En los últimos tiempos, se convirtió en un lugar común y en una frase elaborada asumir que el principal problema público de una sociedad subdesarrollada como la mexicana es la corrupción.
Sin embargo, identificar y explicar las causalidades de las problemáticas sociales amerita esfuerzos que, con mucho, se distancien de los reduccionismos adoptados en los discursos de las élites políticas que tienden a invisibilizar la lógica y contradicciones profundas de los procesos.
El proceso electoral de 2017/2018 fue signado por el masivo hartazgo de amplios y diversos sectores de la población en torno a una élite tecnocrática rentista y depredadora de las instituciones públicas, que –a lo largo de 36 años– desplegó un ejercicio patrimonialista de lo público, e hizo de la corrupción y la impunidad el sello de su proceder. Traduciéndose ello en la manera en que México experimentó el malestar en la política y con la política. Resultado de ese malestar, la élite política triunfadora condensó una coalición que lo mismo integró a los poderes fácticos tradicionales que a una clase empresarial e intelectual desplazada durante las últimas décadas de los beneficios del patrón de acumulación rentista. Y justo fue el eventual combate a la corrupción lo que creó las condiciones que tornó creíble el discurso de cambio y alternancia del entonces candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador.
El discurso de la democratización, ensayado desde finales de los años ochenta, vanagloriado en el año 2000 con la alternancia partidista, y eclipsado con el fraude electoral del 2006, no frenó el descrédito de las élites políticas ante el síndrome de la desconfianza que se generalizó como fruto de los efectos sociales negativos derivados de las políticas de ajuste y cambio estructural regidas por la ideología del fundamentalismo de mercado. De ahí la transición pactada entre la élite política progresista y sectores de la oligarquía rentista ansiosa de legitimidad para no comprometer el patrón de acumulación y las relaciones de poder imperantes. Se impuso la urgencia de “ventilar”, con dicha transición, a un sistema político esclerotizado, sin trastocar la estructura de la riqueza y la correlación de fuerzas.
Tan es así que el mismo discurso del combate a la corrupción fue concebido y promovido –en el contexto de la segunda ola de reformas– por organismos internacionales como el Banco Mundial y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) desde mediados de la década de los noventa, con la finalidad de adoptar reformas institucionales para apuntalar y profundizar las estrategias de estabilización, apertura comercial, privatización y readecuación de las regulaciones económicas, orientadas al desmonte del Estado desarrollista en el sur del mundo. Las alarmas se activaron con celeridad en los últimos años al diagnosticarse que las prácticas corruptas (sobornos, diezmos, moches) consumen entre el 5 y el 10% del PIB mexicano (según datos de la OCDE) y comprometen los márgenes de competitividad del país. El meollo del asunto es que la corrupción induce una re-concentración de la riqueza en aquellos intereses creados que desvían los recursos y la inversión públicos de la senda del crecimiento económico.
En efecto, aunque la práctica de la corrupción, que lo mismo involucra a agentes del sector público que a particulares y a empresas privadas, es un lastre que hace metástasis e invade los distintos órganos de la vida pública, no es –en sí misma– la causa última de los males de México. La corrupción es resultado, en cierta medida, de un régimen depredador de lo público que antepone el interés privado al interés del Estado. Y ello se corresponde con un patrón de acumulación fundamentado en la desigualdad, la exclusión social, la violencia, la economía clandestina y de la muerte, y la privatización del Estado como macroestructura institucional ideada para representar y hacer valer los intereses comunes.
Esta privatización del Estado –emprendida cuando menos desde la década de los ochenta– redundó en procesos de acumulación del capital que reforzaron las estructuras de dominación y apropiación del espacio público, así como la lógica misma de la corrupción y la violencia política y criminal. Agravándose con ello la crisis de Estado y el vaciamiento de lo público. Esto es, la crisis de Estado comienza con las élites políticas que hacen un uso patrimonialista de lo público y que, con ello, socavan las instituciones desde adentro. A partir de esto, los poderes fácticos escalan la erosión de la legalidad y funden sus intereses creados con esas élites políticas permisivas, coludidas u omisas.
Si bien una manifestación de la crisis de Estado en las sociedades subdesarrolladas es el cáncer de la corrupción, cuyo correlato es la impunidad y la habilidad para torcer la ley, la explicación de los múltiples problemas públicos no se agota allí. Del mismo modo, la desigualdad social, la pobreza y la violencia generalizada experimentadas en México, tienen sus raíces no en la corrupción, sino en la lógica propia del patrón de acumulación depredador y excluyente, cuyos intereses creados instauran un sistema de dominación fundamentado en la simbiosis del poder, la riqueza, el crimen, la muerte y la ilegalidad.
La confusión conceptual y la distorsión en torno a las causas de los problemas públicos, y que echan raíces en el discurso de las élites políticas mexicanas, escalan a niveles que inciden en el mismo diseño y ejercicio de la política pública, atravesando múltiples tópicos que potencian esta confusión. No se limitan –esta confusión y distorsión– a la retórica, sino que generan cursos de acción y rigen decisiones públicas. Por ejemplo: no es la pobreza el origen del crimen organizado, sino la lógica de las estructuras de poder, su correlación de fuerzas y el aderezo que agrega el enjambre de corrupción e impunidad propiciados y tolerados desde dentro del Estado. Ello le da forma a un negocio transnacional, dotado de múltiples ramificaciones y beneficiarios legales e ilegales donde los menos responsables y agraciados –y los más violentados y criminalizados– son los pobres. Más aún, la violencia y la corrupción son relaciones sociales consustanciales al capitalismo, a la lucha constante entre los intereses públicos y privados, así como a la configuración de los mecanismos de poder. Las élites políticas y el Estado las encauzan como mecanismos de control social e inoculación del miedo y la desconfianza. En ello es crucial el individualismo atomizador de la sociedad y de sus mecanismos de cohesión, que refuerzan al patrón de acumulación.
En aras de destrabar esa confusión y distorsión, es necesario considerar que, si bien, una de las manifestaciones del Estado subdesarrollado –aunque no de manera exclusiva– es el desfase entre sus instituciones y la corrupción, sus prácticas lo mismo socavan la legalidad, que distorsionan el proceso de acumulación de capital y comprometen las posibilidades de bienestar. Se gestan entonces causalidades circulares y dialécticas.
En suma, cuando los costes económicos de la corrupción ascienden hasta el 10% de la riqueza nacional, se evidencia en una sociedad el grado de esclerosis institucional y la ausencia de un Estado de derecho, así como el carácter rentista y expoliador de la estructura económica tras imponerse mecanismos de re-concentración de la riqueza. Y aunque no es exclusiva de estas sociedades, la corrupción en el mundo subdesarrollado es resultado, en parte, de un desanclaje entre su sui géneris realidad y una legalidad preñada de valores absolutos, ajenos y distantes a sus problemáticas y necesidades sociales.
Más aún, como flagelo social extendido, que se radicaliza en aquellas sociedades subdesarrolladas signadas por la crisis institucional y la depredación del espacio público, la corrupción no solo impacta en el crecimiento económico, sino también en la seguridad pública y la construcción de los entramados institucionales y legales (del Estado de derecho). La corrupción es un cáncer devorador de las sociedades subdesarrolladas, capaz de agravar la violencia y la fragilidad institucional del Estado. No solo mina las bases del proceso económico, sino también la confianza en la vida pública, la convivencia y el sentido de comunidad. De ahí que la trampa de la corrupción usufructúa la vida pública y la sustrae de sus fines normativos fundamentales reforzando los círculos viciosos.
Sin embargo, procurar posibles soluciones ante los problemas públicos y demás flagelos sociales relacionados con la praxis política, implica realizar diagnósticos acertados sobre ello, pero –sobre todo– amerita evitar los reduccionismos en que incurren las élites políticas y comprender las causas estructurales que radican en la (i)lógica de un patrón de producción y consumo fundamentado en el interés privado y la perpetuación de la desigualdad. Las transformaciones que México necesita solo serán viables si son trastocadas las bases de la estructura de la riqueza y las relaciones de poder y dominación excluyentes. El combate a la corrupción es un paso necesario pero no suficiente, y si se recurre a ese expediente, resulta urgente hurgar en las transacciones –legales e ilegales– de la clase empresarial y bancario/financiera, beneficiaria de la privatización del Estado. Sin un robustecimiento de la vida pública y la cultura ciudadana, esas mínimas transformaciones necesarias serían prácticamente imposibles.
Isaac Enríquez Pérez. Académico en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Twitter: @isaacepunam