Imagine que vive en una casa cuyos cimientos tienen daños estructurales. Al principio puede que usted no lo note mucho. De vez en cuando, puede que aparezcan algunas grietas en las paredes. Si se ponen muy mal, dará usted una nueva capa de pintura sobre ellas, y todo quedará otra vez perfecto, al menos por un tiempo.
Pero ¿y si su casa está asentada sobre una zona de terremotos? Quienes vivimos en California sabemos lo que es llamar al ingeniero de estructuras y que te diga que la casa tiene que ser reformada si quieres que sobreviva al Big One. A veces es necesario trabajar en sus cimientos, cuando hay defectos ocultos sobre los que hemos construido nuestra casa.
Podemos pensar que nuestra visión del mundo occidental es una casa cognitiva en la que vivimos —un edificio de ideas que capa a capa se ha construido sobre anteriores edificaciones, acumuladas por las generaciones pasadas. Nuestra civilización global se enfrenta a la amenaza de su propio Big One, un Gran Terremoto, en forma de cambio climático, el agotamiento de los recursos y la extinción de las especies. Si nuestra visión del mundo está construida sobre cimientos temblorosos, necesitamos saberlo: necesitamos descubrir las grietas y repararlas antes de que sea demasiado tarde.
Nuestra visión del mundo es un conjunto de asunciones que tenemos sobre cómo son las cosas: cómo funciona la sociedad, su relación con el mundo natural, lo que es valioso y lo que es posible. Ese conjunto permanece a menudo incuestionable e implícito, pero es profundamente sentido y subyace a muchas de las decisiones que tomamos en nuestras vidas.
Formamos nuestra visión del mundo implícitamente conforme crecemos, a partir de la familia, los amigos, y de la cultura, y una vez construida, apenas somos conscientes de ella a menos que se nos presente una visión diferente del mundo en comparación. El origen inconsciente de nuestra cosmovisión la convierte en casi inflexible. Eso es perfecto cuando trabaja para nosotros. Pero ¿qué ocurre si nuestra visión del mundo está causando que actuemos forzosa y colectivamente en maneras que en realidad están minando el futuro de la humanidad? En ese caso, es importante que tengamos una mayor conciencia de ella.
En la investigación de mi libro The Patterning Instinct: A Cultural History of Humanity’s Search for Meaning he excavado esas capas ocultas de nuestra moderna cosmovisión y he encontrado que muchas de las ideas que consideramos sacrosantas se apoyan en cimientos dañados. Hay mitos que emergieron de asunciones erróneas hechas en diferentes momentos y lugares de la historia. Se han repetido con tanta frecuencia que mucha gente jamás ha pensado en cuestionarlas. Pero es necesario hacerlo, porque las bases de nuestra civilización y su perspectiva, son estructuralmente defectuosas.
La buena noticia es que, de cada defecto estructural, podemos encontrar un principio alternativo que ofrece una base sólida para un florecimiento sostenible y a largo plazo. Nuestra mayor esperanza como civilización que sobreviva a ese Gran Terremoto que viene, es reconocer esos defectos subyacentes, y trabajar juntos para reconstruir una visión global con basamentos más seguros. Hay ocho fallas profundas que he encontrado, junto con sus principios alternativos que, en conjunto, podrían crear la base de una civilización floreciente para las generaciones futuras.
Fallo estructural 1: Los seres humanos son fundamentalmente egoístas
La economía moderna se basa en la asunción —respaldada por teorías biológicas obsoletas— de que los seres humanos se mueven predominantemente por su propio interés, y que sus acciones egoístas en conjunto son la fuente de muy buenos resultados para la sociedad. En palabras del biólogo de la vieja escuela Richard Alexander, “la ética, la moral, la conducta , y la psique humana sólo pueden entenderse si vemos las sociedades como conjuntos de individuos, cada uno de ellos en busca de su propio interés”. La historia geopolítica del siglo XX se usa como prueba de esta filosofía. El Comunismo fracasó, se nos dice, porque estaba basado en una visión no realista de la naturaleza humana, mientras que el Capitalismo triunfó porque se fundamenta en el uso de la naturaleza egoísta de cada individuo para el bien final de la sociedad.
Nuevo fundamento: Los seres humanos son fundamentalmente cooperativos.
De hecho, la Antropología moderna y la Neurociencia muestran que la cooperación, la identidad grupal, y el sentido de la justicia son rasgos definitorios de la humanidad. En contraste con los chimpancés, obsesionados por competir entre ellos, los humanos evolucionaron para convertirse en los primates más cooperativos, a través de su habilidad para compartir con otros sus intenciones, y para reconocer al mismo tiempo que los otros ven el mundo desde diferentes perspectivas. Esto permitió a los primeros humanos trabajar colaborativamente en tareas complejas, creando comunidades que compartían valores y prácticas que se convirtieron en la base de la cultura y la civilización.
Un elemento esencial en la habilidad de los humanos para trabajar juntos es el sentido evolucionado de justicia. Sentimos la justicia tan intensamente que preferimos abandonar antes que permitir que alguien se aproveche injustamente de nosotros. El sentido intrínseco de la justicia es, según indican psicólogos evolutivos prominentes, el ingrediente extra que condujo al éxito evolutivo de nuestra especie y que creó la base cognitiva de valores cruciales de nuestro mundo moderno, como la libertad, la igualdad y el gobierno representativo.
En un 99% del tiempo de historia humana, vivimos juntos en grupos de cazadores recolectores, en los que predominaba un ethos igualitario. Si un cazador de éxito empezaba a ser socialmente más dominante, el resto del grupo se aliaba para mantener su ego bajo control. Una ética compartida prevalecía en todos los aspectos de la vida. Cuando un antropólogo preguntó a un cazador recolector en el remoto Amazonas por qué en su grupo no ahumaban o secaban la carne para almacenarla, pese a saber cómo hacerlo, respondió: “Yo almaceno mi carne en el estómago de mi hermano”.
Fallo estructural número 2: Los genes son fundamentalmente egoístas
En un nivel más profundo, la idea de que los mismos genes son egoístas ha calado en la conciencia colectiva. Desde que en 1976 publicara Richard Dawkins El Gen Egoísta, la gente ha llegado a creer que la evolución es el resultado de la competición entre genes, siguiendo un impulso sin remordimientos por replicarse a sí mismos. La competición más ruda es vista como la fuerza que separa a los ganadores de los perdedores en la evolución.
Incluso el altruismo es interpretado como una forma sofisticada de conducta usada por un organismo para propagar sus propios genes de modo más eficaz. El biólogo Robert Trivers generó una noción de lo que denominó el “altruismo recíproco”, como una antigua estrategia evolutiva presente en la conducta de peces y pájaros, e interpretó el altruismo humano del mismo modo: “Bajo ciertas circunstancias”, escribió, “la selección natural favorece estas conductas altruistas porque a largo plazo benefician al organismo que las lleva a la práctica”.
Nuevo fundamento: La naturaleza es una red
Este argumento ha quedado muy desacreditado como interpretación simplista de la evolución. En su lugar, los biólogos están desarrollando una visión más sofisticada de la evolución, como una serie de sistemas complejos e interconectados, en los que los genes, los organismos, la comunidad, la especie, y el entorno interactúan todos unos con otros, tanto competitivamente como cooperativamente, en una red que se extiende en el tiempo y en el espacio. Los ecosistemas se mantienen saludables por su interacción intensamente sincronizada entre muy diferentes especies. Los árboles en un bosque, hemos descubierto, se comunican unos con otros en una red compleja que los mantiene colectivamente con salud —un sistema al que se ha denominado la wood wide web.
En lugar de un campo de batalla de genes egoístas compitiendo para superar unos a los otros, los biólogos modernos ofrecen una nueva visión de la naturaleza como una red de sistemas interconectados, que dinámicamente se optimizan en diferentes niveles de la selección evolutiva. Este reconocimiento de que las redes colaborativas son parte esencial de los ecosistemas sostenibles puede inspirar nuevas vías para estructurar la tecnología humana y la organización social para un futuro florecimiento.
Fallo estructural 3: Los humanos están separados de la naturaleza
Más profundo que los anteriores fallos estructurales es este otro: la creencia implícita en que los humanos están separados de la naturaleza. La fuente de esta idea puede rastrearse hasta los antiguos griegos. Platón veía al ser humano como una entidad dividida, en la que un alma eterna se hallaba encerrada en un cuerpo mortal. El fin último de la filosofía era dejar atrás el cuerpo e identificarse solo con el alma que nos vinculaba a la divinidad. Dos milenios y medio después, Descartes actualizó el mito de Platón con su idea de que la verdadera esencia de la persona es su pensamiento, mientras que el cuerpo no es asunto de valor intrínseco alguno.
La implicación de esta división cartesiana es que el resto de los animales naturales, las plantas, y todo lo demás, no tiene valor porque no piensa como un ser humano. Al desacralizar la naturaleza, se permitió a los humanos utilizarla sin remordimientos para sus intereses propios. El Viejo Testamento proporcionó más justificación teológica a este mito, con el mandato de Dios a Adán y Eva de que debían “dominar” la tierra y “reinar” sobre todo ser viviente en ella.
El proyecto de la ciencia, que despegó en el siglo XVII, via a partir de ahí cada aspecto del mundo material como el libre juego para la recogida de datos, la investigación, y la explotación. Francis Bacon inspiró a generaciones de científicos con su llamada a “conquistar la naturaleza”. Los arengó para que “unieran fuerzas contra la naturaleza de las cosas, para que estallaran en la ocupación de sus castillos y sus fortalezas, y extendieran los límites del imperio humano”.sepa
Nuevo fundamento: Los seres humanos son parte integral de la naturaleza
Estas ideas están tan intrincadas en la psique moderna que es fácil olvidar que son exclusivas de la visión europea del mundo. Otras culturas a lo largo de la historia han visto a los humanos compartiendo el mundo en igualdad con todas las otras criaturas. La tierra es su madre, el cielo su padre. Aquellos que deseen estar en armonía con la naturaleza, en palabras del Tao Te Chin, deben ser “reverentes, como los invitados”.
Los hallazgos de la Biología moderna y de la Neurociencia validan el conocimiento implícito de las tradiciones tempranas. Los humanos son de hecho organismos mentales-corporales integrados, que contienen en su interior ecosistemas y que igualmente participan en los más amplios ecosistemas de la naturaleza. Cuando destruimos la complejidad del mundo natural, minamos el bienestar de todos los organismos, incluido el nuestro propio. En las profundas palabras de un slogan en la COP21 de Paris, “No defendemos la naturaleza. Somos naturaleza que se defiende a sí misma”.
Fallo estructural 4: La naturaleza es una máquina
Junto a la separación de los humanos respecto a la naturaleza, otro mito cultural exclusivamente europeo proclama que la naturaleza es una máquina. Desde la revolución científica del siglo XVII, la visión de la naturaleza como una máquina compleja se ha extendido mundialmente, llevando a algunas de las más brillantes mentes de nuestro tiempo a perder de vista que esta frase es una metáfora, y a creer erróneamente que la naturaleza es realmente una máquina.
Ya en 1605, Kepler encuadraba su vida de investigador en esta idea, al escribir: “Mi intención es mostrar que la máquina celestial es más comparable al mecanismo de un reloj que a un organismo divino”. Del mismo modo, Descartes declaraba: “No reconozco diferencia alguna entre las máquinas hechas por artesanos y los diversos cuerpos que la naturaleza compone por sí misma”.
En décadas recientes, Richard Dawkins ha difundido una versión actualizada de este mito cartesiano, escribiendo con gran éxito que “la vida son simplemente bytes y más bytes de información digital”, y añadiendo: “Esto no es una metáfora, es la pura verdad. No sería más evidente si llovieran discos duros”. Si abrimos cualquier revista científica, veremos genes descritos como programadores que “codifican” ciertos rasgos, en tanto la mente es considerada un “software” para el “hardware” del cuerpo, que es programado de determinadas maneras. Esta ilusión maquinística es ubicua, engañando a tecno-visionarios en busca de la inmortalidad, para que hagan una copia de seguridad de su mente, así como a tecnócratas que esperan resolver el cambio climático mediante geo-ingeniería.
Nuevo fundamento: La naturaleza es un fractal auto-regenerativo
Los biólogos señalan principios intrínsecos a la vida que se apartan categóricamente de la más compleja de las máquinas. Los organismos vivos no pueden ser descompuestos, como un ordenador, en hardware y software. La composición biofísica de una neurona está intrínsecamente ligada a sus computaciones: la información no existe separadamente de su construcción material.
En décadas recientes, los pensadores de sistemas han transformado nuestra comprensión de la vida, mostrándola como un sistema auto-regenerativo y auto-organizado, que se extiende como un fractal a una escala siempre creciente, de una simple célula a un sistema global de vida en la Tierra. Todo en el mundo natural es más dinámico que estático, y los fenómenos biológicos no pueden predecirse con precisión: en lugar de leyes fijas, necesitamos investigar los principios organizativos subyacentes de la naturaleza.
Esta nueva concepción de la vida nos lleva a reconocer la interdependencia intrínseca de todos los sistemas vivientes, incluído el humano. Nos ofrece las bases de un futuro sostenible en el que la tecnología es utilizada no para conquistar la naturaleza o para reorganizarla, sino para armonizarnos con ella haciendo así nuestra vida más floreciente y llena de sentido.
Fallo estructural número 5: El PIB es una buena medida de prosperidad
Oímos continuamente que el Producto Interior Bruto es un indicio claro del éxito de un país. Sin embargo lo que en realidad mide el PIB es la velocidad a la que transformamos la naturaleza y las actividades humanas en economía monetaria, sin considerar si esa transformación es beneficiosa o nociva. El defecto esencial de tomar el PIB como medida de la riqueza de un país está en que no establece distinción entre las actividades que promueven el bienestar y aquellas que lo reducen. Cualquier cosa que genere actividad económica del tipo que sea, buena o mala, cuenta para el PIB.
Cuando alguien cosecha de su jardín vegetales y los cocina para un amigo, ello no genera impacto alguno en el PIB, y en cambio, comprar una comida similar de la sección de congelados del supermercado implica un intercambio de dinero, y por ello se registra en el PIB. Con este extraño sistema de contabilidad, la polución tóxica puede ser triplemente beneficiosa para el PIB: primero cuando una compañía química genera al producir residuos nocivos; segundo, cuando es preciso limpiar dichos residuos; y tercero, si causan daños en las personas, requiriendo tratamiento médico.
La medida del PIB no solamente es anómala, sino peligrosa para el futuro de la humanidad, porque sus métricas tienen un impacto profundo en lo que la sociedad intenta conseguir. Se vota o deja de votar a líderes nacionales para gobernantes según contribuyen o no al crecimiento del PIB. Reconociendo esto, varios grupos, incluida la ONU y la Unión Europea, están explorando modos alternativos de medición de la verdadera riqueza de una sociedad. El estado de Bután fue el pionero al crear su índice de Felicidad Interior Bruta, que incorpora valores como el bienestar espiritual, la salud, y la biodiversidad.
Nuevo fundamento: Medir el progreso genuino de un país
Estas medidas alternativas ofrecen una historia muy diferente de la experiencia humana en los últimos cincuenta años, que la que nos muestra el PIB. Los investigadores han desarrollado una medición denominada Indicador del Progreso Genuino (GPI, por sus siglas en inglés), que registra aspectos negativos como la desigualdad de ingresos, la polución ambiental, o el crimen, así como aspectos positivos como las actividades de voluntariado o el trabajo doméstico, como producción nacional. Cuando se aplicó este índice a diecisiete países del mundo, se descubrió que, aunque el PIB ha crecido continuamente desde 1950, el GPI mundial alcanzó un pico en 1978 y no ha hecho sino decrecer desde entonces.
Una vez que comencemos a medir el éxito de nuestros políticos basándonos en el GPI, y no en el PIB, será más factible que el mundo se mueva hacia un modo de vida más sostenible antes de que sea demasiado tarde.
Fallo estructural número 6: La Tierra puede sostener el crecimiento ilimitado
Los mercados financieros mundiales se basan en la creencia de que la economía global seguirá creciendo indefinidamente, y sin embargo esto es imposible. Cuando la teoría económica moderna se desarrolló en el siglo XVIII, parecía razonable ver los recursos naturales como ilimitados porque, a todos los efectos de entonces, lo eran. Sin embargo, tanto el número de seres humanos como la velocidad a la que consumen ha explotado dramáticamente en los pasados cincuenta años, de modo que esta asunción es hoy lamentablemente falsa.
A la velocidad actual de crecimiento de 77 millones de personas por año —equivalente a una nueva ciudad de un millón de habitantes cada cinco días—, los demógrafos prevén un mundo con casi 10 mil millones de habitantes para 2050. La gente de todo el globo, bombardeada con las imágenes del modo de vida de los países ricos, comprensiblemente aspiran al mismo nivel de confort para sí mismos. Empujada por ese apetito insaciable de crecimiento, la economía mundial proyecta cuadruplicarse para 2050.
Los científicos han calculado que los humanos se apropian actualmente de un 40% de la energía disponible para sostener la vida en la Tierra —denominada Productividad Primaria Neta— para su propio consumo. Los seres humanos usamos más de la mitad del agua potable mundial y hemos transformado el 43% de la tierra en terreno agrícola o urbano. Para sostener nuestra velocidad actual de expansión, la apropiación por los humanos de la Productividad Primaria Neta debería duplicarse o triplicarse a mitad de siglo. Si echamos cuentas, esto no puede conseguirse en un sólo planeta tierra. En palabras del teórico de sistemas Kenneth Boulding: “Quien crea que el crecimiento exponencial puede continuar siempre en un mundo finito es o un loco o un economista”.
Nuevo fundamento: Crecer en calidad, no en consumo
La solución es transformar nuestra cultura subyacente —dejar de buscar el crecimiento del consumo— y en su lugar buscar el crecimiento de la calidad de nuestra vida. Podemos escoger participar en una economía circular, en la que prestamos, compartimos, reutilizamos o reciclamos —y cuando compremos algo nuevo, asegurémonos de que proviene de un proceso sostenible.
Pero del mismo modo que cambiar las bombillas no va a detener el cambio climático, la economía circular por sí sola no impedirá el colapso de la civilización bajo su propio peso. Necesitamos llegar a la fuente de esa carrera frenética por el perpetuo crecimiento: la dominación de nuestra economía por las empresas globales impelidas por el mandato de maximizar los ingresos de sus accionistas por encima de toda otra consideración. Despertar la conciencia pública sobre cómo esas fuerzas no humanas están conduciendo a la humanidad a la catástrofe, es una de las tareas más esenciales para todos los que nos preocupemos por el futuro floreciente de las nuevas generaciones.
Fallo estructural número 7: La tecnología es la solución
Los tecno-optimistas frecuentemente ridiculizan a Thomas Malthus, un clérigo inglés del siglo XVIII que fue el primero en advertir sobre los peligros del crecimiento exponencial. Para cada problema que emerge, aseguran, la tecnología ofrece una solución. Sin embargo, las soluciones basadas puramente en la tecnología tienden a dejar de lado los elementos estructurales profundos, a menudo creando incluso mayores problemas en el camino.
Un ejemplo es la Revolución Verde del final de los años 60, que, se dice, salvó a casi mil millones de personas de morir de hambre, exportando la agricultura altamente industrializada al mundo en vías de desarrollo. Sus consecuencias inesperadas amenazan ahora el futuro de la humanidad. El uso ubicuo de los fertilizantes artificiales ha generado masivas zonas muertas en los océanos, por los escapes de nitrógeno y la reducción severa de las capas superficiales terrestres; el uso indiscriminado de pesticidas químicos ha roto los ecosistemas; y la agricultura industrial contribuye con un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero a causar el cambio climático.
Una razón por la que nos enfrentamos a una crisis global de sostenibilidad es que nuestra cultura alimenta actitudes destructivas hacia la Tierra. La tecnología ha traído una plétora de mejoras en la experiencia humana, pero al mismo tiempo, ha empujado la creencia subyacente occidental de que “conquistar la naturaleza” es el principal vehículo del progreso. La naturaleza, sin embargo, no es un enemigo que conquistar, y cada paso que damos en esa dirección desestabiliza más y más la intrincada relación entre los humanos y nuestra única fuente de vida y de futuro floreciente, la Tierra.
Nuevo fundamento: El cambio sistémico y no el arreglo tecnológico
En lugar de confiar solamente en la tecnología, las soluciones verdaderamente efectivas trabajan con las bases sistémicas de nuestras crisis, transformando las prácticas que han causado el problema en primera instancia. La agroecología, por ejemplo, un enfoque de la agricultura basado en los principios de la ecología, contempla la tierra como un sistema profundamente interconectado, reconociendo que la salud de los seres humanos y la de la naturaleza son interdependientes. La agroecología diseña y gestiona los sistemas de alimentación para que sean sostenibles, aumentando la fertilidad del suelo, reciclando nutrientes, e incrementando la eficiencia de la energía y del agua.
Ya ampliamente incorporada en Hispanoamérica, la agroecología está ganando rápida aceptación en los EE. UU. y en Europa, y tiene la capacidad para reemplazar el sistema agro-industrial. La agroecología puede incluso ayudar a captar el exceso de carbono en la atmósfera. El Instituto Rodale ha calculado que la práctica regenerativa orgánica de la agroecología, como el compostado, el barbecho y rotación de cosechas así como el uso de cosechas protectoras del suelo pueden captar más del 100% de las emisiones anuales de CO2, si se generalizan en el mundo.
Fallo estructural 8: El universo no tiene sentido
La mayoría de la ciencia trabaja a partir de un enfoque reduccionista: en ella se ve el mundo como un ensamblaje de partes que pueden analizarse por separado. Este método ha conducido a un enorme progreso en muchos campos, pero su propio éxito ha causado que muchos científicos contemplen la naturaleza como nada más que una colección de partes, una perspectiva que conduce inevitablemente al nihilismo espiritual. En las palabras del Premio Nobel de Física Seven Weinberg, “cuanto más sabemos del universo, más vacío de sentido se nos aparece”. En último término, la corriente moderna de pensamiento se fundamenta en la desconexión: la separación de la mente y del cuerpo, del individuo y su comunidad, y del ser humano y la naturaleza.
Nuevo fundamento: El universo es una red de sentido
Sin embargo, en décadas recientes, las intuiciones de la Teoría de la Complejidad y de la Biología de Sistemas apuntan hacia una nueva concepción de un universo conectado, que es tanto científicamente rigurosa como espiritualmente rica en significado. En esta comprensión, las conexiones entre las cosas son frecuentemente más importantes que las cosas mismas. Al subrayar los principios subyacentes que se cumplen en todos los seres vivos, esta concepción nos ayuda a darnos cuenta de nuestra interdependencia intrínseca con toda la naturaleza.
En lugar de los fallos cognitivos estructurales que han conducido a la humanidad al abismo, la perspectiva sistémica invita a una nueva comprensión de la naturaleza como una “red de sentido”, en la que la misma interconexión de toda vida, da sentido y resonancia también a nuestra conducta individual y colectiva. Cuando aplicamos este marco mental a nuestra vida, el sentido brota, del modo como estamos relacionados con todo lo que nos rodea. El sentido se convierte así en una función de la interconexión —y el sentido de la vida, en una propiedad emergente de la red de conectividad que es el universo—. Vivir con esta profunda comprensión, nos hace sentir que estamos verdaderamente en casa en el universo.
Establecer las bases del florecimiento
No es necesariamente una tarea fácil: reestructurar las bases para prepararnos para el Gran Terremoto, mientras tantos otros están preocupados escogiendo los colores nuevos para pintar las grietas que aparecen en los muros. Sin embargo, una vez nos hacemos conscientes de los fallos estructurales en la cultura dominante, no podemos ignorarlos. Empezamos a ver manifestaciones de los mismos por todas partes.
No es una tarea fácil, quizás, pero puede ser profundamente transformadora. Es una necesidad acuciante, la reconstrucción de nuestro sistema de valores, que puede llevarnos a la posilibidad de encontrar un sentido profundo, mediante la conexión con nosotros mismos, con los demás y con el mundo natural. Estas nuevas bases, fundamentadas en ver el cosmos esencialmente como una red de significado, tiene el potencial de ofrecer un futuro sostenible de dignidad humana compartida y de florecimiento del mundo natural.
JEREMY LENT. Sus escritos investigan los patrones de pensamiento que han conducido a nuestra civilización a la actual crisis de sostenibilidad. Es fundador de la iniciativa sin ánimo de lucro Liology Institute dedicada a promover una cosmovisión integrada, al tiempo rigurosamente científica y con un sentido intrínseco, que pueda capacitar a la Humanidad para salir adelante de una manera sostenible sobre la Tierra. Su libro The Patterning Instinct: A Cultural History of Humanity’s Search for Meaning (2017), profundiza en las raíces históricas de nuestra cosmovisión moderna. Su último libro lleva por título: The Web of Meaning: Integrating Science and Traditional Wisdom to Find Our Place in the Universe.
(Publicado originalmente en la revista Tikkun. Traducido con permiso por Eva Aladro Vico y revisado por Manuel Casal Lodeiro)