Desde el triunfo del Frente de Todos se especula con las divisiones internas de la coalición gobernante entre kirchneristas y “albertistas” que, pese a sus diferencias metodológicas, se han mantenido unidos frente a la emergencia. Sin embargo, en el catastrófico escenario socio económico que se cierne sobre Argentina, las amenazas a la unidad surgen del posible descontento de las bases.
Desde hace un año, cuando el Frente de Todos se impuso en las PASO del 11 de agosto de 2019, se especula sobre posibles divisiones internas en la coalición. Siguiendo este supuesto, de un lado estaba un actor preexistente y sin fisuras, el kirchnerismo, y del otro uno emergente, a veces definido como “albertismo”, que venía a expresar un poskirchnerismo “moderado” o, al menos, más cercano a los gobernadores. Pero lo cierto fue que, en un contexto dominado por dos crisis, la pandemia y el default, no hubo siquiera lugar para desacuerdos o competencias por el poder. Ambas crisis fueron abordadas desde la racionalidad técnica con equipos de especialistas: el comité de infectólogos para lidiar con el COVID, y la red conformada por Guzmán, Chodos, Arguello y otros para renegociar con los acreedores. Aunque la política dentro del Frente tenga algunas diferencias metodológicas, entre el “pacto social” de inspiración albertista que aún sueña con Moncloas y fotos interpartidarias, y el espíritu más unilateralista de Cristina, quien cree más en la fuerza de los votos propios y no abandona la ilusión del “nuevo contrato social”, no se han expresado en el plano programático. En lo medular de la gestión sigue primando la unidad.
Sin embargo, ahora que parece encaminarse el modelo de financiamiento, es esperable que algún tipo de desacuerdo interno surja. Tal vez las diferencias entre “pactistas” y “contratistas” produzcan algún que otro debate interno. No me refiero a las pujas por los “ravioles” del organigrama gubernamental, que son menores y tangenciales; lo relevante es la posibilidad de desacuerdos en torno al rumbo del gobierno en la pospandemia. De hecho, algún grado de desacuerdo y discusión no sólo sería inevitable y democráticamente saludable; puede ser, incluso, deseable (estratégicamente) para la estabilidad de la coalición. Porque Argentina camina rumbo a un malestar social creciente, y al oficialismo, que es en apariencia gigantesco, le conviene mantenerse inflexiblemente unido en lo urgente –como ocurre hoy– pero flexiblemente deliberativo frente a lo que viene. Es mejor eso a que los malestares de los votantes exploten por otro lado.
Alberto y la habilidad superadora
La historia del gigante con pies de barro es conocida. Viene de la Biblia. El rey Nabucodonosor soñó con su estatua, una figura gigante, hecha de oro, plata y bronce. Pero sus pies eran de barro sin terminar. Y, en su sueño, una simple piedra la tumbó. Nuestra coalición gobernante, el Frente de Todos, también es una criatura política gigante con barro en sus pies. Ese barro es la posibilidad de que una parte de sus votantes le quite su apoyo. El gigantismo de la enorme red de dirigentes que moran en ese marco puede ocultarnos una vulnerabilidad de base.
El Frente es, quizá, la coalición electoral peronista más grande desde 1983. A partir de ese año, hubo una sucesión de divisiones del justicialismo que sus adversarios radicales y liberales supieron aprovechar: ortodoxos vs. renovadores, menemistas vs. frepasistas, kirchneristas vs. “moderados” (duhaldistas, federales, massistas). Hasta que finalmente, en 2019, todas las facciones se subieron al mismo barco, invitando de paso a sectores y personalidades del “progresismo no peronista”, que hoy ocupan espacios nada deleznables en el organigrama del gobierno nacional. Nació, probablemente, una coalición defensiva, ya que un año antes de las presidenciales muchos dirigentes del peronismo y el progresismo creían que sin unidad venía la reelección de Macri, o la ingobernabilidad de Argentina. O ambas.
Tras el éxito obtenido en las urnas, el tamaño del Frente se convirtió en el corazón del orgullo albertista. La reivindicación moral de su meteórico ascenso presidencial. Alberto Fernández, quien se confesó como un aspirante a embajador en Madrid al que le dieron la Rosada, se legitimaba por el gigante. Cristina reinaba, pero él, como buen general, le dio la victoria. Fue su habilidad superadora la que permitió unir los retazos del peronismo agrietado, tomándose innumerables cafés por todo el país. Hasta se aguantó ir hasta Córdoba y que no le sirvieran nada. Recordemos su lema de gran operador, su winter is coming: “Sin Cristina no se puede, con Cristina sola no alcanza”. ¿Y ahora, dónde quedó toda esa energía? Ese Alberto, el que se hizo presidente articulando al gigantesco frente, hoy es el hombre de Estado que se puso al frente de las fuertes tormentas –económicas, financieras, sanitarias, sociales– que se ciernen sobre nosotros. Por eso, hay dos preguntas acuciantes en la política de la segunda mitad del 2020: ¿cuál es el plan para el día después?, y ¿quién hace política en el Frente? Es posible que todas las respuestas que se nos aparecen, como que Cristina está detrás de todo, o que se formó una mesa de “nuevos operadores” –Máximo, De Pedro, Massa– que mantiene al gigante en pie y bajo control, no sean más que ilusiones para no mirar a los pies de barro. Porque en la imaginación argentina todo es posible, menos que una simple piedra tumbe al peronismo.
Tres fortalezas
En la inminente pospandemia, la primera cara de la vulnerabilidad del gigante es el tsunami del deterioro argentino. Las proyecciones económicas y sociales para este año y el que viene son escalofriantes. Pobreza del 50%, desempleo incalculable, salarios afganos. Frente a ellas, las fortalezas del gobierno del Frente de Todos, que le prometen cierta estabilidad en medio del caos, están afuera. Son, básicamente, tres: la globalidad de la malaria, las limitaciones de la oposición para invadir el terreno peronista, y la inexorabilidad del Frente.
Es probable que todas esas premisas sean correctas. Efectivamente, aun si el impacto de la crisis pandeconómica termina siendo algo mayor aquí que en otros países, buena parte de la sociedad está convencida de que lo que nos ocurre tiene causalidad global y responsabilidades externas, y ello disimula –y hasta justifica– nuestro propio padecimiento. Por otra parte, aunque varios dirigentes de Juntos por el Cambio saludaron el acuerdo logrado con los acreedores, la oposición se prepara para ser cada vez más frontal. Por ahora solo le habla a su público y no parece estar desplegando estrategias para sacarle votos al oficialismo. Hay algo relativamente novedoso, y es que dos de las nuevas estrellas retóricas del cambiemismo, Patricia Bullrich y Miguel Pichetto, nacieron en el peronismo y saben mejor cómo llegar a ese votante que, por caso, Ricardo Alfonsín, una de las nuevas voces del albertismo en los medios. Y que otros dirigentes que hoy hablan en nombre del oficialismo. No obstante, hay algo que por ahora excede a los dirigentes, y es que las identidades políticas argentinas están demarcadas, en buena medida por la centralidad demarcadora de Cristina Kirchner. Finalmente, también es cierto que Alberto puede descansar por un tiempo en la integridad del Frente de Todos, ya que todos sus integrantes quieren estar en el barco del gobierno nacional –hoy son más los que protestan por no tener cabida, que los interesados en escaparse– y porque no hay tampoco un actor organizado que esté seriamente a la caza de retazos justicialistas –como pudo serlo, por ejemplo, el peronismo “moderado” en 2013–.
Tres riesgos
Conviene recordar, sin embargo, que una de las interpretaciones posibles del sueño de Nabucodonosor dice que la vulnerabilidad, en política al menos, suele cocinarse abajo. Este es un problema que ha afectado en los últimos años al peronismo “moderado”, que en ese aspecto fue claramente superado por el cristinismo: la sensibilidad a lo que sucede en la calle. Alberto no está exento de esta dificultad. Recordemos lo que sucedió a lo largo del año 2018, cuando los distintos referentes del peronismo “moderado” se consideraban dueños de un tercio del electorado, gastaron doce meses de rosca entre ellos, con empresarios y otros influencers, y terminaron descubriendo, ya entrado el 2019, que no medían en las encuestas. Es que no habían hecho nada para conquistar al electorado: solo habían “rosqueado” en interminables reuniones. Hoy el gobierno, presidido por uno de aquellos “moderados”, enfrenta el riesgo del descontento de las bases, pese al compromiso de sus dirigentes y de que las elecciones se vean lejanas. Así como antes describimos tres fuentes de la estabilidad autopercibida por el gobierno, también hay tres posibles riesgos que provienen desde los pies. El primero, naturalmente, es la disconformidad socioeconómica de los propios. En las circunstancias extremadamente adversas en que le toca gobernar, el oficialismo tiene una gestualidad dirigida hacia una minoría intensa progresista, y un asistencialismo ampliado para los más pobres y los desocupados, pero hoy no se comunica con una franja intermedia entre ambos segmentos, los trabajadores formales de clase media-baja que siempre fueron el núcleo identitario del peronismo. Lo que Martín Rodríguez, en otro contexto, denominó “moyanismo social”, y que algunos investigadores de la vida social conurbana sostienen que se encuentra en vías de extinción. Por ejemplo, en la segunda quincena de julio se registraron aumentos importantes en los precios de los alimentos, y la política, por omisión, decidió asumir ese costo. Estamos en momentos de definiciones difíciles para quienes tienen responsabilidad pública, nadie lo ignora, pero esas bases de descontento se pueden expresar de las formas más diversas. El macrismo también tomó decisiones económicas duras para sus propios votantes de clase media, y no los perdió, pero no está claro si los grados de paciencia serán los mismos en este caso.
Un segundo riesgo, que luce secundario, pero merece cierta atención por parte del comando político del gobierno, es el descontento de los militantes. Y no me refiero solo a símbolos ideológicos, sino también a las efectividades conducentes. Alberto asumió en un contexto de severas restricciones fiscales y eso se trasladó de entrada a la administración pública nacional. Algo que los liberales ortodoxos, que reclamaban “que se bajen los sueldos” a los funcionarios, no le reconocieron. El Frente de Todos es el gobierno nacional que menos empleados públicos contrató desde 1983. De hecho, no contrató a ninguno, y apenas actualizó las nóminas salariales de los que quedaron de antes. Sólo incorporó cargos jerárquicos, y ni siquiera completó todas las designaciones previstas. El resultado de eso fue un tendal de decepcionados que reclama “más peronismo” y que, tal vez, está queriendo decir “más peronistas al Estado”. La sensación de que el Frente no incluyó a los propios comenzó por los peronismos provinciales, en diciembre del año pasado, y se fue propagando silenciosamente. El fenómeno de los militantes enojados puede parecer inocuo, pero expresa algo mayor que en algún momento se puede hacer sentir.
El tercer riesgo está en la batalla cultural y el segmento joven. El Frente de Todos tiene como socio mayor al kirchnerismo, que fue un guerrero eficaz en la lucha de las ideas. Como también lo supo ser el macrismo, con otros instrumentos. Pero en esta etapa, y por razones comprensibles –no intervenir en un espacio que corresponde al Presidente–, los seguidores de Cristina Kirchner no están cumpliendo esa función. Y el Presidente, absorbido por la coyuntura, tampoco. La Cámpora es una de las organizaciones más estructuradas y efectivas de la política argentina, pero hoy está volcada a la construcción de espacios de poder en Plaza de Mayo, La Plata y las secciones electorales de la provincia de Buenos Aires; el kirchnerismo sigue teniendo fuerza entre los más jóvenes, pero está perdiendo algo de esa capacidad que tenía para apelarlos. Entre los menores de 30 años hay algo de progresismo feminista, pero avanzan más rápido la apatía, el libertarianismo –aún entre los hijos del moyanismo social, y más abajo también– y el conservadurismo celeste. Todo eso puede verse como una virtud de los nuevos actores, pero también como un defecto de aquellas identidades que pierden terrenos que supieron tener.
Julio Burdman es politólogo
Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/el-frente-de-todos-y-los-pies-de-barro/