Publicado en «The Class Struggle in Latin America: Making History Today», de James Petras & Henry Veltmeyer (Routledge, 2017)
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“Me acuerdo de esa noche porque recién pudimos salir a las tres de la mañana, escoltados por la Infantería de la Policía, porque la gente quería matar a cuanto político, empresario, banquero o dirigente se le cruzara por el frente”
Cristina F. de Kirchner en el 10º aniversario de la insurrección del 19/20.12.2001
Los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre de 2001, culminación de un prolongado ciclo de ascenso de las luchas sociales que venía desarrollándose desde las puebladas del interior de mediados de los noventa (Cutral-Co, Tartagal, Mosconi), deben conceptualizarse como una insurrección en sentido estricto, es decir, como un desafío de masas a la autoridad del Estado burgués.
Fue así la primera vez en la historia argentina en la que una movilización de masas se deshace de un gobierno democráticamente instituido. La insurrección acabó también con la convertibilidad, aunque la flexibilización del trabajo, las privatizaciones, la orientación exportadora del gran capital, entre tantos otros, seguirían siendo rasgos estructurales del capitalismo argentino. Tampoco significa que los trabajadores hayan salido ganando, en términos de sus intereses inmediatos. Sus salarios perderían en promedio alrededor de un tercio de su poder adquisitivo como consecuencia de la devaluación.
Pero ninguna de estas cosas desmiente el hecho de que esa insurrección cerró el período de ofensiva contra los trabajadores que la gran burguesía había desplegado durante los noventa.
El kirchnerismo
En algunos países como Bolivia y Venezuela resulta fácil encontrar una línea de continuidad entre quienes protagonizaron las rebeliones populares y después asumieron el gobierno. En cambio, en Argentina, su núcleo dirigente no solo no participó de las rebeliones populares, sino que era parte de los gobiernos cuando empezaron los estallidos. Podríamos afirmar que una parte de la clase política existente y gobernante se reacomodó ante el nuevo escenario planteado por las rebeliones populares.
El primer gobierno kirchnerista fue el gobierno de la recomposición del poder político. Dicha tarea tuvo una doble dimensión. Por un lado, la reconstitución del consenso en torno al ejercicio del poder político como fundamento de la estabilización de la dominación política y económica del capital. Ello suponía la salida de la crisis política abierta en 2001 y, en virtud de ello, expresaba el interés del conjunto del capital confundiéndolo en un mismo movimiento con el interés de la sociedad, como respuesta a una crisis que afectaba a todas las clases y fracciones de clase. Pero, al mismo tiempo, de modo inmediato, suponía la necesidad de construir consenso en torno a la figura del nuevo presidente que había llegado al gobierno con una debilidad de origen producto de la crisis del sistema político post 2001. Los dos grandes partidos históricos, la UCR y el PJ, estallaron después de la crisis y se presentaron fracturados a las elecciones presidenciales de 2003. La fractura de la UCR tendió a cristalizar en la conformación de nuevas fuerzas políticas. El PJ transformó la elección nacional en una interna abierta, tres candidatos, incluido el ex presidente Carlos Menem, se presentaron a esas elecciones con el aval del congreso partidario. Producto de estas condiciones, NK con el 22% de los votos se transformó en presidente de un país sumergido en una crisis de representación.
El kirchnerismo no constituyó un emergente de la insurrección, sino una respuesta restauradora proveniente del propio orden establecido. Accedía a la presidencia para completar la tarea de restauración del orden que había iniciado, con significativo éxito, su antecesor Eduardo Duhalde, empezando por la propia devaluación forzada del peso que puso fin a la convertibilidad a comienzos de 2002.
La devaluación impuso de manera inflacionaria, en términos reales, el recorte del salario que, combinado con recortes también de las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y de las tasas de interés, acarreó una significativa recuperación de la rentabilidad de los sectores productivos del capital, al reforzar la competitividad de los capitales orientados hacia la exportación y protegiendo a los capitales menos competitivos orientados hacia el mercado interno.
Esta devaluación, combinada con el mejoramiento de los términos de intercambio en el mercado mundial, a su vez acarreó una sostenida expansión de las exportaciones y superávit comercial extraordinario. Y esta expansión de las exportaciones permitió a su vez la aplicación de retenciones que, combinadas con impuestos al consumo que aumentaban al ritmo de la recuperación económica, generaron superávit fiscal y reservas de divisas. La renegociación y contención en términos reales de las tarifas de los servicios públicos y los precios de la energía y los combustibles, a cambio de concesiones en los restantes aspectos contractuales y regulatorios y más tarde de crecientes subsidios, fueron las medidas adoptadas ante la crisis del sistema de empresas privatizadas y concesionadas en los noventa.
A grandes rasgos, la restauración del orden que impulsaron estas medidas ya había concluido a fines de 2005, es decir, durante el Gobierno de Néstor Kirchner. Desde 2007 o 2008 en adelante, en cambio, dichas medidas comenzaron a poner en evidencia sus límites y a ser reemplazadas por otras que resultarían mucho menos exitosas durante los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner.
La convertibilidad
Es posible distinguir dos etapas en la convertibilidad: la primera desde 1991 a 1994 y la otra desde 1995 en adelante.
Entre 1995 y 2001, el salario real cayó debajo del nivel de 1991. La pauperización relativa cedió el lugar a la pauperización absoluta, y los agudizados procesos de centralización y concentración del capital condujeron a una creciente pauperización y proletarización de los sectores medios. Ante esta situación adquirieron centralidad los mecanismos coercitivos de producción de consenso. En este contexto comenzaron a manifestarse dificultades en la capacidad del Estado para ejercer sus funciones hegemónicas frente a la emergencia del movimiento piquetero y frente al inicio del proceso de movilización de los sectores medios, sobre todo urbanos. La emergencia de la Alianza puede vincularse a este proceso de movilización de los sectores medios.
El análisis de la evolución de la conflictividad durante el 2001 muestra que los mecanismos de coerción fracasaron fundamentalmente entre sectores de las capas medias, los desocupados organizados y los sectores más pauperizados. Para estos sectores, sometidos por la crisis a acelerados procesos de disolución social y de proletarización y pauperización que amenazaban su reproducción social, la hiperinflación ya no constituía una amenaza.
Los trabajadores ocupados, por el contrario, permanecieron atrapados entre la fragmentación y la amenaza del desempleo.
La nueva fase expansiva iniciada a fines del 2002
Desde 2002, el mejoramiento de los términos de intercambio y la fuerte reducción en términos reales del gasto público dieron origen a superávits comercial y fiscal, los denominados “superávits gemelos”. Simultáneamente, la cesación de pagos primero, la quita compulsiva de más del 60% del valor de la deuda defaulteada después y la cancelación de la deuda con el FMI por último, aliviaron las obligaciones de pago de intereses y redujeron sensiblemente el peso de la deuda sobre un PBI y exportaciones crecientes. El resultado fueron sucesivos superávits de cuenta corriente, un hecho novedoso en la economía argentina post 1976.
En este contexto, en primer lugar, el Estado vio fuertemente incrementada su disponibilidad de recursos; en segundo lugar, en caso de serle necesario, su capacidad para hacerse de recursos vía el endeudamiento interno le permitió eludir la toma de deuda en el exterior, en condiciones que después del default siempre supusieron altas de tasas de interés. Esta situación permitió ignorar los problemas para el financiamiento externo del sector público y privado.
Esta mayor disponibilidad de recursos, combinada con el fin de la convertibilidad y la subordinación del Banco Central y el Ministerio de Economía al ala política del Poder Ejecutivo, dieron al gobierno una mayor capacidad para responder a demandas sociales y arbitrar entre fracciones del capital. En este sentido, sobresale la amplia política de subsidios con el fin de contener precios y tarifas sensibles para la determinación del salario.
El segundo aspecto del modo de acumulación de capital entre 1991-2001 era la dependencia financiera. Este rasgo fue el más radicalmente modificado. En la medida que la combinación de devaluación y altos precios de los commodities sostuvo un elevado superávit comercial, a lo que se sumó en el corto plazo una reducción de los pagos de intereses de la deuda externa, el saldo de la cuenta corriente fue superavitario. Esto condujo, en lo inmediato, a reducir la dependencia de los flujos de capital dinero y a un ritmo menor de endeudamiento externo, reflejado en la evolución de la cuenta capital. Era esperable que, en el mediano plazo, el aumento del pago de intereses y la reducción del superávit comercial llevaran a un déficit de cuenta corriente, más aún con la caída de los precios internacionales de los commodities. Llegado ese punto, el ritmo y la continuidad de la acumulación volverían a depender de los flujos de capital y de la capacidad de endeudamiento externo público y privado. Es decir, que la fragilidad financiera del modelo de acumulación seguía presente, aunque de modo latente.
Si bien los rasgos centrales del modo de acumulación no se habían modificado, ocurrieron cambios. Estos cambios pueden definirse como tácticos en el marco de una misma estrategia de acumulación.
De allí que el economista de izquierda Claudio Katz hable de una “década repetida”, ya que “reprodujo los desequilibrios estructurales del capitalismo dependiente argentino en todos los planos. En una política impositiva regresiva, en el pago de una deuda externa que terminó descapitalizando el país, en un afianzamiento de la primarización sojera, el extractivismo minero y petrolero, la perpetuación de una estructura industrial concentrada y muy desequilibrada y un sistema financiero que bloquea la inversión. No se modificaron los pilares de la desigualdad social que rige en Argentina”.
Tras 12 años de gobiernos kirchneristas no hallamos grandes novedades en el patrón productivo, aunque a diferencia de otros momentos históricos, el país no debió afrontar los efectos de la escasez de divisas ni buscar suplirlos con endeudamiento externo o con ingresos de capitales del exterior. Sin embargo, la inversión productiva no tuvo crecimiento explosivo de ningún tipo.
¿Cómo se comportó la inversión en la Argentina de los gobiernos kirchneristas?
La recuperación de la inversión fue bastante lenta, recién en 2006 alcanzaría el 20% del PIB. Siguió creciendo en los años posteriores hasta alcanzar un techo en 2008 de 21,67% del PIB, para comenzar a caer en el año siguiente como producto de la crisis internacional. En 2011 superaría el nivel de 2008, alcanzando el 22,72% del PIB.
Estos resultados se dieron a pesar de un fuerte crecimiento de la inversión pública. Según IERAL, la inversión privada en el período 2004-8 habría sido de 16% aproximadamente. Desde 2009 rondaría 13,5% del PIB, es decir, se encontraría estancada en niveles relativamente bajos.
La inversión pública, entre 2002 y 2014, vio aumentar 4 veces su participación en el PIB, pasando de 0,9% en 2002 a 3,7% en 2014. Pasó de representar el 8% de la Inversión Bruta Interna Fija (IBIF) en 2002 al 21% en 2014.
Lo que vemos, es que las grandes empresas nacionales y extranjeras han realizado una masa de ganancias superior a la que estaban dispuestas a invertir. Una parte importante de dichas ganancias tuvieron como destino alternativo a la inversión productiva en el país, la adquisición de divisas que fueron sacadas del país, destinadas a la fuga de capitales.
La recuperación de la tasa de ganancia del capital productivo fue también producto de la caída en términos reales de las tarifas de gas, electricidad, etc., y de la reducción de las tasas de interés respecto de los promedios de la década del noventa. Estos hechos, a los que habría que agregar el resultado de la renegociación de la deuda externa, representaron una alteración en la relación de fuerzas de las fracciones del capital a favor del capital productivo -especialmente el orientado hacia las exportaciones- y en detrimento del capital financiero y de aquellos sectores del capital cuya inserción predominante era la propiedad accionaria de empresas privatizadas. Esta alteración del balance de fuerzas es correlativa con un aumento de la autonomía relativa del Estado.
La tendencia desde 2003 a un mayor crecimiento de las MOI (Manufacturas de origen industrial) respecto de las MOA (Manufacturas de origen agropecuario) y las exportaciones primarias es un rasgo de continuidad con el proceso de reestructuración iniciado en los años noventa y no una ruptura.
¿Dónde se encuentra la especificidad de este período entonces?
En primer lugar, la devaluación actuó como un paraguas que permitió cierto proceso de sustitución de importaciones. Sin embargo, a diferencia de la sustitución clásica de los años 30 a mediados de los 70, la sustitución de este período se articuló con la orientación predominantemente exportadora de la gran burguesía industrial de productos altamente estandarizados y de bajo valor agregado relativo.
La hipótesis más consistente con el conjunto de datos disponibles es que la acumulación en el período ha sido predominantemente capital-extensiva y que el crecimiento económico desde 2003 se apoyó en el fundamento de la reestructuración de capital operada en los noventa. Esto fue posible en un contexto de tipo de cambio alto y de costos laborales históricamente bajos. Sin embargo, la heterogeneidad de la estructura industrial presupone que coexisten comportamientos tecnológico-intensivos en sectores de exportación, con el empleo intensivo de mano de obra descalificada en ramas como la textil. Pareciera que la articulación de la orientación exportadora de la gran burguesía industrial y el crecimiento de sectores orientados al mercado interno bajo el paraguas cambiario profundizaron dicha heterogeneidad. El carácter predominantemente capital-extensivo de la inversión explica el fuerte aumento del empleo, es decir, la más alta elasticidad empleo/producto respecto de los noventa por lo menos hasta el 2007, y la consiguiente caída de la tasa de desempleo. A su vez, la caída del desempleo en un contexto de costos laborales históricamente bajos fue condición de posibilidad del aumento de los salarios reales.
El año 2007 marca el inicio de algunas tendencias que pueden bien señalarlo como un cambio de etapa dentro del período de crecimiento abierto en 2002-3. En primer lugar, el salario real interrumpe su marcha claramente ascendente e inicia un sendero de relativo estancamiento, aun cuando subsiste una leve mejora entre 2007 e inicios de 2012. En segundo lugar, se desacelera la creación de empleo en la medida que se reduce la elasticidad empleo/producto.
Desde 2007 se evidencia cierta tendencia a que las negociaciones salariales perforen los techos inicialmente planteados por el gobierno.
En tercer término, la apreciación del peso está minando el superávit comercial y comienza a reaparecer el déficit en cuenta corriente. Al mismo tiempo, el aumento, junto con la inflación, de la masa de subsidios requeridos para mantener congelados los precios y tarifas elimina o reduce el superávit fiscal. La combinación de ambas tendencias limita la capacidad del Estado para responder a las demandas sociales y transforma en un problema real las dificultades para financiarse tomando deuda externa, debidas a las altas tasas de interés exigidas al Estado argentino desde el default.
Crece el empleo y el poder reivindicativo de la clase obrera
El volumen físico de producción aumentó tres veces más entre 2003-11 que entre 1991-8. La contrapartida de estos datos fue el fuerte aumento del empleo y la caída del desempleo que fue un aspecto esencial de la reconstrucción del consenso político. La tasa de empleo se incrementó desde el 38,8% en el tercer trimestre de 2003 hasta el 43,4% en el tercer trimestre de 2011 y la tasa de desempleo se redujo desde el 16,1% en el segundo trimestre de 2003 hasta el 7,3% en el segundo trimestre de 2011.
Esta caída del desempleo fue el fundamento de la recuperación del poder reivindicativo de la clase obrera que se evidenció en el crecimiento del salario real, sobre todo desde 2005 y, especialmente, para los asalariados registrados del sector privado. La combinación de reducidos aumentos de productividad, caída de las horas trabajadas por obrero y la recuperación del salario real dieron lugar a una caída de la tasa de explotación en la industria y, muy probablemente, en el conjunto de las actividades productivas.
De conjunto, los datos expuestos parecen señalar que la caída del desempleo y el fortalecimiento de la posición negociadora de los trabajadores durante la post convertibilidad posibilitaron una mejora de su situación -aumento del salario real, menor tasa de explotación, mayor participación en el producto, caída de la desigualdad según distintas medidas-, pero que no revirtió los resultados de la fuerte ofensiva contra la clase obrera desarrollada entre la hiperinflación (1989) y la primera mitad de los años noventa. A pesar de ello, dicha mejora implica que la acumulación se desarrolló sobre la base de una relación de fuerzas más favorable para el trabajo que en los años noventa. Pero esta relación de fuerzas, a su vez, solo se abrió camino a través de la acción del Estado y es aquí donde el análisis de la dimensión específicamente política de la política económica y su relación con las tendencias de la acumulación capitalista cobran importancia.
La implementación de los planes Jefes y Jefas de Hogar durante el gobierno de Eduardo Duhalde y el retorno a las políticas sociales más focalizadas durante los primeros años de la presidencia de Néstor Kirchner buscaron contener el impacto sociopolítico del aumento de la desigualdad y la pobreza producto de la crisis. La asistencia social, el aumento del empleo y la recuperación del consumo de los sectores medios permitieron articular el relanzamiento de la acumulación con la reconstrucción de la legitimidad política. Sin embargo, la presión y recuperación salarial empezó a sentirse recién en 2005, junto con un fuerte aumento del conflicto sindical.
El conflicto obrero entre 2003 y 2010, más allá de variaciones coyunturales, mantuvo sus características esenciales. En contraposición, la adhesión inicial al gobierno y la desmovilización de los “sectores medios” urbanos resultó más inestable.
Los movimientos de trabajadores desocupados (piqueteros), fueron protagonistas del ciclo de movilizaciones del 2001 y el número de acciones colectivas de dichos movimientos creció hasta el 2003. Una primera aproximación cuantitativa nos muestra que el número de acciones, después de crecer en 2004, cae en 2005 y, sobre todo, en 2006, año a partir del cual no se recuperarán los niveles de los primeros dos años. También la radicalidad de las medidas decrece fuertemente. El porcentaje de acciones radicales (cortes, ocupaciones, tomas, etc.) pasa de representar porcentajes superiores al 80% de las acciones en 2004 y 2005 a menos del 40% en 2006 y del 30% posteriormente. Estos datos demuestran el éxito del gobierno en normalizar el conflicto de los movimientos de desocupados.
Las primeras tensiones: alejamiento de Lavagna
De conjunto, la política económica se articuló con un proceso de acumulación impulsado por la exportación de productos industriales de bajo valor agregado y basado en bajos costos salariales relativos, alrededor del cual se desarrolló una limitada sustitución de importaciones.
Las tensiones entre política económica y acumulación de capital comenzaron a manifestarse en 2005 y, desde esta perspectiva, la salida del Ministro de Economía Roberto Lavagna constituyó un acontecimiento significativo. La disputa entre el Ministerio de Economía y los de Planificación y Trabajo que derivaron en la renuncia de Lavagna tuvieron como eje la política fiscal y salarial.
La posición de Lavagna iba en el sentido de moderar la expansión del gasto público y contener los aumentos salariales. Este último punto en particular resultaba sensible en el contexto del retorno a las paritarias desde 2004 y de aumento del conflicto obrero a niveles no vistos desde fines de los años ochenta. La salida de Lavagna es sintomática del punto en que la lógica de reconstrucción y reproducción del consenso político por la vía de la satisfacción gradual de demandas populares entró parcialmente en conflicto con una estrategia de acumulación impulsada por las exportaciones y una industrialización limitada soportada por bajos costos salariales.
Pero aun este escenario de tibias concesiones graduales a la clase obrera no puede desvincularse de la necesidad de recomponer la legitimidad del poder político después de años de evolución descendente y de los grandes conflictos que entre 2004 y 2005 protagonizaron fracciones de los ocupados como telefónicos, subtes, ferroviarios, etc.
El agotamiento, hacia 2007, del período de compatibilización entre acumulación de capital y concesiones graduales a la clase obrera, puso de manifiesto que la lógica del modo de acumulación, basado en bajos costos salariales relativos, plantea límites a una hegemonía sustentada sobre esa base.
En primer lugar, aumentos salariales superiores a los incrementos de productividad y del movimiento del tipo de cambio tendieron a deteriorarlo afectando los niveles de competitividad. En segundo lugar, la política monetaria se tornó más expansiva por una intervención cambiaria debida al aumento del tipo de cambio en condiciones de superávit comercial y con esterilización parcial de la nueva emisión y, por otro lado, por la política de convalidación monetaria del traslado a precios de los aumentos salariales.
Los subsidios al transporte, la energía y demás tarifas de servicios públicos surgieron como una vía de compromiso para evitar aumentos de tarifas en un escenario post devaluación de alto grado de conflictividad social y en un marco de conservación del esquema de privatizaciones. Pero en la medida que el aumento de tarifas entraba en tensión con la construcción y conservación del consenso político, se prolongó en el tiempo y sus dimensiones se volvieron crecientes junto con la aceleración de la inflación. Desde 2008, empezó a ser un problema fiscal serio y, particularmente desde 2010, fue un elemento en la reaparición del déficit fiscal. Por esta vía se transformó, además, en una variable que explica una parte significativa del aumento de la emisión monetaria para cubrir el déficit creciente.
El desfase entre política económica y acumulación de capital se desarrolló plenamente más allá de 2007. En este sentido, el conflicto de 2008 con la burguesía agraria y el cambio del contexto internacional señalan un nuevo giro en esa relación.
¿Qué expresa ese desfase? Una alteración en la relación de fuerzas favorable a los trabajadores sobre la base de la cual debió reconstruirse -después de su crisis- y reproducirse el poder político. Esta dimensión constitutiva del Estado, la de la reconstitución y reproducción de la dominación política, sobre determina la política económica e imposibilita la correspondencia “típico ideal” entre política económica y necesidades de la acumulación capitalista.
Es de destacar que el gobierno intentó reducir subsidios y limitar los aumentos salariales con poco éxito, es decir, debiendo retroceder ante el rechazo masivo, hasta los años 2013 y 2014, años en los que se lleva adelante un ajuste salarial gradual y una reducida quita de subsidios en medio de una recesión y crecientes dificultades en el sector externo.
El cambio central es que bajó la desocupación de manera drástica y la posibilidad de discutir salarios en paritarias. Ese es un cambio cualitativo importante en el capitalismo argentino que afecta directamente la situación de la clase obrera, aunque hay que tener presente que las luchas del período son luchas económico-corporativas inmediatas, que no van más allá en ningún caso.
Todo el menemismo y su política se organizaron en base a la derrota de los 70 y la hiperinflación de fines de los 80. El 2001 en cambio no fue una derrota, fue vivido como un triunfo popular, y lo que vino después fue la realización de esa fuerza popular para echar a patadas a un gobierno.
Los gobiernos de Kirchner y de Cristina vinieron a canalizar y contrarrestar esa fuerza, con el poder de los votos por un lado y la amenaza destituyente por el otro. Las voces que hubo a partir de la democracia participativa y las asambleas populares, terminaron casi en su totalidad institucionalizadas en la democracia representativa, formal y burguesa. Esta ha sido una de las tareas que ha llevado a cabo el kirchnerismo.
Esto fue posible porque tomaron las políticas que estaban planteadas en el 2001, aunque a la izquierda le cueste asumirlo. El 2001 no iba más allá de las políticas que desarrolló el kirchnerismo y por haber realizado estas políticas es que pudo canalizar esa fuerza social como lo hizo.
En primer lugar se observa un importante aumento del consumo. Este hecho, asociado a las fases de recuperación y crecimiento, impactó sobre todo en las capas medias, con acceso al crédito y la adquisición de bienes durables. En segundo lugar, descendieron sensiblemente los niveles de desempleo y subempleo. Simultáneamente, aumentó el salario real de todos los trabajadores respecto del 2002, aunque solo para los trabajadores registrados en el sector privado se produjo una recuperación de los niveles pre devaluación. En el caso de los privados no registrados y de los trabajadores del sector público, aún persiste un fuerte retraso respecto del cuarto trimestre de 2001. Los mecanismos coercitivos de producción de consenso negativo (amenaza hiperinflacionaria, alto desempleo, fragmentación de la clase obrera) han funcionado desde 2003 de manera subordinada respecto de la capacidad del Estado de otorgar concesiones a las clases subalternas. El consenso se ha sostenido fundamentalmente, sobre esa capacidad de satisfacción gradual de demandas y otorgamiento de concesiones.
Recomposición del poder del Estado. El conflicto con el campo
El primer gobierno kirchnerista pudo recomponer el poder del Estado a través de la construcción de un amplio consenso entre 2003-7. El gobierno de Cristina pudo recomponerlo después del denominado “conflicto del campo” en 2008. Lo hicieron, en ambos casos, a través de una lógica de satisfacción gradual de demandas, que consistió en una recuperación selectiva y resignificación de reivindicaciones democráticas y populares forjadas desde la resistencia al neoliberalismo en los años noventa.
Pero el conflicto con el campo dividió aguas. Ahí se acabó el intento de poner en pie una estrategia neodesarrollista, que requería mayor firmeza en la captación estatal de la renta sojera, la reintroducción de un monopolio estatal del comercio exterior como una medida clave, dejar de subsidiar a una burguesía argentina que remarca precios, hace especulaciones cambiarias y coloca fondos en el exterior y no invierte.
La cuestión del agro en la economía argentina y las transformaciones generadas por el agrobussiness en las últimas décadas saltaron a la palestra con el enfrentamiento que tuvieron el kirchnerismo y las patronales agropecuarias que conformaron la Mesa de Enlace, durante el primer año del mandato de Cristina Fernández de Kirchner. El gobierno afrontó entonces una derrota, ya que no pudo imponer la Resolución 125 ni plantear nuevos aumentos en las retenciones desde entonces. En el terreno político, el resultado fue más desparejo. Aunque el traspié del gobierno y el malestar creado por el impacto de la crisis mundial de 2008-9 dieron aire en las elecciones de 2009 a sectores opositores de adentro y de afuera del peronismo, el gobierno mantuvo un núcleo duro a partir del cual pudo recuperarse desde 2010, ayudado por la mística generada por este conflicto.
El fondo de la pelea era que el kirchnerismo, para sostener las necesidades crecientes de caja, poder continuar como el representante del interés general de la sociedad y continuar actuando en los hechos como armonizador de los intereses de las distintas fracciones de la burguesía, necesitaba avanzar en una apropiación de la renta agraria.
La tecnificación de las tareas que se profundizó con la soja transgénica permitió un salto de la productividad del trabajo, que redujo a la mitad la cantidad de horas anuales demandadas por las labores agrícolas, al tiempo que se duplicó el área sembrada.
El “campo”, por otro lado, quería captar una mayor porción de esta renta que se multiplicaba como maná caído del cielo gracias a los altos precios de los commodities agropecuarios. Una disputa entre intereses capitalistas, en la que las aspiraciones de los trabajadores y los sectores populares eran convidados de piedra.
Un hecho fundamental fue la reversión durante la última década de la tendencia de un siglo al deterioro de los términos de intercambio entre los productos de la periferia y del centro del sistema mundial.
Desde al año 2002 los precios de los commodities, y de las materias primas en particular, tendieron a aumentar significativamente dando lugar a un mejoramiento de los términos de intercambio que impactó positivamente en la balanza comercial argentina.
Este fenómeno se encuentra vinculado al impacto en el mercado mundial del crecimiento de la economía china y, en menor medida, de la india.
Si en otros momentos históricos las condiciones de competencia asimétrica enfrentaron a grandes y pequeños capitalistas del agro, la conversión de decenas de miles de éstos últimos en rentistas los llevó a marchar junto con los primeros, como propietarios, en rechazo de las retenciones móviles para defender su renta.
La derrota del kirchnerismo en el conflicto de 2008 fue menos por la homogeneidad y fuerza social del bloque que se le opuso, que resultado de la desproporción entre la supuesta “gesta” contra la oligarquía que se dibujaba en el discurso del gobierno y el alcance real de la disputa.
La disputa por las retenciones, la estatización de las AFJP, el enfrentamiento con algunos sectores de la burguesía financiera por la utilización de las reservas del BCRA, la disputa por la colocación de directores en empresas con participación accionaria estatal o la estatización parcial de YPF responden, sin duda, a las necesidades de financiamiento para mantener subsidios a empresas y, en menor medida, pagar deuda externa. Sin embargo, es significativo que la respuesta política fuera esa y no, fundamentalmente, el ajuste fiscal.
La estrategia del kirchnerismo fue intentar contener las tensiones a través de la combinación de una mayor desvalorización cambiaria acompañada de mayores tasas de interés, junto con el uso de todo el poder de fuego de las finanzas funcionales y el acelerador del gasto público, buscando desplazar hacia adelante las presiones sobre el tipo de cambio -evitando una nueva devaluación brusca antes de las elecciones nacionales de fines de octubre- y contrarrestar la caída general en la rentabilidad del capital, por la vía de aumento vigoroso del déficit fiscal.
El nacionalismo burgués fracasa nuevamente. Del auge al estancamiento
A partir de 2008 el kirchnerismo careció de los logros en materia económica que caracterizaron la etapa de recuperación económica del 2003 al 2007. El crecimiento disminuyó, la inflación comenzó a deprimir los salarios y el mercado laboral redujo su capacidad de integrar fuerza de trabajo. Esta situación acompaña la crisis del capitalismo a escala global, las dificultades de las experiencias reformistas o nacionalistas basadas en concesiones sociales, que fueron posibles en la primera década del siglo XXI por una coyuntura económica internacional favorable, y la recuperación de las derechas en el continente.
En la emergencia de esos procesos confluyó el derrumbe de los partidos políticos tradicionales, que fueron la garantía de estabilidad capitalista durante décadas en América Latina.
Hubo altas tasas de crecimiento, inflación reducida y presupuestos equilibrados o hasta con superávits. Casi 50 millones de personas salieron de la pobreza. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la pobreza disminuyó del 43,9% al 28,1%, entre 2002 y 2012, aunque la polarización social se mantuvo estable y América Latina continuó siendo la región con mayor desigualdad social del planeta.
Pero los datos de la economía latinoamericana comenzaron a cambiar drásticamente con la crisis mundial. Las experiencias nacionalistas fracasaron en la tentativa de estructurar un Estado nacional independiente y en iniciar un proceso de industrialización autónomo, destruyendo la supremacía del capital financiero. No crearon una burguesía nacional, sino en su lugar, una “boliburguesía” en Venezuela o el “capitalismo de amigos” de los Kirchner que desangró financieramente al Estado. En las nacionalizaciones, las empresas recibieron compensaciones fuertes (Sidor, YPF), aún mayores que el valor en Bolsa. En ningún caso controlaron o gestionaron colectivamente la propiedad nacionalizada y no tocaron los bancos.
Las crisis mundiales son una oportunidad para los países de desarrollo atrasado, pero para eso se necesita una política independiente de la burguesía nacional.
Con base en los recursos extraordinarios, Venezuela y Bolivia impulsaron importantes campañas de salud y educación, pero no avanzaron en sentar las bases económicas de la autonomía nacional, para sustentar en el largo plazo los planes y programas sociales.
El ciclo de grandes recaudaciones fiscales está concluido. Las limitadas reformas fiscales, con aumento de los impuestos sobre el petróleo y el gas extraídos por las multinacionales, ofrecieron una ventaja pasajera en el marco de precios internacionales elevados. La crisis mundial amenaza también al gobierno de Ecuador.
Este contexto menos favorable exacerbó las barreras del proyecto de neodesarrollo en la Argentina, haciendo que sus límites se hagan cada vez más evidentes como estrategia de desarrollo posible sobre una base popular.
La inflación se consolidó como un problema persistente resultante del poder social del gran capital. También una estructura fiscal regresiva con preeminencia de impuestos al consumo y un creciente peso del impuesto a los salarios. El peso de la deuda pública y la multiplicación de los subsidios millonarios al gran capital local.
Frente a este esquema la política de universalismo básico actuó compensatoria y limitadamente. Además, persiste la fuga de capitales y retorna el déficit externo.
Frente a estos límites del gobierno kirchnerista, las fracciones dominantes operaron en la esperanza de forzar cambios en la correlación social de fuerzas que permitieran “corregir los desequilibrios”, buscando promover cambios en las políticas estatales que eviten el creciente déficit fiscal y la escasez de dólares.
En lo que podríamos denominar la primera fase de inestabilidad, el kirchnerismo buscó apuntalar el debilitamiento del crecimiento económico mediante la expansión del gasto público sobre la base de una flexibilización de la política monetaria y la apropiación de fondos de fuentes no impositivas como el ANSES, PAMI, etc.
Esto dio por resultado una cierta recuperación económica en el período 2009 a 2011, combinada con una ampliación de la cobertura previsional, la implementación de la Asignación Universal por Hijo (AUH) y políticas de endeudamiento popular para compensar el estancamiento salarial, que alcanzó para prolongar la gestión más allá del 2011 con un resultado electoral del 54% para la reelección de Cristina Fernández de Kirchner.
El final
La necesidad política del kirchnerismo de buscar su continuidad en el poder se enfrentó a la necesidad sistémica de devaluación, ajuste fiscal y externo. Esa transición se inicia a fines del 2011 con la “sintonía fina” o ajuste heterodoxo, marcada por la política de control del mercado cambiario y se profundizará a fines de 2013 con el nombramiento de Axel Kiciloff como Ministro de Economía.
La devaluación del peso a comienzos del 2014, el progresivo regreso al mercado financiero internacional de capitales con el pago al Club de París, a Repsol por la expropiación parcial de YPF y el acuerdo financiero con China, la ampliación de la política de endeudamiento popular para el consumo (Procrear, Procreauto, tarjeta Argenta y plan Ahora12) y el fortalecimiento de techos salariales explícitos, serán las herramientas claves de esta nueva etapa.
La transición se extiende en un contexto global y regional cada vez más negativo. Brasil, nuestro primer socio comercial, se encuentra estancado en lo económico y atravesando una crisis política terminal. China, el segundo socio comercial, está desacelerando su crecimiento y EE. UU. sube las tasas de interés. Las urgencias del gobierno pasan por sostener las reservas internacionales para el pago de la deuda e importaciones y articular el ajuste fiscal con políticas de endeudamiento personal para mantener la paz social, pero choca con una economía estancada, con la huelga de inversiones del gran capital que ha decidido acentuar las demandas de ajuste y esperar a las elecciones de 2016.
Los sectores populares carecen de alternativas políticas propias y siguen apostando al “mal menor”. La auspiciosa convergencia electoral de las fuerzas de izquierda anticapitalista en torno al Frente de Izquierda y los Trabajadores (FIT) no alcanza para conformar una opción de masas en el campo electoral. Con sus limitaciones, esa convergencia es parte de una apuesta a mediano plazo a condición de construir una unidad política en la diversidad de prácticas y tradiciones en una estrategia amplia de poder popular.
Agrupaciones como Pueblo en Marcha, un partido construido desde los movimientos populares por el Frente Popular Darío Santillán, Democracia Socialista y el Movimiento por la Unidad Latinoamericana y el Cambio Social (MULCS) o el Movimiento Popular la Dignidad, que participaron en las listas del FIT en las elecciones PASO de abril de 2015, instaló el debate sobre la posibilidad de avanzar en un polo de izquierda que nuclee a fuerzas políticas con tradiciones distintas.
La delimitación de ese polo de izquierda debe basarse en el acuerdo por un frente político que se pronuncie por el anticapitalismo, la independencia de los gobiernos de turno y el rechazo de los proyectos de conciliación de clases. La construcción debe ser integral, con un pie en la movilización por desarrollar poder popular y otro en la lucha estatal y electoral.
En abril pasado, José Natanson escribía en Le Monde Diplomatique: “El kirchnerismo, independientemente del resultado de las elecciones de octubre, permanecerá como una cultura política (…) las grandes orientaciones políticas de la última década -intervencionismo estatal, políticas sociales, latinoamericanismo, derechos humanos- constituyen un núcleo de valores compartido por la mayoría de la sociedad”.
También Eduardo Jozami en El futuro del kirchnerismo sostiene que: “Se señala que no debe temerse una victoria opositora ni tampoco del actual gobernador de la provincia de Buenos Aires (Scioli) puesto que las reformas del último decenio serían tan profundas y habrían logrado tanto consenso social como para que puedan ser consideradas irreversibles (…) no deberíamos subestimar las debilidades que hemos marcado en términos de implantación del kirchnerismo en la sociedad”.
Para nosotros, el saldo que deja en conciencia y organización el kirchnerismo es decepcionante.
Hay dos formas de promover la inclusión social: arrebatándole negocios a la burguesía o distribuyendo súper ganancias y parece que es lo mismo, pero no lo es.
Quienes se limitan a repartir súper ganancias quedan expuestos inexorablemente a las políticas de ajuste, porque tienen que mantener las ganancias de la burguesía que controla todos los negocios. El Brasil de Lula y Dilma es un buen ejemplo.
El desmoronamiento del proceso político kirchnerista va de la mano con que nunca superó el horizonte de construir un capitalismo un poco menos malo.
Por otro lado, a lo largo de la década se fue abriendo paso un movimiento político-social de un fuerte contenido conservador, estructurado alrededor de sectores tradicionales de la clase alta y media-alta: los propietarios rurales, la famosa “corpo” (grupos económicos y mediáticos de oposición), grupos institucionales (sectores del Poder Judicial), etc.
Estos sectores lograron dominar las calles en varias ocasiones en 2008 con el conflicto del campo, en 2012 con los cacerolazos contra el cepo al dólar y en el 2015 con el caso Nisman. Este movimiento político-social conservador en diferentes momentos logró capitalizar el desgaste del gobierno en su propia base social. Así es como la derecha ganó en 2009 las elecciones legislativas en la provincia de Buenos Aires (De Narváez) y volvió a hacerlo nuevamente en 2013 (Massa).
La derecha consiguió, a través de la mediación de ese movimiento político-social conservador, ocupar el vacío político que el kirchnerismo dejó con su desgaste y su crisis.
Su herencia es el macrismo, pero en un contexto radicalmente distinto. Sin una crisis orgánica y con elevada legitimidad de origen, profundizará el ajuste en los diferentes desequilibrios del proyecto capitalista, con el fin de recuperar las condiciones macroeconómicas para su expansión. Para ello acelerará la devaluación de la moneda local, ajustará el gasto fiscal y acentuará la política de re-endeudamiento externo.
Pero la resistencia obrera y popular ha comenzado inmediatamente.
Buenos Aires, 20 de marzo de 2016
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