Asistimos en estos días a un nuevo episodio de la “guerra” entre el gobierno nacional y diversas instancias del poder judicial. Y en particular, al enfrentamiento con los fallos de la Corte Suprema de Justicia.
La prevista calma política posterior a la consagración mundialista del equipo argentino fue alterada con rapidez. Y la ebullición del enfrentamiento político está de vuelta entre nosotros.
Como es sabido, el Ejecutivo nacional declaró de “cumplimiento imposible” la medida cautelar dictada por la Corte que ordena la restitución a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de fondos provenientes de impuestos que recibía por disposición del gobierno anterior. Recursos que fueron redirigidos a la provincia homónima por decisión del gobierno de Alberto Fernández, en el transcurso de 2020.
Forma parte de la argumentación oficial la afectación del federalismo que la reasignación conllevaría, al beneficiar a un distrito próspero en detrimento de otras jurisdicciones menos favorecidas.. Y en el plano más pragmático, la imposibilidad de mudar de destino a esos recursos sin incurrir en una violación de las normas presupuestarias en vigencia.
En la posición del ejecutivo nacional ha sido determinante el pronunciamiento en ese sentido del grueso de los gobernadores de provincia, incluidos algunxs no enrolados con el oficialismo nacional. Y con la defección del mandatario de una provincia tan gravitante como Santa Fe, electo sin embargo por el Frente de Todos.
Por la defensa de las instituciones, por la República.
La respuesta desde la oposición fue la acostumbrada en estos días de flagrante “judicialización” de la política: Denuncias penales por rebeldía frente a una decisión del máximo tribunal y por incumplimiento de los deberes de funcionario público. Pedido de juicio político al primer mandatario por similares razones. Moción de censura al jefe de gabinete por idéntico motivo.
Todas las vías institucionales posibles, acompañadas por supuesto por la pertinente acción del gobierno de la Ciudad en demanda del inmediato acatamiento de la devolución de los recursos afectados. La más previsible y quizás la única que corresponda a una disputa como la que nos ocupa.
Han hecho coro variadas asociaciones patronales, sin faltar entre ellas IDEA, el Foro de Convergencia Empresarial, la runfla del capital más concentrado que responde al nombre de Asociación Empresaria Argentina (AEA), la cámara de negocios con los EE.UU (Amcham), y siguen las firmas. En suma, Techint, Arcor, el grupo Clarín, Pan American Energy y otros, acuden prestos a ostentar su compromiso republicano.
El mismo que profesan desde hace décadas. Por ejemplo durante la última dictadura militar, cuando impulsaban y apañaban el secuestro y desaparición de delegados y comisiones internas de sus empresas.
Del hecho de que el gobernador de Chaco Jorge Capitanich y por supuesto el afectado más directo, Axel Kiciloff, hayan llevado la voz cantante en el pronunciamiento adverso a la instancia judicial, los políticos opositores y los medios deducen que es de la omnipresente malignidad de la vicepresidenta de la Nación que brota el “atropello”. Al que, como es de práctica, califican como de “inédita gravedad institucional.”
Allí donde los “culpables” de guardar fidelidad a la expresidenta ponen su sello, no puede ocurrir otra cosa, según los opositores, que la insidia de la depositaria de todas las imputaciones “antirrepublicanas” que puedan flotar en el aire,
Resulta significativo como jamás se cansan de repetir el mismo cliché, frente a las circunstancias más diversas. Claro, cuentan con la caja de resonancia de las entidades empresarias “amigas” y los medios de comunicación que les responden, para tornar plausible cualquier banalidad reiterada hasta el infinito.
Un poquito de historia.
Tal vez valga la pena remontarse un poco hacia atrás para mejor explicarse la secuencia de hechos que han llevado a esta confrontación
Los recursos que están en disputa atañen al distrito que es por lejos el más rico del país. Y cuya dotación presupuestaria per cápita lo acerca a la Europa rica. Suele compararse la disponibilidad financiera del Estado porteño con el de ciudades como Madrid y Barcelona.
Enfrente se encuentra una provincia como la de Buenos Aires, la más poblada del país. Experimenta índices de pobreza pavorosos, acompañados por profundas deficiencias en su sistema educativo y de salud, carencias en la infraestructura básica, extendida precarización del empleo. Entre otros injustos males que aquejan a un porcentaje sustancial de sus habitantes.
Visto bajo esa luz, el impulso lógico es darle toda la razón a la Provincia. Lo que se encuentra reforzado por el destino de los fondos que el expresidente Mauricio Macri transfirió en su momento a la CABA: Solventar la transferencia a jurisdicción de la ciudad de buena parte de los efectivos y dependencias de la Policía Federal, proporcionándole así un aparato represivo propio de vastas dimensiones, del que antes carecía.
Durante las presidencias de los Kirchner, el poder nacional se declaraba dispuesto al traspaso, acorde con la reforma constitucional de 1994. Pero sin acompañarlo de los recursos para financiar al cuerpo policíaco citadino, que multiplicaría por varias veces sus necesidades ante el repentino incremento de estructuras y efectivos.
Con Macri ya como presidente, laudó mediante el pase de un sustantivo flujo de dinero que hasta ese momento administraba la Nación. Y el demorado cambio de dependencia se llevó a cabo.
Hasta ahí, parece que asistimos a una inequidad manifiesta, por añadidura cometida con el explícito objetivo de reforzar el aparato represivo del distrito beneficiado.
Sin embargo resulta prudente examinar otra cuestión: La causal de que esa porción del presupuesto se haya “mudado” a la provincia de Buenos Aires, cuando el Frente de Todos ya gobernaba hace un tiempo la Nación y la provincia más poblada.
La finalidad no fue otra que el aumento de los sueldos y otras provisiones adicionales para la policía provincial. La que está conformada por un verdadero ejército de cerca de un centenar de miles de agentes. Y que es público y notorio que utiliza su número y su proyección territorial para asociarse a la más variada gama de delitos, incluido alguno tan grave como el narcotráfico.
Su participación en los hechos criminales se produce en variadas modalidades. Desde la recaudación de una parte de lo obtenido en las actividades delictivas hasta la directa organización de robos y diversas prácticas ilegales.
Se agrega a los “méritos” de la institución policial su constante ofensiva contra los sectores más empobrecidos de la sociedad bonaerense, en particular hacia los jóvenes. Incurre una y otra vez en el “gatillo fácil” contra sospechosos cuya “peligrosidad” determina de modo arbitrario. Propina maltratos en comisarías a las y los detenidos a los que percibe como indefensos, huérfanos de “padrinos” o de organizaciones que reclamen por ellos. No pocas veces esos abusos llevan a la muerte de los arrestados.
Otro comportamiento reiterado hasta la fatiga es el “armado” de causas. Es el procedimiento por el que se imputa a un inocente, elegido entre los más desvalidxs, la comisión de un delito con el que no tuvo nada que ver. Para ello se fabrican “pruebas”, se convoca a falsos testigos, se hostiga a la familia y amistades de los acusados, se capitalizan prejuicios sociales y raciales.
En algunas ocasiones el reclamo popular y la intervención de organismos de derechos humanos y abogadxs comprometidos acarrean el castigo de los funcionarios involucrados en algunas de esas conductas. Sin embargo, las prácticas perversas no cesan. Es que no son el resultado de comportamientos descarriados de algunxs agentes policiales, sino que están inscriptas en la lógica misma de la institución.
La que por supuesto tiene también en su ADN la represión de protestas sociales y manifestaciones opositoras. Y contribuye a la “criminalización” de los descontentos, asociándose a los jueces en la imputación arbitraria de delitos y en urdir sustento probatorio para los mismos.
Además de la justa crítica al fortalecimiento de una institución tan perversa, cabe el señalamiento de los hechos que precedieron a la reasignación de fondos.
La policía provincial protagonizó una huelga y movilización de protesta, extendida por todo el territorio, dejando desatendida la seguridad de millones de habitantes. La demanda principal era un sustantivo incremento salarial.
La manifestación contestataria tuvo su punto culminante en una extorsión inadmisible.
La residencia presidencial, en la localidad de Olivos, sita en los suburbios de la ciudad, fue cercada por un gran número de efectivos, que incluso hicieron uso de sus patrulleros para subrayar lo estridente y masivo de la protesta. El dramatismo de las circunstancias se hallaba acentuado porque la sociedad se encontraba sumergida en el miedo y la incertidumbre, producidos por los momentos álgidos de la pandemia, en el mes de septiembre del fatídico 2020.
En lugar de proceder al restablecimiento de la disciplina, con los instrumentos legales que correspondieran, el presidente de la Nación y el gobernador de la provincia más poblada del país optaron por ceder a las presiones indebidas. En la misma sociedad donde trabajadoras y trabajadores en huelga suelen ser objeto de retorsiones y venganzas por parte del aparato estatal, los policías fueron “premiados” por el desacato a las máximas autoridades. Y la puesta en riesgo a la población.
El camino que los poderes públicos encontraron para sufragar las exigencias de la fuerza mal llamada “de seguridad” fue revertir la derivación tributaria que el gobierno de la coalición ahora opositora había hecho a la Ciudad. Los recursos pasarían ahora a la provincia. Y de allí, a la ampliación del presupuesto de “seguridad”.
Discrepancias de superficie, acuerdos de fondo.
Como puede observarse todo queda en la “familia policial”. El devenir de la disputa puede resumirse en el común propósito de oficialistas y opositores de fortalecer a sus respectivas fuerzas de represión.
Más policía, más balas para segar vidas de pobres y desempleados, salarios más elevados para mejor complementar los ingresos provenientes de las múltiples asociaciones con el delito.
Puede resultar llamativo, pero lo que aparece como una controversia financiera, en cuanto se rasca bajo la superficie, aparece a nuestros ojos como una disputa entre diversas instancias del poder estatal para “mejorar” sus herramientas de acción violenta contra la población.
La misma que sufre los efectos de una criminalidad creciente, que suele conducir a la pérdida de la vida. Lo que no ocurre sólo, ni principalmente, por los delitos contra la propiedad que son los que reproducen los medios de comunicación hasta el cansancio.
Desde los femicidios previsibles pero no evitados, hasta las muertes “accidentales” ocasionadas por conductores borrachos integran el rosario de causales de fallecimientos evitables. Las policías están “en otra cosa”.
La llamada “inseguridad” en incremento incesante se suma a los múltiples padecimientos de la mayoría de la población. Sólo las reducidas elites económicas, culturales y políticas disfrutan de una suerte diferente. Ellos son “felices”, en el seno de una sociedad a la que detestan
La “justicia” todo lo invade.
Lo antes expuesto permite apartar la vista de la coyuntura más inmediata y escarbar siquiera un poco en las causas del entuerto judicial y parlamentario que se ha iniciado. Lo que no inhabilita ciertas observaciones sobre la reiterada intromisión jurisdiccional en debates que debieran resolverse en el terreno de la política.
Hasta hace un tiempo, los jueces, incluido el tribunal supremo, se amparaban en la doctrina de la “cuestión política no judiciable” para no pronunciarse sobre asuntos que consideraban privativos de los otros poderes, y por lo tanto insusceptibles de ser sometidos a una decisión judicial.
Es cierto que la mencionada doctrina tenía aplicaciones sujetas a controversia. Entre otros usos de la misma, se hallaba el de que servía de escudo para que los jueces no se manifestaran respecto a disposiciones tan desdorosas para la vigencia de las libertades públicas e individuales como eran las reiteradas declaraciones del estado de sitio. Prolongadas en su vigencia y aplicadas a la restricción o completo avasallamiento de los derechos constitucionales.
La existencia de esa y otras culpables prescindencias de los tribunales frente a los abusos de otros poderes no invalida sin embargo el concepto de que los poderes legislativo y ejecutivo, representativos, al menos en teoría, de la soberanía popular, tienen que disponer de esferas exclusivas para sus decisiones, no sujetas a la intromisión tribunalicia.
De lo contrario, librado el total de la vida institucional a la revisión judicial continua, la voluntad expresada en el voto queda desvirtuada.
Los representantes y funcionarios cuya legitimidad proviene del ejercicio del sufragio universal ven hoy sus decisiones contravenidas de modo permanente por las resoluciones de otro poder al que nadie vota.
El rol constitucional previsto para los jueces, como coto puesto a los posibles abusos de las instancias “mayoritarias”, queda traspolado al de derrumbar las disposiciones de los otros poderes. a fuerza de “cautelares” y otras medidas que debieran ser de utilización restringida.
Ese exceso no hace más que sancionar y acrecentar una particularidad del sistema judicial argentino de larga y deletérea historia. Nos referimos a la facultad, conferida inclusive a cualquier juez de primera instancia, de declarar “inconstitucional” cualquier decisión política y poner en suspenso su aplicación al caso concreto que se juzga.
Ese mecanismo, conocido como “control difuso de constitucionalidad” es desde siempre una vía para dificultar el sostenimiento de normas que incomodan a sectores con poder.
La subordinación de la entera vida política a los procedimientos tribunalicios no constituye una iniciativa autónoma de “sus señorías.
Es sustentada por el pundonor “republicano” de la oposición de derecha. Fervor institucionalista que, como es sabido, sólo se despliega cuando las reales o supuestas arbitrariedades se producen desde ámbitos del poder político que no controlan con plenitud, o de parte de organizaciones sociales situadas en el lado opuesto de su vereda en la lucha de clases.
Cuando no es así, las instancias económicas, políticas y comunicacionales que sí dominan serán avaladas, incluso a los gritos, en cualquier tropelía que cometan. ¿O acaso no son respaldadas sin el menor titubeo las sentencias judiciales que libran una y otra vez de toda culpabilidad al gobierno de la alianza Cambiemos?
Para esos casos se nos pretende inducir a la creencia en el “cuentapropismo” de los servicios de inteligencia y en el desconocimiento supino del expresidente respecto de los desmanejos económicos de sus allegados más íntimos. Hasta en la supuesta imparcialidad de las decisiones que favorecieron de modo flagrante a sus familiares, forma mal encubierta de beneficiar a sus propios intereses.
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Del examen de los hechos y comportamientos institucionales que hemos descripto en apretada síntesis, se desprende una vez más la convicción firme sobre un resultado invariable de las controversias judiciales, políticas y “politiqueras” de los últimos años.
A ambos lados de la sedicente “grieta”, por acción o por omisión, se propicia un progresivo decaimiento de la vigencia de los rasgos de soberanía que mantiene el pueblo en el escenario de la democracia representativa. Por otra parte muy condicionado y restringido al respecto.
La lucha por una transformación profunda del poder judicial y el combate contra las “asociaciones ilícitas” mal denominadas “fuerzas del orden” sólo pueden obtener resultados positivos si se integran a un cuestionamiento integral del ordenamiento social en el que transcurren nuestras vidas.
No pueden surgir espacios de equidad y justicia en medio de una jungla invadida en todas direcciones por la desigualdad y la injusticia.
Del Estado regido por las clases dominantes no cabe esperar decisiones de sentido popular con alcance vasto y permanente. La implantación de una democracia verdadera no es algo cuyo advenimiento pueda esperarse de los que hoy, ricos y poderosos, tienen sobre todo en la mira la defensa de sus propios intereses.
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