Recomiendo:
6

Guerra de microchips entre EEUU y China

La lucha interimperialista por la supremacía tecnológica

Fuentes: Viento sur [Imagen: Wikimedia Commons]

La rivalidad entre EE UU y China está que arde. Cualquier acercamiento que pudiera vislumbrarse a raíz de la cumbre prevista del secretario de Estado Antony Blinken con Xi Jinping en febrero voló por los aires cuando los cazas estadounidenses abatieron el globo chino sobre el océano Atlántico. Bajo acusaciones mutuas de espionaje ilegal y tras los anuncios de sanciones, la cumbre anunciada a bombo y platillo ha quedado pospuesta.

A pesar de su profunda integración económica y un comercio de mercancías sin parangón entre ambos países (por valor de 690.000 millones de dólares en 2022), los dos están enfrentados en todos los terrenos, desde la supremacía militar en la región del Indo-Pacífico hasta la invasión rusa de Ucrania, pasando por el comercio y la inversión en el Sur global. EE UU, por supuesto, sigue siendo la potencia imperialista dominante en el mundo, pero ahora China amenaza su hegemonía.

En el centro de este conflicto se hallan los microchips, que hoy en día son igual de importantes para el capitalismo como el petróleo. Son componentes indispensables de teléfonos móviles, automóviles, ordenadores personales y del Estado, satélites, sistemas de vigilancia, tanques, aviones de guerra, misiles, etc. Sin ellos, las empresas, los Estados y los ejércitos no podrían funcionar. EE UU y sus aliados, como Taiwán, Corea del Sur, Japón y los Países Bajos han dominado el diseño y la fabricación de estos circuitos integrados, y el gobierno Biden está decidido a impedir que Pekín desarrolle su propia industria de microchips, disputándole la hegemonía a EE UU en este terreno.

El nuevo libro de Chris Miller, Chip War: The Fight for the World’s Most Critical Technology, es el mejor relato de la rivalidad  tecnológica entre EE UU y China. Miller es un académico de la Universidad Tufts, profesor visitante del Instituto de Empresa, defensor del imperialismo estadounidense y del capitalismo de libre mercado. Chip War ha sido alabado por la flor y nata del establishment político, empresarial y militar, desde Larry Summers hasta Robert Kaplan y el almirante James Stavridis.

En el libro relata el desarrollo de los microchips en el complejo militar-industrial estadounidense, el papel clave que desempeñaron en la derrota de la URSS en la guerra fría y su importancia central en el conflicto interimperialista actual entre Washington y Pekín. A pesar de su sesgo sistemático a favor de EE UU, es fundamental que la izquierda internacionalista lo lea para comprender la centralidad de la alta tecnología en la actual rivalidad interimperialista entre EE UU y China.

El microchip y el complejo militar-industrial 

Como documenta Miller, el capitalismo moderno, con sus Estados y sus empresas gigantes, necesitaba incrementar cada vez más su capacidad para “listar nóminas, hacer el seguimiento de las ventas, recopilar resultados censales y cribar los datos de incendios y sequías necesarios para tasar los precios de las pólizas de seguros”. Estas tareas se encomendaban al principio y vastos ejércitos de contables. La segunda guerra mundial llevó a las grandes potencias a automatizar estos procesos, pero los dispositivos mecánicos que concibieron resultaron ser complicados e imprecisos. A modo de alternativa, investigadores de la Universidad de Pensilvania desarrollaron computadoras primitivas que utilizaban válvulas termoiónicas, pero estas últimas eran enormes, lentas y poco fiables.

En la década de 1950, en los inicios de la guerra fría, un grupo de ingenieros pioneros de diversas empresas, como Texas Instruments y Fairchild Semiconductor, diseñaron circuitos integrados insertados en placas de silicona para sustituir las válvulas termoiónicas, lo que les permitió construir computadoras mucho más pequeñas y fiables. Tras el lanzamiento del sputnik soviético, el Departamento de Defensa, a través de su Agencia para Proyectos de Investigación Avanzada en materia de Defensa (DARPA), se dirigió a estas empresas para desarrollar chips y ordenadores para sus aviones, misiles y naves espaciales. Las empresas construyeron nuevas plantas de fabricación para la producción de ordenadores para toda clase de artilugios, desde el cohete Apolo II hasta el misil balístico intercontinental Minuteman.

En 1965, el Pentágono y la NASA adquirieron más del 72 % de todos los chips. De este modo, EE UU impulsó el ascenso de las empresas tecnológicas en Silicon Valley, y desde entonces ambas partes han estado estrechamente interrelacionadas, uniendo la política imperialista, la industria capitalista y las fuerzas armadas.

Búsqueda de beneficios, explotación de mano de obra barata e internacionalización

Descontentas con los límites de los contratos gubernamentales, las empresas se dieron cuenta de que podían obtener enormes beneficios en la floreciente industria de la electrónica de consumo, que rápidamente se convirtió en la principal compradora de chips. La competencia por los beneficios y la cuota de mercado impulsó la innovación, creando procesos de producción más eficientes y buscando mano de obra cada vez más barata. Estas empresas se apresuraron a encontrar nuevas formas de incrustar más transistores en los circuitos integrados en las placas de silicio a fin de aumentar su potencia de cálculo. Gordon Moore, cofundador de Fairchild e Intel, predijo que el número de transistores en los chips se duplicaría cada dos años, la llamada Ley de Moore.

Innovaron efectivamente, con tecnología cada vez más compleja y a un coste cada vez mayor en inversión de capital. Para reducir los costes de mano de obra, construyeron fábricas lejos de los bastiones sindicales de los centros industriales tradicionales del país y emplearon a trabajadoras con salarios bajos. Su búsqueda de mano de obra más barata les llevó a trasladar sus fábricas a países asiáticos aliados de Estados Unidos, como Hong Kong, Taiwán, Malasia, Singapur y Corea del Sur. Contrataban principalmente a mujeres pagándoles una fracción del coste de la mano de obra estadounidense. Así, observa Miller, “la industria de semiconductores se estaba globalizando décadas antes de que nadie hubiera oído la palabra, sentando las bases de las cadenas de suministro centradas en Asia que conocemos hoy».

EE UU fomentó esta internacionalización, incluso en Japón, su antiguo enemigo de la segunda guerra mundial, pero ahora su vasallo en la guerra fría. Washington vio en el desarrollo de una industria electrónica japonesa orientada hacia el mercado estadounidense una forma de atar al país, junto con otros Estados asiáticos, a su bando frente a la China de Mao y la URSS.

Transformación de la cadena de muerte en Vietnam

La guerra de EE UU en Vietnam aceleró todos estos procesos. Al fracasar su guerra terrestre, Washington recurrió al bombardeo masivo del país en un intento desesperado de aplastar la lucha de liberación nacional. Pero sus bombas guiadas seguían dependiendo de tubos termoiónicos y, por tanto, eran poco fiables e imprecisas. Para transformar la cadena de muerte, EE UU contrató a Texas Instruments para que fabricara sistemas de guiado con chips en lugar de tubos. Aunque estas armas eran mucho más efectivas, no pudieron derrotar a los vietnamitas. Sin embargo, como observa descarnadamente Miller, “Vietnam fue un excelente campo de pruebas para armas que combinaban microelectrónica y explosivos, de forma que revolucionarían la guerra y transformarían el poderío militar estadounidense.”

El éxito de estas armas obligó a la Unión Soviética a crear su propio Silicon Valley: Selenograd. Sin embargo, como señala Miller con suficiencia, carecía de la densa red de empresas con ánimo de lucro que era la fuente de innovación en Estados Unidos, por lo que no hizo más que robar y copiar chips. Aunque esto proporcionó a EE UU una ventaja en la carrera armamentística, a Washington le preocupaba que su derrota en Vietnam propiciara la deriva de sus vasallos asiáticos hacia la órbita de China y la URSS. Para evitarlo, EE UU fomentó el desarrollo continuo de la industria de alta tecnología en toda la región.

“De Corea del Sur a Taiwán, de Singapur a Filipinas”, escribe Miller, “el mapa de instalaciones de ensamblaje de semiconductores se parecía mucho al mapa de bases militares estadounidenses en toda Asia…” A finales de la década de 1970, en lugar de caer como fichas de dominó en manos del comunismo, los aliados de EE UU en Asia estaban aún más profundamente integrados con la superpotencia.

Cómo ganar la guerra fría y perder la supremacía tecnológica

EE UU aprovechó los avances de la industria para revolucionar su ejército y ayudarle a ganar la guerra fría. En la década de 1970, William Perry, subsecretario de Defensa del gobierno Carter, impulsó una nueva estrategia de compensación a fin de mejorar la calidad y precisión de los misiles del Pentágono y contrarrestar el arsenal cuantitativamente mayor de Moscú, obligándole a invertir en un esfuerzo infructuoso y oneroso por mantener el ritmo. Sin embargo, EE UU se enfrentó pronto a una consecuencia imprevista de su internacionalización de la fabricación de chips: la creación de centros rivales de la industria de alta tecnología. El Estado japonés financió a Sony, Nikon y otras empresas que aumentaron su cuota de mercado a costa de las empresas de Silicon Valley.

En 1986, Japón producía más chips que EE UU y fabricaba el 70 % de los equipos de litografía del mundo, esenciales para fabricar semiconductores. EE UU había pasado a depender de Japón justo en el momento en que Tokio parecía dispuesto a imponerse como gran potencia rival. Ni por primera ni por última vez, el Estado y el capital estadounidenses se reafirmaron frente a un rival. Washington recortó los tipos de interés y los impuestos, y obligó a Japón (junto con otros países) a aceptar el Acuerdo del Plaza Inverso, que devaluó el dólar. De este modo, las empresas estadounidenses pudieron obtener préstamos baratos y, gracias al debilitamiento del dólar, vender sus exportaciones a precios competitivos, si no más baratos, que sus competidores internacionales.

Micron, Intel y otras empresas lo aprovecharon al máximo, restaurando parcialmente el dominio tecnológico de EE UU. Washington, a través de DARPA y la NASA, les ayudó en el proceso, otorgando contratos a pequeñas empresas de nueva creación, como QUALCOMM, para sistemas de comunicación espacial. Japón y sus empresas no tardaron en ponerse a la defensiva. En la gama alta, se enfrentaban a las empresas estadounidenses y, en la gama baja, a la aparición de fabricantes de chips en países como Corea del Sur, que financiaba sus propios conglomerados, como Samsung, que fabricaban chips mucho más baratos que Japón.

Al mismo tiempo, la segunda guerra fría de Ronald Reagan forzó a la URSS a una carrera armamentística de alta tecnología que no podía permitirse ni podía ganar, especialmente en plena ocupación de Afganistán durante una década. Finalmente, su imperio soviético cayó en 1989 y la propia URSS se desmoronó en 1991. Miller atribuye la victoria estadounidense a su destreza tecnológica y se jacta de que “la guerra fría había terminado: Silicon Valley había ganado”.

La soberbia de Washington en el momento unipolar

EE UU entró en una nueva fase de hegemonía indisputada: el momento unipolar. Para demostrar su poder, Washington desplegó todo su armamento de alta tecnología en la guerra del Golfo de 1991, lanzando misiles de crucero y bombas de precisión que arrasaron el ejército y las infraestructuras iraquíes, haciendo retroceder a lo que había sido una sociedad relativamente avanzada a una era preindustrial. Miller celebra esta barbarie, citando el alarde de The New York Times de que la guerra fue un “triunfo del silicio sobre el acero” y otro titular que se jactaba de que “El chip informático puede alcanzar la condición de héroe de guerra”. Triunfante, Washington adoptó una nueva estrategia imperial de supervisar la economía mundial incorporando Estados a un orden mundial neoliberal de globalización del libre comercio.

EE UU utilizó el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y Naciones Unidas para imponer este orden, desplegando sus fuerzas armadas para llevar a cabo cambios de régimen en los llamados Estados granujas y las supuestas misiones de mantenimiento de la paz en países como Haití, desgarrados por las políticas de libre mercado. Presionó a todos los países del mundo para que recortaran drásticamente sus sistemas de bienestar, reduciendo el papel de los Estados a hacer cumplir las leyes y normas del capitalismo global.

EE UU creía que sus grandes empresas podrían mantener su superioridad tecnológica a través de la globalización y la innovación. Ignoró la gestión estatal de la economía china y la acogió en la Organización Mundial del Comercio, creyendo ingenuamente que la integración en el capitalismo global la llevaría a adoptar las normas del libre mercado y a democratizarse. A las empresas multinacionales poco les importaban esas sutilezas y estaban más interesadas en explotar la mano de obra barata de China y acceder a su mercado.

Contrariamente a las esperanzas de Washington, la globalización provocó el declive relativo de la industria tecnológica estadounidense. EE UU mantuvo su liderazgo en el diseño de chips, pero cada vez más la fabricación corrió a cargo de TSMC en Taiwán y Samsung en Corea del Sur. Y algunas de las herramientas clave, como la litografía EUV, esencial para fabricar los chips de gama más alta, pasaban a ser fabricadas por ASML en los Países Bajos. A resultas de ello, documenta Miller, “las fábricas estadounidenses producían  en 1990 el 37 % de los chips del mundo, pero esta cifra cayó al 19 % en 2000 y al 13 % en 2010”. La mayoría de fábricas de las que ahora dependía EE UU estaban en países asiáticos, justo al lado de China, que se estaba convirtiendo rápidamente en un rival de EE UU.

El asalto de China a la fortaleza de alta tecnología de EE UU

Washington hizo caso omiso de estos problemas hasta que el ascenso económico de China, combinado con las derrotas estadounidenses en Irak y Afganistán y la gran recesión, provocaron su declive relativo como superpotencia. EE UU sigue siendo la potencia mundial dominante, pero ahora en un orden mundial multipolar asimétrico en el que se enfrenta a China y Rusia como rivales imperiales, así como a una serie de potencias regionales que compiten entre sí.

Aunque China se ha convertido en la segunda economía mundial, sigue dependiendo de EE UU y sus aliados para obtener chips informáticos. “Durante la mayor parte de las décadas de 2000 y 2010”, observa Miller, “China gastó más dinero en la importación de semiconductores que de petróleo. Los chips informáticos de alta potencia eran tan importantes como los hidrocarburos para impulsar el crecimiento económico de China. Sin embargo, a diferencia del petróleo, el suministro de chips está monopolizado por los rivales geopolíticos de China.”

En 2015, Xi Jinping puso el punto de mira de China en la superación de esta dependencia. En un impactante discurso que Miller cita, Xi exhortó a los ejecutivos tecnológicos chinos y a los funcionarios del partido a “asaltar las fortificaciones de investigación y desarrollo de tecnologías fundamentales”. Lanzó proyectos como China 2025, que subvenciona a los campeones nacionales de alta tecnología y a los productores de chips con el objetivo de reducir la cuota de chips importados del país del 85 % en 2015 al 30 % en 2025. Xi animó a las empresas chinas a crear empresas conjuntas con multinacionales como IBM y QUALCOMM a condición de que aceptaran transferir su tecnología a cambio de acceder al mercado chino. También animó a las empresas a comprar o fusionarse con empresas de alta tecnología de Asia, Europa y EE UU.

Gracias a estos esfuerzos, China ha construido un ecosistema de alta tecnología con empresas como Huawei, que comenzó a diseñar algunos de los chips más avanzados del mundo para teléfonos inteligentes; se convirtió en la segunda mayor clienta de la taiwanesa TSMC; y fue pionera en la nueva generación de infraestructuras de telecomunicaciones, 5G, que planea vender a países de todo el mundo. «Si se proyectaran hacia el futuro las tendencias de finales de la década de 2010”, sostiene Miller, “para 2030 la industria de circuitos integrados de China podría rivalizar en influencia con Silicon Valley. Esto no solo trastornaría a las empresas tecnológicas y los flujos comerciales. También reajustaría el equilibrio de poder militar.”

El imperio contraataca

El establishment de Washington se dio cuenta de que había sufrido un declive relativo, se había hecho dependiente de Taiwán y Corea del Sur para sus chips y se enfrentaba a China como rival que cuenta con una industria de alta tecnología cada vez más sofisticada y profundamente integrada con su ejército. Incluso los ejecutivos tecnológicos, escribe Miller, “temían en privado… que los competidores chinos apoyados por el Estado acapararan cuota de mercado a su costa”. Así se desarrolló un nuevo Consenso de Washington Silicon Valley contra China. Las tres últimas administraciones presidenciales han pasado de la anterior estrategia de compromiso con China a una estrategia de contención del ascenso chino, concretamente en alta tecnología. Utilizando la acertada expresión de los politólogos Henry Farrell y Abraham Newman, EE UU “armó la interdependencia”, apuntando a la dependencia de China de los microchips extranjeros.

Al amparo de su giro a Asia, el gobierno de Barack Obama prohibió en 2016 a las empresas estadounidenses vender semiconductores a la empresa china ZTE, alegando que esta había violado las sanciones a Irán. Solo un acuerdo con el presidente Donald Trump para pagar una multa y recuperar el acceso a los proveedores estadounidenses salvó a la empresa del colapso total, pero la prohibición fue una señal de lo que estaba por venir. El gobierno de Trump, que reorientó el imperialismo estadounidense de la guerra contra el terrorismo a la rivalidad con China y Rusia, apuntó a la industria tecnológica de Pekín, en particular a Huawei. Utilizando la seguridad nacional como justificación, el departamento de Comercio prohibió a las empresas estadounidenses vender chips, equipos y programas informáticos a dicha compañía.

Pronto, otras empresas y aliados de EE UU se dieron cuenta y empezaron a seguir su ejemplo. La taiwanesa TSMC adoptó la misma política, como hicieron el Reino Unido y otros, restringiendo el acceso de Huawei a chips de gama alta y saboteando su intento de acaparar el mercado de 5G. EE UU incluyó entonces en su lista negra a los fabricantes chinos de superordenadores Sugon y Phytium y puso restricciones a SMIC, su fabricante de chips más avanzado.

La guerra de los chips de Biden

El gobierno Biden ha redoblado la estrategia trumpista de rivalidad entre las grandes potencias, pero prescindiendo de sus tácticas unilaterales para recurrir a otras multilaterales. Ha mantenido los aranceles y los vetos a empresas chinas y los ha combinado con una nueva política industrial para restablecer la producción nacional de alta tecnología e invertir en investigación y desarrollo de circuitos integrados. En un discurso pronunciado en 2021 ante un grupo de ejecutivos en la Casa Blanca, Biden declaró: “Durante demasiado tiempo, como nación, no hemos realizado las inversiones cuantiosas y audaces que necesitamos para superar a nuestros competidores mundiales.” Con una oblea de silicio en la mano, afeó a los jefes empresariales reunidos que “nos hayamos quedado atrás en investigación y desarrollo y en fabricación… Tenemos que doblar nuestra apuesta”.

Para revertir la pérdida de fábricas nacionales, Biden ha cerrado un acuerdo con TSMC para construir una planta de 40.000 millones de dólares en Arizona. A cambio de exenciones fiscales, Samsung tiene previsto desembolsar 191.000 millones de dólares para construir 11 nuevas fábricas en Texas. La Ley de microchips y ciencia impulsada por el gobierno destinará 280.000 millones de dólares a financiar más fábricas y nuevas actividades de investigación y diseño de chips especializados, inteligencia artificial y robótica.

No obstante, mientras TSMC, de Taiwán, y Samsung, de Corea del Sur, construyen plantas en EE UU, se resisten a convertirse en meros peones de Washington y también construyen fábricas en China. Pero ninguna de ellas está tan avanzada como las de sus propios países. Ambos Estados protegen sus industrias al tiempo que alimentan la confrontación entre las dos grandes potencias. Biden amplía el número de empresas chinas incluidas en la lista negra a fin de acorralarlas e impedir que compartan tecnología. Al igual que Trump, utiliza la seguridad nacional como coartada para intimidar a las corporaciones de otros países para que hagan lo mismo en un intento de cerrar el acceso de China a los chips, equipos de fabricación y fábricas más avanzadas.

Esta represión no hace sino acelerar el impulso de China para establecer su propia industria de circuitos integrados. Y el intento de Washington de cerrar el acceso de China a TSMC recalienta el conflicto entre Estados Unidos y China sobre Taiwán, que Pekín considera una provincia renegada, mientras que Estados Unidos la arma para disuadir cualquier intento chino de apoderarse de ella y afianzar la hegemonía estadounidense sobre Asia-Pacífico y su industria tecnológica. Así, como sostiene Miller, “Taiwán no es simplemente la fuente de los chips avanzados por los que apuestan los ejércitos de ambos países. También es el campo de batalla más probable.” Con la escalada de tensiones, los analistas del gobierno chino “han argumentado públicamente que… ‘debemos apoderarnos de TSMC’”.

Internacionalismo desde abajo frente a la rivalidad imperialista

Aunque por ahora la guerra es improbable, según Miller sería “ingenuo suponer que lo que ocurrió en Ucrania no podría ocurrir en Asia Oriental”. Así pues, el episodio del globo chino abatido no es cosa de risa; por ahora es una guerra simbólica, pero podría convertirse en una contienda real por Taiwán, y si eso ocurriera, destrozaría la economía mundial y amenazaría a la civilización humana con la aniquilación nuclear. La izquierda internacional debe oponerse a esta intensificación de la rivalidad interimperialista y a su guerra de microchips. Debemos rechazar el marco de Miller ‒que comparte con el gobierno Biden‒, que respalda a EE.UU. y su supuesto capitalismo democrático frente a autocracias como China.

EE UU y sus multinacionales presiden la desigualdad de la era del capitalismo depredador en su país, imponen la miseria en el Sur global y han demostrado estar dispuestos a arrasar países que se oponen a su dominio, desde Vietnam hasta Irak. Al mismo tiempo, debemos oponernos a China, con sus profundas desigualdades, sus horribles opresiones como la del pueblo uigur y sus ambiciones imperialistas. Debemos rechazar la lealtad nacionalista a cualquiera de los dos Estados y, en su lugar, construir la solidaridad internacional desde abajo entre los trabajadores, los oprimidos y los pueblos de naciones más pequeñas como Taiwán. Activistas de EE UU, China y del resto del mundo han empezado a abrir este camino.

Estudiantes internacionales chinos ‒con el respaldo de activistas estadounidenses‒ organizaron acciones de apoyo a las manifestaciones con hojas de papel en blanco organizadas en China contra los cierres patronales. Radicales de todo el mundo han apoyado el levantamiento de Hong Kong, las luchas uigures por la autodeterminación y los esfuerzos del pueblo taiwanés por evitar verse atrapado en una conflagración entre las dos grandes potencias.

El movimiento obrero será clave para impulsar esta solidaridad. Labor Notes ha llevado en el pasado a trabajadores chinos de gira por EE UU, trabajadores del sector tecnológico han creado frentes comunes a escala mundial en su sector y estudiantes chinos se han unido a sus compañeros estadounidenses en la organización de sindicatos universitarios y huelgas como la de California. Y lo que es más importante, la izquierda estadounidense debe forjar lazos con la nueva izquierda china para oponerse al militarismo tanto de Washington como de Pekín. Con estos dos Estados luchando por el dominio de la alta tecnología y el capitalismo global, ahora es el momento de unir las luchas populares en todo el mundo por nuestra liberación colectiva de lo que Martin Luther King llamó los tres males del sistema: racismo, pobreza y guerra.

Texto original: Truthout

Traducción: viento sur

Ashley Smith es escritor y activista socialista residente en Burlington, Vermont.

Fuente: https://vientosur.info/la-lucha-interimperialista-por-la-supremacia-tecnologica/