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Crónica de tres muertes anunciadas

Fuentes: Rebelión

Es hermosa la escritura del cuento de Gabriel García Márquez, que lleva el título de Crónica de una muerte anunciada. Es magistral no sólo la técnica sino el juego metafórico, sus entramados, la manera de retener la atención del o la lectora. Desde un principio conocemos el desenlace; sin embargo, no dejamos el libro, como […]

Es hermosa la escritura del cuento de Gabriel García Márquez, que lleva el título de Crónica de una muerte anunciada. Es magistral no sólo la técnica sino el juego metafórico, sus entramados, la manera de retener la atención del o la lectora. Desde un principio conocemos el desenlace; sin embargo, no dejamos el libro, como se supone que nos pasa en una película policial cuando alguien nos adelanta quien es el asesino. Lo que voy a escribir no es un cuento, ni pretende tener la maestría del literato consagrado, ya ausente de nosotros, aunque presente en nuestra memoria. Lo que voy a escribir es una especie de relato, aunque también análisis crítico, de tres muertes anunciadas: la del llamado «proceso de cambio», que enterramos en las últimas elecciones; la de una disparatada y hojarasca congregación política llamada «oposición»; la del MAS, partido del gobierno populista, por lo tanto, también del gobierno populista. Aunque haya ganado las elecciones, abrumadoramente, esta suma estadística, no cubre sus vacíos incurables e inocultables, vacíos que comparten la oquedad con espesas complicidades corrosivas de prácticas paralelas de chantajes, coerciones y corrupciones. Entonces, ya conocen las tres muertes, ahora la tarea es mantenerlos atentos en la crónica de las mismas anunciadas.

 

La muerte del «proceso de cambio»

 

No vamos a definir, de nuevo, lo que llamamos «proceso de cambio», ya lo hicimos en la exposición Reflexiones sobre el proceso de cambio[1]. Vamos a retomar la detección de síntomas, aunque también de signos, usando esta categoría ampliamente, que anuncian la muerte del «proceso de cambio». Parece que nace con su marca, tal como se presenta Aureliano Buen Día, con su rostro iluminado y su mirada perdida[2]. Cuando en el tumulto congregado de los eventos de las rebeliones, levantamientos y movilizaciones, que convirtieron las resistencias en ofensiva popular, lo que se va gestando, como tendencia con pretensiones hegemónicas es nuevamente el estilo político autoritario de las representaciones caudillistas. Este estilo antiguo de buscarse un símbolo que exprese las ansias de todos es una conmovedora muestra de que los sublevados, a pesar de la rebelión del momento, todavía encarnan la dominación patriarcal inscrita en sus cuerpos. La solución de esta clase de sublevados es cambiar de una forma de dominación a otra forma de dominación. Todos juegan a esta comedia, invistiéndola del teatro político que representa al retorno de las anteriores revoluciones evocadas, aunque lo único que retornan son los fantasmas de esas revoluciones. Entonces la sublevación no era nada más que un acto de catarsis, para sacarse de encima todo el sufrimiento acumulado y vengarse de los amos y patrones expulsados. Cuando una revolución se limita a la venganza, a satisfacerse con expulsar a los anteriores dominantes, no hace otra cosa que jugar al cambio de mandos, ilusionándose que estos cambios significan transformaciones radicales, cuando lo único que pasa es el cambio de vestuario de los personajes o, si se quiere, el cambio de vestuarios, de personajes, incluso de guiones y de discursos, empero, preservando la misma trama del poder, no es más que una revolución imaginaria.

Los cultores del «proceso de cambio» suelen acudir a estadísticas para demostrar que hay cambios; hablan, por ejemplo, del crecimiento de las arcas, del crecimiento económico, del aumento de las reservas. Con este recuento cuantitativo creen demostrar cambios; ¿cambios en qué? ¿En las cantidades, mas bien, en las representaciones cuantitativas, en los indicadores? Esto no es más que una suma aritmética, una comparación de promedios y de indicadores, de un periodo con otro. ¿Pero, éste es cambio? Puede hablarse de una mejora económica, de una disponibilidad mayor de recursos; sin embargo, es difícil entender que entienden por «cambio» estos apologistas del crecimiento económico; dicho de otra manera, es difícil decodificar como cambio lo que llaman «cambio» estos descriptores de cuadros estadísticos. Sabemos que el cambio no solamente es movimiento sino transformación, si se quiere, incluso mutación. Tiene que haber entonces movimiento, mutación y transformación de las condiciones donde se dan los sucesos, para poder interpretar estos sucesos en contextos distintos, para que tengan un valor distinto. Pero, cuando las estructuras económicas siguen siendo las mismas, cuando las estructuras sociales siguen siendo las mismas, a no ser que se crea que esto acontezca por irradiación cuando cambia la élite gobernante. Esto es un postulado elitista, reduce la revolución al cambio de élites. Esta es la pretensión de legitimación de la nueva élite y del discurso que trata de explicar las cosas de esa manera.

Tanto los «analistas» de Naciones Unidas, así como los «ideólogos» del gobierno progresista, se explayan de hablar de cambios sociales señalando indicadores de disminución de la pobreza, indicadores del engrosamiento de las clases medias, indicadores del incremento paulatino del producto bruto per-cápita. Para toda esta gente «cambio» es obtener indicadores que muestren estos desplazamientos en la disminución de la pobreza, en el aumento de las clases medias, en el mejoramiento del producto per-cápita.  Esta es una concepción elemental de lo social. Estos sociólogos improvisados han reducido la cuestión social a desplazamientos cuantitativos de masas de pobres, de masas de consumo, de masas de dinero distribuido, obviamente estadísticamente. Los llamados «analistas políticos»  hacen coro de estas sandeces. Algo que no se debe olvidar, por lo menos desde las formaciones discursivas que acompañaron «ideológicamente» a las revoluciones, es que el cambio social no puede disociarse de la emancipación, de la liberación social. Cambio social quiere decir mayor capacidad de la potencia social. El discurso socialista hablaba de la sociedad sin clases; ahora el socialismo del siglo XXI habla de socialismo de una sociedad de clases sui generis. Esto, en tiempos de mi abuela, no era otra cosa que una estafa, dar gato por liebre.

Lo grave aparece en los otros síntomas. Se llama revolución cultural a la incorporación de rituales andinos en las ceremonias del poder. Antes se llamaba revolución cultural, por lo menos en el discurso marxista, a la recuperación de los consejos, de los soviets, del pueblo socialista, del poder, arrancándoles los dispositivos de decisión a los burócratas del partido. También podemos hablar de revolución cultural desde un enfoque descolonizador, decir, por ejemplo, que la revolución cultural corresponde a la emergencia, profusión, irradiación, circularidad, de las culturas dominadas por la cultura dominante impuesta. Sin embargo, es imposible encontrar que esto acontezca, a no ser que se crea, que este acontecimiento descolonizador se reduzca a la presencia de rostros morenos en el gobierno, en el congreso, en los tribunales, como se le ocurre a un encumbrado «ideólogo» que ahora dispone del monopolio de la violencia. Esto no solamente es una farsa, sino una adulteración del sentido mismo de descolonización.

La llamada revolución democrática ha sido reducida a la reiteración de concentraciones masivas de organizaciones sociales que acuden a los eventos políticos para escuchar, si es que escuchan, y para aplaudir a los oradores. Quizás lo que alienta a estas masivas concentraciones es ver al caudillo, con el que tienen una relación afectiva. En todo caso, por más motivada que sea esta visita concentrada al caudillo, no puede llamarse a este escenario de devoción revolución democrática. No tiene nada que ver con el ejercicio de la democracia participativa. Al contrario, son los escenarios de legitimación de las formas autoritarias, jerárquicas, que rayan en el despotismo. Solo a los aduladores más consumados y a los apologistas más delirantes se les puede ocurrir llamar a esto revolución democrática.

 

Es complicado seguir hablando de nacionalización, sobre todo se hace patético cuando se explayan en publicidades que muestran en imágenes los grandes logros de la «nacionalización». ¿Una nacionalización sin expropiaciones? ¿Una nacionalización que después de un decreto de recuperación soberana, sustantiva en los términos de intercambio, entrega el control técnico de la explotación a las empresas trasnacionales extractivistas en los contratos de operaciones? ¿Una «nacionalización» cuando se adelantan los contratos de operaciones sin haber terminado la auditoria a las empresas trasnacionales hidrocarburíferas? ¿Una «nacionalización» cuando la empresa pública no controla efectivamente los flujos, tampoco los informes de gastos con los que se descuentan las empresas trasnacionales, otorgándoles cuantiosas devoluciones? Pretender demostrar que hubo «nacionalización» por que mejoraron los ingresos del Estado es confundir términos de intercambio con nacionalización. Asistimos a turbadores escenarios de patéticos nacionalizadores, quienes consideran que «nacionalización» es compra de acciones, reduciendo esta medida, tan cara para los gobiernos y los pueblos de mediados del siglo XX, al juego bursátil.

 

El llamado «proceso de cambio» fue mostrando los síntomas alarmantes de su propia decadencia. Fue mostrando lo que acontecía al interior del «proceso», atestado de contradicciones. Fue demostrando su demolición interna, sobre todo en la historia triste del desmantelamiento de la Constitución. No hubo desarrollo legislativo, al contrario,  hubo continuidad de la legislación anterior a la Constitución. Los mismos procedimientos, los mismos métodos jurídicos, los mismos juegos tramposos políticos, se repitieron al hacer las leyes y hacerlos aprobar por un Congreso que ni las leía o le faltaba el tiempo para leerlas, pues les entregaban las mismas, en el mejor de los casos, un día antes, en el peor de los caos, unas horas antes, incluso en el momento mismo de aprobarlas. Las leyes aprobadas en las dos gestiones del gobierno progresista se encargaron de restituir el orden, de restaurar el Estado-nación, evitando cualquier clausula, cualquier artículo, que dé pie a la mínima posibilidad de desordenar el escenario del poder, el monolítico escenario del poder, nono-nacional, mono-institucional, mono-cultural, de la colonialidad institucional. No vamos, ahora a referirnos concretamente a cada una de estas leyes, sobre todo las que hacen de eje de la restauración, nos remitimos a los escritos donde tratamos pormenorizadamente estos temas[3].

 

El «proceso» como conjunto sucesivo de pasos, técnicas, procedimientos, transformaciones, para lograr un producto, que en este caso sería el cambio cualitativo histórico-social, fue afectado internamente, aterido en su propia dinámica; por lo tanto, detenido, en su marcha, sin llegar nunca a producir el añorado cambio. El «proceso de cambio» murió, en principio, poco a poco, por las decisiones y medidas políticas que tomaba el gobierno, en sentido contrario al «proceso» mismo y a la Constitución. Después de una manera más rápida, en la medida que el realismo político y el pragmatismo preponderante en el gobierno se inclinaron decididamente a expandir intensamente el modelo extractivista. Este es quizás el conjunto de hechos más demoledor del «proceso de cambio», pues reitera el restablecimiento perseverante de las condiciones coloniales del capitalismo dependiente. ¿Por qué lo hacen? ¿Por qué no les queda otra cosa? ¿Por qué necesitan recurso para la inversión social y la inversión productiva, como dicen? ¿No hay alternativas? ¿Cuándo la realidad se ha vuelto tan restrictiva? Sólo en la cabeza dependiente de los gobernantes. Es lamentable escuchar argumentos tan tristes como esos. La relación de dependencia alimenta al imperialismo, usando el mismo término que usan los «ideólogos» del socialismo del siglo XXI, recrea el imperialismo. Si se quiere romper con el imperialismo, lo primero que hay que hacer, por lo menos teóricamente, es quitarle la energía con la que se alimenta. Esta es pues la paradoja de las mismas nacionalizaciones. ¿Nacionalizar para seguir vendiéndole al imperialismo la energía que requiere, con la diferencia de la mejora de los términos de intercambio? Esto se hace más problemático cuando no se nacionaliza de a de veras.

Es impresionante constar cómo el imaginario de la modernidad, que es el imaginario capitalista, se cristalizado en los huesos. Los gobernantes progresistas no se imaginan otra realidad que la capitalista. Están tan lejos de constatar que la vida siempre ha funcionado sin capital, la vida ha inventado la vida, sin necesidad de inversiones de capital. Han perdido toda imaginación, han perdido toda capacidad de inventiva, también de iniciativa; lo peoro es que se encargan de usar sus dispositivos de poder para reprimir toda inventiva, toda iniciativa, toda capacidad creativa de la sociedad. Con esta clase de «revolucionarios» no se hace revolución sino se la asesina.

 

Sabemos que hablar de la muerte del «proceso de cambio» es una metáfora, más aún, cuando hablamos de que en las últimas elecciones se ha enterrado el cadáver del «proceso de cambio». El «proceso» no es un cuerpo biológico para morir, aunque lo padezca, lo vivan, múltiples cuerpos involucrados.  Ciertamente no hablamos de la muerte de estos múltiples cuerpos involucrados, sino figurativamente de la muerte de un «proceso de cambio». Las metáforas son ilustrativas, enseñan mejor que los conceptos teóricos, aunque en el substrato de los mismos siempre haya una metáfora. La ventaja de la metáfora es que muestra figurativamente lo que se quiere decir; en tanto que la desventaja del concepto es que quiere explicar abstractamente lo que acontece con su referente. Entonces, conceptualmente, habría que hablar de los efectos de la convulsión, en el sentido de su desenlace o realización, resultante,  de un conjunto de contradicciones, inherentes a un periodo político. Sin embargo, esta interpretación u otra teórica, no podrá mostrar el dramatismo de los sucesos. Hablamos de la muerte del «proceso de cambio» para ilustrar el drama padecido por las multitudes que se involucraron con dicho «proceso».

 

Cuando el autonombrado «gobierno de movimientos sociales» lanza la inconsulta medida del «gasolinazo», cuando interviene e invade el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure, cuando aprueba una Ley minera, que es paraíso fiscal para las empresas trasnacionales extractivistas mineras,  sabemos que el «proceso» ha muerto. Es la constatación que el gobierno progresista ha terminado enredado en la telaraña del poder, de que se ha convertido en engranaje del poder,  de esas condiciones de dominación, de esos mecanismos de dominación, de esos efectos de dominación, institucionalizados, que perviven a pesar de las revoluciones. 

La lección que todo y toda revolucionaria debería haber aprendido de la experiencia política de la modernidad – hablando en ese lenguaje y tono militante, un tanto para poner en escena ciertos enunciados pedagógicos – es que no se toma el poder, no se puede tomar el poder, es el poder el que te toma, el que toma a los «revolucionarios» que se atreven a ocuparlo. El poder tiene que ser destruido, tiene que ser desmantelado, para poder inaugurar un horizonte más allá del capitalismo.

 

 

Las otras dos muertes

 

Aduladores, apologistas, «analistas políticos» se han apresurado a aplaudir la contundente victoria electoral del MAS. Para todos ellos este resultado demuestra los aciertos del gobierno progresista o, desde la perspectiva oponente, el error de no haber unido las fuerzas de la oposición. Toda esta gente se pierde en los datos estadísticos; como si de por sí solos tuvieran un valor explicativo. Todo estadístico sabe que la ciencia de la medida, de la cuantificación, del análisis matemático, de la evaluación y descripción probabilística, es decir, la estadística, es un instrumento de medida, de cálculo, de estimación, que de por sí no tiene valor explicativo. Para que el indicador, o la serie de indicadores, la serie de cuadros, explique, se requiere de investigaciones en profundidad, de carácter cualitativo, para poder dar cuenta lo que dicen, en el fondo, no solamente descriptivamente, los datos. La explicación se encuentra entonces en la posibilidad de hacer inteligible el acontecer, las formas del acontecer, las tendencias del acontecer. Sin embargo, tanto aduladores, apologistas y «analistas» prefieren el camino fácil, prefieren abusar de la variación y diferencia de los datos. Esta inclinación facilista sería perdonable sabiendo que se trata de gente no especialista en estadística; empero, resulta grave cuando se la usa políticamente.

Contradiciendo estas interpretaciones nuestra interpretación es distinta. Los resultados electorales no validan la conducción política. Las elecciones forman parte de la reproducción y legitimación del poder; esto es lo que acontece generalmente. Cuando las elecciones, después de una convulsión social, abre un horizonte constituyente son como la verificación de victorias políticas populares. En este sentido, las elecciones pueden ayudar a fortalecer institucionalmente el desemboque parcial de las luchas sociales. Sin embargo, esto no es una generalidad; son las excepciones que confirman la regla.

Estas últimas elecciones son la manifestación de la decadencia política. Evidentemente diferentes a las del 2005, también a las del 2009, cuando todavía había entusiasmo, todavía se daba la pelea por la Constituyente y la Constitución; se  nota, de lejos, la ausencia de entusiasmo, la elementalidad de las propagandas, lo grotesco puesto en mesa de discusión. Fueron elecciones como cualquier otra que se da en el mundo; donde prepondera el esfuerzo publicitado de la imagen, dejando de lado los contenidos políticos.  Se enfrentaron, por un lado, un bloque clientelar, decidido a preservarse en el poder, y otro campo disperso de una oposición no solamente descuartizada, sino también mediocre y sin argumentos. Ambos, tanto el bloque como ese campo político disperso de la llamada oposición, forman parte de lo mismo, de la compulsión de deseo de poder. Unos pedían mayor institucionalidad, otros pedían respeto a la Constitución, reduciéndola a unos cuantos artículos des-contextuados. Estas posiciones no podían oponerse al mito, al mito del caudillo, que a pesar del desencanto popular todavía mantiene de rehén a sus numerables clientelas, todavía tiene cierto apego afectivo de las mayorías. ¿Por quién iban a votar?  ¿Por algún candidato de la oposición, por los que les recuerdan los periodos anteriores, sobre todo los neoliberales, por quienes expresan un discurso institucionalista, que solo podría tener un efecto critico moral de corto alcance, por los que hablan de continuar y defender el proceso, pero, lo hacen electoralmente, siguiendo el juego al caudillo? Si iban a votar no tenían más opción. Era difícil, imposible, lograr que las mayorías desencantadas del «proceso» voten nulo, menos que se movilicen para evitar las elecciones, exigiendo conformar condiciones adecuadas democráticas y de reconducción del «proceso». Su acto de votación fue un acto nostálgico, para preservar el recuerdo de lo que fue, perdiéndose en algún lugar del camino.

 

Esta oposición, atrincherada en sus costumbres de clase política, ha muerto. No se dieron cuenta que la clase a la que pretenden representar, la burguesía, esta con el presidente, que les dio lo que los gobiernos neoliberales no pudieron lograr, paz, para poder efectuar abiertamente el comercio y la producción. La oposición que llaman los oficialistas de «derecha» no representaba a la burguesía sino a ciertas clases medias asustadas, que no comprenden hasta ahora, que el presidente «indígena» es uno más de los presidentes del Estado-nación, quizás el mejor, que no es, de ninguna manera, el presidente del Estado Plurinacional Comunitario y autonómico, que no existe. La otra oposición, la institucional y la verde, no podían oponerse moralmente a una mecánica de poder, que se mueve con fuerzas y se efectúa en correlaciones de fuerza.

 

Asistimos entonces a la muerte del gobierno progresista, que de progresista ya tenía poco; ahora solo le queda ser un buen gobierno burgués. Asistimos a la muerte del MAS, conglomerado que nunca pudo llegar a conformarse como movimiento, salvo lo que respecta a las Federaciones Sindicales Campesinas del Trópico, el núcleo duro del MAS. Tampoco se conformó como partido; solamente fueron el recurso de emergencia para las convocatorias electorales. Nunca fue el MAS consultado ni en lo que respecta a la Constitución, ni en lo que respecta a las políticas. Solo se acuerdan del MAS en las convocatorias electorales, contentando a los militantes con prebendas, incorporaciones sin importancia en el ejecutivo, o con su participación silenciosa en el Congreso. El idílico MAS y el gobierno progresista no podrían sostenerse cuando el «proceso ha muerto». Lo que viene es un gobierno, como cualquier otro, y una crisis de un partido que nunca fue tal. 

[1] Ver de Raúl Prada Alcoreza Acontecimiento político. Dinámicas moleculares; La Paz 2014.

[2] Aureliano Buen Día de la novela 100 años de soledad de Gabriel García Márquez.

[3] Ver de Raúl Prada Alcoreza Descolonización y transición. Abya Yala; Quito 2013. También del mismo autor, Cartografías histórico-políticas, Acontecimiento político, Gramatología del Acontecimiento. Dinámicas moleculares; La Paz 2013-2014. 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.