animados de la certeza de que se encuentran por encima de la sociedad y de sus luchas. Los gobiernos nacionalistas de los países atrasados, particularmente los castrenses, tienden a devenir bonapartistas, oscilantes entre el imperialismo y la burguesía nacional y el proletariado indígena. No se trata de una abstracción (muchos «marxistas» se limitan a invocar este bonapartismo para ahorrarse el trabajo de analizar una situación política concreta). El bonapartismo de los nacionalistas no busca otra cosa que forjar autoritariamente una sociedad burguesa próspera, ésta es su estrategia y ésta su limitación, y así se encamina hacia la capitulación frente al enemigo imperialista. En determinadas circunstancias, puede exclusivamente apoyarse en las fuerzas armadas y en la burguesía criolla, entonces inaugura un régimen de corte policial. Generalmente, precisa el respaldo de la clase obrera, puede organizarla (eso hizo Villarroel) y movilizarla, para así poder resistir mejor la presión imperialista e incluso lograr estabilidad política interna. De todos modos, los nacionalistas, con la careta bonapartista o no, se empeñan seriamente en mantener controladas a las masas, en evitar que sigan su propio camino y se desborden de los límites fijados por el gobierno. El tiempo y la amplitud del movimiento oscilatorio, propio del bonapartismo, al que puede someterse la burguesía nacional depende de su fortaleza económica, de la que parten sus posibilidades políticas, de la belicosidad y politización del proletariado e inclusive de las coyunturas internacionales mas o menos favorables. El gobierno Villarroel mostró rasgos bonapartistas a lo largo de toda su existencia. El centrismo pazestenssorista (centrismo dentro del MNR, ciertamente) se puede decir que fue bonapartista en los primeros momentos, por breve tiempo, reflejando así el impetuoso empuje de las masas, pero bien pronto se inclinó atrevidamente hacía las posiciones proimperialistas[16]. Análisis de la narrativa histórica-política Partamos de lo siguiente: la narrativa es un recurso, por así decirlo, de construcción de sentido. No se trata, por cierto, de un significado particular, relacionado a una palabra o algún concepto, sino de sentido en su alcance total. Se puede quizás hablar de la estructura y composición del sentido construido por la narración. Se atribuye sentido no sólo a una secuencia de eventos, sino, incluso, a un conjunto de secuencias entrelazadas; mucho más aún, a un bloque de campos de secuencias yuxtapuestas. La narrativa selecciona eventos, acaecimientos, hechos, nudos de secuencias, colección de hechos, vinculaciones entre distintos planos, usando estos recortes como escenarios y actos de la trama. El sentido entonces es la trama, el entramado, el tejido de acaecimientos. Ahora bien, la pregunta es la siguiente: ¿Esta trama es la que efectivamente ha ocurrido o es tan sólo la interpretación efectuada por el/la narradora, los/las narradoras? Las respuestas, son, por lo menos, tres: Una, que la trama es imaginaria, en tanto que lo acontece responde a una complejidad incontrolable e ininteligible; dos, que entre la narración y los hechos, sucesos, eventos, secuencias, planos de «realidad», se da lugar como a una intersección, sin dejarse de afectar mutuamente; tres, que la narrativa forma parte de la «realidad» misma, de la complejidad misma, incidiendo en su decurso. Sin embargo, a estas tres respuestas posibles consideradas, hay que añadirle una cuarta, la que se da comúnmente en los que consideran y creen que su narración es la verdad de la «realidad». Esta cuarta respuesta es la que descarta taxativamente a las otras tres posibles respuestas, pues considera que las otras respuestas no solamente que no son posibles, sino que responden a un error «ideológico». No nos interesa considerar esta cuarta respuesta, no solo por sus limitantes epistemológicas, sino porque precisamente esta apreciación de la propia narrativa es la que es nuestro «objeto» de crítica, además de «objeto» de estudio, usando términos metodológicos. Lo que nos interesa es comprender la «lógica» de esta narrativa verdadera, cómo reduce el mundo a su representación teleológica, de qué manera usa su narrativa para imprimir legitimidad a sus acciones, que buscan incidir en la transformación del mundo. En esta perspectiva, haremos aproximaciones hipotéticas al análisis de esta forma de narrativa, que llamamos histórica-política. En su alcance general, las narrativas históricas-políticas son dispositivos de acción política, forman parte de las acciones políticas. Desde esta perspectiva, desde ya la discusión no puede centrarse en si estas narrativas reflejan, expresan interpretan adecuadamente la «realidad», pues este no es el interés mayúsculo de estos dispositivos narrativos, sino si ayudan, coadyuvan, colaboran en la estrategia de incidencia, de intervención, de transformación de la «realidad». Aunque, lo primero, la necesidad de contar con una adecuada comprensión y conocimiento, siempre redunda en lo segundo, permite una mayor incidencia, otorgándole un mayor alcance. De todas maneras, la importancia de las narrativas histórico-políticas radica en su efecto en las acciones sociales. Ahora bien, a esta altura, debemos anotar un problema. «Racionalmente» se espera que cuando determinada narrativa-política no logra los efectos esperados, en la convocatoria a las acciones colectivas, no logra incidir, como proyecta, en la «realidad», se opte por desechar esta narrativa o corregirla, para contar con un dispositivo narrativo más apropiado en la acción política. Sin embargo, lo sorprendente es que esto no ocurre. Hay como un apego «irracional» a mantener la narrativa contrastada por la «realidad». ¿Por qué ocurre esto, cuando precisamente el objetivo es político, la transformación de la sociedad? ¿Por qué se persiste en una narrativa contrastada por los decursos tomados efectivamente por eventos? Teniendo en cuenta esta insólita conducta debemos entonces considerar la hipótesis interpretativa de que la narrativa histórica-política se convierte en el sentido supremo para los narradores políticos. En este caso, ya no se trata de transformar el mundo, sino de darle al mundo sin sentido un sentido, que es el que contiene la narración en cuestión. De lo que se trata es de imponer un sentido al caos, al desorden, al marasmo de los hechos. Con lo que la narrativa histórica-política deja de ser un dispositivo político para la acción, se convierte en un dispositivo moral para educar a los mortales. Cuando la narrativa histórica-política sufre estas modificaciones es cuando se asemeja a las narrativas religiosas. Por cierto, no ocurre esta transvaloración con todas las narrativas históricas-políticas; paradójicamente, son las narrativas más fuertes, que han tenido, en un principio, relativo éxito, incidiendo en los sucesos y eventos políticos, las que terminan ancladas en su propio discurso, dejando a un lado la reflexión, el análisis y, sobre todo, la crítica. Es cuando los referentes históricos de esta etapa dorada de la «revolución» se convierten en los fines de lo que debe suceder en otros escenarios geográficos, políticos y sociales. Los narradores histórico-políticos no solo quedan atrapados en las redes de la propia narración, sino que quedan seducidos por una forma de «memoria», de remembranza, que convierte en ejemplo lo acontecido. Ambos adormecimientos, por así decirlo, terminan afectando a la acción política, desencadenando errores de intervención, encaminando al proyecto político al fracaso. Nuevamente, ¿por qué ocurre esto? Otra hipótesis interpretativa: La historia no se repite, cada evento, cada suceso, cada acontecimiento, es singular. Si la narrativa histórica-política en uso tuvo efectos trascendentes en determinada experiencia social y política, esto no quiere decir que tenga los mismos efectos en otro contexto, en otra experiencia social y política. La obligación del activista es reconocer la singularidad del contexto donde está inserto, comprender la mecánica histórico-social de las fuerzas involucradas, elaborar o relaborar una narrativa como dispositivo político apropiado a las condiciones históricas, políticas, sociales y culturales que gravitan en el contexto donde actúa. Sin embargo, esto es lo que no ocurre, generalmente el activista considera a la narrativa histórica-política heredada como verdad transmitida. Entonces, no se puede renunciar a la verdad, sino que se deben encontrar los desaciertos en la conducción, se debe denunciar las incomprensiones, se debe condenar las traiciones. Los «revolucionarios», hablo de los y las consecuentes, los y las que merecen este nombre, se convierten en titánicos sujetos empeñados en la tarea imposible de moralización. El problema está en la trama o las tramas, no sólo de las narrativas históricas-políticas, sino en todas las narrativas. Las narrativas construyen sentidos duraderos, ayudan a interpretar el mundo en devenir, permiten fortalecer las voluntades, las que se proponen fines; empero, estos fines no son fines trascendentales, sino fines de las voluntades, fines prácticos, adecuados a las necesidades, demandas, requerimientos humanos. Estos fines son fines operativos; el problema es cuando se convierten estos fines prácticos en fines trascendentales, como si el fin estuviera contenido en la «realidad» misma, en la historia misma. Esta transferencia de la voluntad humana al mundo, a la naturaleza, al cosmos, empuja a caer en el espejismo antropomórfico, se encuentra en todo el perfil humano; se encuentra en todo el perfil de las intenciones humanas. Las tramas, los entramados inherentes a las narrativas, tan útiles para la sobrevivencia humana, también pueden convertirse en redes que atrapan a los humanos, dependiendo de las circunstancias, el uso, sobre todo la institucionalización de las narrativas. Cuando el mundo, imaginariamente, se convierte en trama, no es que el mundo en devenir, queda detenido, pues sigue sus decursos; los y las que quedan detenidas en el devenir del mundo son los y las narradoras seducidas por sus propias tramas. Por cierto que estos anclajes en la trama no perduran, pues la invención humana, no deja de inventar nuevas narrativas, más adecuadas a la complejidad. Las narrativas que quedaron en el camino, se convierten en piezas de museo o, en el mejor de los casos son parte de las memorias sociales, las que se retoman para comprender históricamente el pasado. Mucho, más aún, las narrativas estéticas forman parte del despliegue humano, en la forma de la potencia social realizada. Las narrativas estéticas se renuevan en su propia plasticidad. Las narrativas científicas se estudian, comprendiendo las distancias que las separa de las ciencias contemporáneas; pero, también, comprendiendo los hitos que marcaron en el logro y realización del conocimiento. Las narrativas histórico-políticas no son estéticas ni científicas. Son herramientas discursivas de convocatoria, son voluntades plasmadas en la interpretación de las luchas y los enfrentamientos, son fuegos iluminadores que develan los engranajes de las opresiones y dominaciones. Responden a formas de saber colectivos, a intuiciones subversivas, que pueden adquirir la forma de discursos elaborados, de explicaciones labradas. Forman parte de la historia de las emancipaciones y liberaciones. Esta es la parte candente y de apertura de estas narrativas. Las narrativas histórico-políticas al no contener las cualidades plásticas de las narrativas estéticas, no pueden renovarse como despliegue de la creatividad humana; al no contener las cualidades cognitivas de las narrativas científicas, no pueden fijarse como hitos en los recorridos del conocimiento humano. Las narrativas histórico-políticas no se despliegan en ciclos de larga duración, duran menos, se inmolan apasionadamente en los acontecimientos políticos que han generado. Su valor profundo se encuentra en esas singularidades, quizás, incluso en la irradiación de sus entornos espaciales y temporales. Pretender convertirlos en universales, con capacidad de generalización; pero, aún en ley material, es como darles vida más allá de la muerte, una vez que se inmolaron en el acto heroico. Los que hacen esto son taxidermistas. ¿Es que no hay nada que quede de estas narrativas histórico-políticas? No como dispositivos políticos para la acción, sino como conocimientos de un acontecimiento singular; conocimientos que permiten el análisis comparativo de contextos y de situaciones, de temporalidades, ritmos y periodicidades, de estructuras e instituciones. Empero, estos conocimientos tiene valor y son útiles en la medida que se re-articulan en otras nuevas narraciones históricas-políticas, las contemporáneas y las actuales. Estos conocimientos heredados son actualizados en las nuevas narraciones históricas-políticas de las nuevas generaciones de luchas sociales. Si estos conocimientos no son actualizados en las nuevas narraciones históricas-políticas, si son, mas bien, encapsulados por las narraciones preservadas más allá de la muerte, estos conocimientos quedan detenidos en un círculo vicioso repetitivo. ¿Por qué hablar entonces de genealogía del poder y genealogía política? La genealogía del poder se refiere a diagramas, a cartografías, a mapas de fuerzas, a inscripciones en los cuerpos; en este sentido, la genealogía del poder tiene que ver más con estructuras de larga y mediana duración que con estructuras coyunturales o periódicas. La genealogía política, en todo caso, se remite a campos, a formas de Estado, a estructuras políticas, por lo menos, de mediana duración. En cambio, los discursos histórico-políticos y las narrativas históricas-políticas tienden a desenvolverse, más bien, en ciclos de mediana duración o cortos. Cuando se dice que la concepción histórica-política de la guerra de razas se transforma, o tiene su génesis, en la concepción de la lucha de clases, se recogen las mutaciones y transformaciones del discurso histórico-político en su propia discontinuidad; es decir, en sus propios desplazamientos discursivos, aunque no necesariamente de la trama. La trama puede mantenerse como formato, como modelo, si se quiere; lo que cambian son los personajes, los escenarios, incluso los discursos; empero, se repite el ciclo dramático de la contradicción y del desenlace esperado. No hay que olvidar que la política, en el sentido formal, pero también imaginario, al final de cuentas, en la versión bolchevique y en la versión de Carl Schmitt, en la versión del Estado y en la versión de los proyectos emancipatorios, que se circunscriben en el horizonte del Estado, sin cruzarlo, se conforma y estructura en base a la definición del enemigo, teniendo en cuenta la separación clasificatoria amigo-enemigo. La trama de las narrativas históricas-políticas se inspira en el mismo paradigma dicotómico. Por eso, las formaciones discursivas y las formaciones narrativas históricas-políticas tienden a repetir este esquematismo; aunque unas narrativas aparezcan más elaboradas y más sutiles. En resumen, lo que es sugerente de esta hermenéutica histórica-política son, por lo menos, tres aspectos; uno, su corta o mediana duración; dos, sus transformaciones o, en contraste, su estancamiento anclado; tres, su trama del enfrentamiento y el desenlace emancipatorio. De las secuencias narrativas seleccionadas, como ejemplo, de los recortes de narraciones efectuados y escogidos, vemos que: La secuencia 1 parte de la impresión de un pueblo en permanente insurrección; por eso, expresa, que se suceden sucesivas insurrecciones. La secuencia 2 se atiene a la descripción de los hechos, a partir de esta descripción somera, busca encontrar la explicación de los sucesos, sobre todo de su encadenamiento, en el eslabonamiento de los eventos. La explicación no viene a ser otra cosa que un recuento, ordenado de acuerdo a la selección de lo importante, dejando de lado lo contingente. La secuencia 3 construye la explicación no a partir de la descripción, aunque la tome en cuenta, sino a partir de una mirada teleológica. Parte de la teoría de lucha de clases, retoma las tesis de la revolución permanente, define las clases y sus roles en la historia, centra el conjunto de antítesis en la contradicción nuclear entre proletariado y burguesía; aunque la burguesía tenga características de una minoría, mas bien, ligada al capitalismo internacional, sustituida por una pequeño-burguesía pretendidamente radical en la palabra y condescendiente en los hechos con el imperialismo. Por eso, la revolución nacional, hecha por trabajadores mineros, obreros y campesinos está destinada al fracaso, si es que no se convierte en revolución socialista y está conducida por el proletariado. Como se puede ver, la explicación es antelada, ya estaba dada, antes de la narración; lo que hacen los hechos es corroborar la acertada tesis y la teoría verdadera. Se entiende entonces el poco interés en detenerse en los hechos, en analizarlos, en evaluar las diferencias que plantean respecto a la tesis y la teoría. La secuencia 4 podría decirse, en principio, sólo tomando la forma, que se parece a la secuencia 3, que es equivalente; sin embargo, hay una diferencia notoria, se detiene en los hechos, se preocupa por analizarlos, y, aunque no sea la principal premura el cuidado de evaluar las diferencias que plantean respecto de la tesis y la teoría, termina haciéndolo, debido al esmero respectivo en la descripción de los hechos y buscar sus conexiones. Esta narración es hecha por un historiador, de la misma manera que la segunda es hecha por una historiadora o una cientista social, que usa los métodos de la investigación historiográfica. La diferencia entre la secuencia 2 y la secuencia 4 no radica solamente en que la última toma claramente partido, sino en el alcance de la explicación. Se esté de acuerdo o no con el carácter y la estructura de la explicación, con la teleología inherente, lo sugerente es que la explicación se construye tomando en cuenta los hechos, el análisis de los mismos, evaluando las diferencias y las analogías con otras experiencias históricas revolucionarias. En este caso, no interesa tanto discutir las conclusiones, tampoco el estilo de explicación, sobre todo la teleología inherente, sino apreciar críticamente el análisis de la conexión de los hechos, de los sucesos, de los eventos, de sus propias sucesiones. Es una narración, correspondiente a una investigación histórica, cuya explicación tiene en cuenta, por lo menos, una aproximación, a lo que llamamos la mecánica histórica-social. Alguien podría llamar la atención sobre el lenguaje; se trata de un lenguaje militante. Empero, el lenguaje militante no le quita rigor «científico», que radica en la investigación de las fuentes, registros, hemerotecas, bibliotecas, además de contar, en este caso, con la experiencia directa. También se encuentra en la explicación, que, aunque pueda no compartirse, es efectuada a partir de los hechos, los sucesos, los eventos, sus conexiones, tomando en cuenta el poyo teórico optado. En todo caso, se puede discutir la explicación, sus conclusiones, es decir, su interpretación; sin embargo, no se puede olvidar que se trata de una narrativa histórica, efectuada con procedimientos investigativos y de análisis de esta ciencia o saber, la historia. Las hipótesis de trabajo, no las hipótesis teóricas, sino las hipótesis que tienen que ver con la conexión y sucesión de los hechos, hacen consideraciones que coadyuvan a construir el cuadro particular de la explicación. Una de ellas es la que toma en cuenta el papel del PIR, partido marxista, al que el autor le reconoce que tuvo incidencia en el proletariado boliviano, que incluso tuvo la oportunidad de conducirlo hacia la revolución; sin embargo, por su concepción «etapista», por la caracterización del gobierno de Villarroel como nazi-fascismo, optando políticamente por la alianza con la burguesía, conformando el frente amplio antifascista, propugnado por los partidos comunistas, en ese entonces, llevan al PIR a una alianza con la odiada rosca minero-feudal, dándole contenido social al colgamiento de Villarroel. Este comienzo de la narración es importante, en la explicación que construye, para dar cuenta del fortalecimiento del MNR. Otro dato que toman en cuenta las hipótesis de trabajo es la victoria electoral del MNR en 1951. Hecho que muestra, por lo menos, la convocatoria electoral del MNR, además de explicar por qué los insurrectos victoriosos del 9 de abril veían la secuencia natural de la entrega del poder al MNR, después de haber vencido al ejército. Estos dos datos, el comportamiento político del PIR, la victoria electoral del MNR, con la consecuente incidencia en la comprensión política y coyuntural de la mayoría de los insurrectos, colocan a la narración en los escenarios históricos concretos, sin hacer abstracción de ellos, como en el caso de la secuencia 3. La cuestión está en cómo se llega, a partir de esta puesta en escena, de esta consideración inicial de la trama narrativa, a la explicación teleológica y a las conclusiones políticas taxativas. El autor reconoce que el MNR se inclina a un radicalismo, aunque sea demagógico, aprovecha el escamoteo y desconocimiento de su victoria electoral, convoca, organiza y conspira, según el autor, de una manera «blanquista». Se propone efectuar un golpe de Estado, detonando con la acción de grupos armados, que dan la señal a los carabineros y los militares involucrados. Empero, el ejército reacciona y está a punto de derrotar a estos grupos armados y al golpe de Estado; es cuando la convocatoria al pueblo, la decisión de las organizaciones sociales, los sindicatos mineros y fabriles, su participación decidida en la lucha, sus tomas geográficas, terminan invirtiendo la balanza de la lucha armada. Las masas en las calles terminan convirtiendo el golpe fracasado en una revolución. Esta mecánica social, política y de lucha armada, insurreccional, es sumamente sugerente, pues muestra la diferencia entre un hecho político, en sentido restringido, y una sumatoria de hechos encaminados al evento político-social, en sentido amplio; la diferencia entre un procedimiento grupal, incluso partidario, el de la conspiración y el golpe de Estado, y los procedimientos proliferantes, desbordantes de las multitudes, del pueblo insurrecto, del proletariado. La intervención y la acción multitudinaria de estos últimos terminan desencadenando el acontecimiento de la revolución. La discusión política se concentra en este suceso mayúsculo. ¿Qué alcance tiene? ¿Cuáles son sus consecuencias? ¿Tiene o no posibilidades de prolongarse a una revolución socialista? Conocemos las apreciaciones, interpretaciones, conclusiones del autor. No se trata de discutir con ellas, de estar o no en desacuerdo con esta narración histórica, sino de discutir y evaluar a fondo si existía esta posibilidad, con qué potencia y de qué manera. No se trata ya de una discusión «ideológica»; está ya la conocemos, incluso los límites impuestos por su incomunicación, por su atrincheramiento en pre-juicios. Se trata de una discusión histórica, si se quiere, de una discusión histórica-política; lo que implica también investigar minuciosamente lo acaecido. El autor, en la medida que se mueve en las tesis de la revolución permanente y en la teoría de la lucha de clases, es consecuente con las tesis y la teoría; sus conclusiones son una deducción de éstas. Es ocioso discutir si se trata de una revolución por etapas o de una revolución permanente, como si se tratara de principios. Esta es una discusión abstracta y dogmática. El debate está en otro lugar, en el análisis de las posibilidades inherentes, de las fuerzas en juego, de su potencia y alcance; también en el análisis de los contextos locales, nacionales, regionales y mundiales. En el presente ensayo no podemos adentrarnos a este análisis minucioso de las posibilidades inherentes y de las fuerzas en juego, en ese entonces; además se requiere de una investigación histórica previa para hacerlo. Lo que podemos hacer es proponer ciertos recorridos para abordar estos tópicos problemáticos, polémicos y, a la vez, iluminadores. Acontecimiento, historia y narración Retomando la discusión, Paul Ricoeur propone situarse en el acontecimiento. Encuentra por lo menos tres ámbitos significativos. Escribe: En sentido ontológico, se entiende por acontecimiento histórico lo que realmente se ha producido en el pasado. Esta misma aserción une varios aspectos. En primer lugar, se admite que la propiedad de haber sucedido ya difiere radicalmente de la de no haber sucedido todavía; en este sentido, la actualidad pasada de lo que sucedió se considera una propiedad absoluta (del pasado), independiente de nuestras construcciones y reconstrucciones. Este primer rasgo es común a los acontecimientos físicos e históricos. Otro rasgo delimita el campo del acontecimiento histórico: entre todas las cosas que han sucedido, algunas son obra de agentes semejantes a nosotros; por lo tanto, los acontecimientos históricos son aquellos que los seres actuantes hacen que acontezca o padecen: la definición ordinaria de la historia como conocimiento de las acciones de los hombres del pasado procede de esta restricción del interés a la esfera de los acontecimientos asignables a agentes humanos. Un tercer rasgo proviene de la delimitación, dentro del campo práctico, de la esfera posible de comunicación: a la noción de pasado humano se añade como obstáculo constitutivo la idea de una alteridad o de una diferencia absoluta, que afecta nuestra capacidad de comunicación. Parece que sea una implicación de nuestra capacidad para buscar la alianza y el consenso, donde Habermas ve la norma de una pragmática universal; parece que nuestra capacidad de comunicar encuentre la extrañeza de lo extraño como un desafío y un obstáculo, y que no pueda esperar comprenderla más que a costa de reconocer su irreductible alteridad[17]. Cómo dijimos, el acontecimiento es el concepto complejo, que puede ayudarnos a no sólo recoger los problemas planteados por la pluralidad de conexiones, acoples, telarañas, tejidos, de los eventos y sucesos, de las acciones y de las prácticas, de las composiciones y de las formaciones, de las estructuras y de las instituciones, dados en sus singularidades. Propusimos unas tesis sobre el acontecimiento; no vamos a volver a ellas ahora; lo que nos interesa es proponer estrategias para abordar estos problemas, en lo que respecta a la historia o, mejor dicho, al desafío de la complejidad a la interpretación histórica, al desafío del acontecimiento de la revolución de 1952 a la interpretación histórica-política. Estrategia 1 Abandonar la discusión «ideológica». Retomar lo político en la búsqueda minuciosa en los detalles, en las conexiones diversas de los sucesos, de las prácticas y de las crisis de las relaciones, de la potencia, de las posibilidades, de las alteridades escondidas. Estrategia 2 Sin necesidad de dejar las teorías y tesis heredadas de los discursos histórico-políticos, tomándolos como referentes, no como paradigmas, ni modelos, menos verdades, sin descartar, sobre todo, la construcción de otras tesis y teorías, en los espesores de la teorías de la complejidad, abordar el desciframiento de las conexiones, acoples, redes, que vinculan abiertamente acciones, prácticas, relaciones, estructuras, instituciones y territorialidades, así como cuerpos. En otras palabras, leer las inscripciones de los eventos y sucesos, en sus distintos planos de intensidad, para lograr la interpretación dinámica del acontecimiento. Estrategia 3 Construir saberes, comprensiones y conocimientos como emergencia dinámica de deliberaciones y reflexiones colectivas, efectuando saberes de nunca acabar, vitales. Logrando interpretaciones integrales y participativas, en constante movimiento y re-interpretación; no solamente aprendiendo, enriqueciendo la información, explicando mejor su complejidad, sino integrando los saberes, las comprensiones, los conocimientos, las ciencias y las tecnologías a los ciclos de la vida. No requerimos el saber por el saber, el conocimiento por el conocimiento, la ciencia por la ciencia, no necesitamos enamorarnos de la verdad, menos tener la razón. De la misma manera que no requerimos la producción por la producción, la valorización por la valorización, esto que se llama «desarrollo»; necesitamos producir para la vida, valorar la vida; es menester liberar la potencia de la vida, seguir creando más vida.
[1] Ver de Marc Bloch Apologie pour l’histoire ou métier d’historien. Paris 1974.
[2] Revisar de Marc Bloch Apología para la historia o el oficio del historiador. Edición anotada por Étienne Bloch. Fondo de Cultura Económica. México 2001. [3] Ibídem: Págs. 54-57.
[4] Ibídem: Pág. 58.
[5] Ver de Raúl Prada Alcoreza La explosión de la vida. Rincón Ediciones; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[6] Ver de Raúl Prada Alcoreza Acontecimiento político. Rincón Ediciones; La Paz 2014. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.
[7] Ver de Raúl Prada Alcoreza Genealogía del poder. Qhana; La Paz 1992.
[8] Cincuentenario de la revolución del 9 de abril de 1952: Así fue la revolución, Volumen 1. Beatriz Cajias, Lupe Cajías de la Vega, Magdalena Cajías de la Vega, Dora Cajías, Movimiento Nacionalista Revolucionario. Fundación Cultural Huáscar Cajías K., 2002 – 300 páginas. La Paz.
[9] Pla, Alberto, op. cit., pp. 194 y 195
[10] Ídem, p. 193
[11] Zabaleta Mercado, René, op. cit., p. 97
[12] Ídem, pp. 97 y 98
[13] Pla, Alberto, op. cit., p. 199
[14] Zabaleta Mercado, René, op. cit., p. 99
[15] http://es.scribd.com/doc/9199505/La-Revolucion-Boliviana-de-1952
[16] Guillermo Lora: La revolución del 9 de abril de 1952. Masas; La paz – Bolivia 1965. [17] Paul Ricoeur: Ob. Cit.; pág. 171.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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