Los medios del supuesto progresismo occidental, que habían publicado las filtraciones de Wikileaks, traicionaron al periodista y difundieron las mentiras demócratas, que lo acusaban de espiar para Rusia y Trump
Unos cuantos editorialistas de medios hegemónicos y aparentemente progresistas lamentan profundamente la quizás inminente extradición de Julian Assange a EEUU. “No debería ser extraditado”, sentenció The Guardian hace dos semanas. Pero lo cierto es que estos mismos medios, así como la cúpula del Partido Demócrata de Estados Unidos, son los verdaderos verdugos de Assange.
Sería lógico y esperable que periódicos como The Guardian, The New York Times y El País –que publicaron en 2007 las primeras filtraciones explosivas de Wikileaks obtenidas por la whistleblower militar Chelsea Manning– fueran defensores acérrimos del periodismo valiente de Assange. Pero no ha sido así.
En sintonía con la cúpula del Partido Demócrata, lanzaron un ataque durante la campaña de las elecciones presidenciales en EEUU de 2016 contra el periodista, al que acusaron de ser el supuesto cómplice del candidato Donald Trump.
Sería esperable que periódicos como The Guardian, The New York Times y El País fueran defensores acérrimos de Assange
La filtración de Wikileaks de miles de correos electrónicos del zar demócrata John Podesta –estrecho aliado de Hillary Clinton– desató una teoría de la conspiración que nada tenía que envidiar a las de QAnon. Assange supuestamente era un compinche de Vladimir Putin, que quería sabotear la campaña de Clinton con el fin de que ganase su amigo Trump.
“Assange es una herramienta de la inteligencia rusa”, alertó Clinton. El New York Times dio credibilidad a la acusación al publicar un artículo en agosto de 2016 titulado “Cómo Rusia se beneficia cuando Wikileaks revela secretos de Occidente”. (Assange lo calificó entonces como “una teoría de conspiración y no periodismo”).
The Guardian se unió al ataque: “De faro progresista a instrumento de Trump: ¿qué ha pasado con Wikileaks?”, preguntó capciosamente un mes antes de la victoria de Trump en noviembre de 2016.
La lealtad es un bien escaso en la prensa hegemónica. Pero la ofensiva contra Assange en The New York Times y The Guardian no dejaba de ser chocante. A fin de cuentas, ambos diarios habían aprovechado el scoop del siglo al publicar las filtraciones de Wikileaks en 2007 que, entre muchas otras cosas, dieron pruebas de graves crímenes cometidos por Estados Unidos en la guerra de Irak.
“Los demócratas amaban a Assange cuando publicó lo ocurrido en Irak, pero luego publicó –como es el deber de un periodista– los correos de Podesta”, manifestó el periodista Chris Hedges, premio Pulitzer, que ha acudido al juicio de Assange esta semana.
El diario El País –seleccionado por Assange para difundir las filtraciones en 2006 al público de habla hispana– hizo lo mismo. “Assange se convierte en el mejor aliado de Trump. Las filtraciones de Wikileaks han permitido al republicano apuntalar su estrategia de dibujar a Clinton como una política opaca y corrupta”, tituló tras la derrota electoral de Clinton en noviembre de 2016.
Que Clinton efectivamente fuera “una política opaca y corrUpta” no importaba mucho en la batalla contra el peligro de Trump. Pero los correos de Podesta dejaban constancia, entre otros asuntos, de que Clinton había cobrado 250.000 dólares por cada una de una serie de conferencias impartidas a ejecutivos del banco de inversiones demócrata Goldman Sachs.
Todo esto caló hondo en la conciencia progresista, desde Washington a Barcelona. Recuerdo cómo, al final de la campaña electoral en 2016, amigos en Washington y Nueva York despotricaban contra Assange por su supuesta complicidad con los rusos en la ofensiva contra los demócratas. Quien defendiera a Assange era encasillado como aliado de la extrema derecha trumpista, putinista. Para las clases ilustradas progresistas era necesario castigar a Wikileaks por su papel en lo que ya se llamaba Russiagate.
Quien defendiera a Assange era encasillado como aliado de la extrema derecha trumpista, putinista
En otros medios progresistas de Estados Unidos, como The New Republic, The Atlantic, o The New Yorker, una serie de artículos larguísimos y aparentemente bien documentados –aunque las fuentes solían ser “solventes de la comunidad de inteligencia”– ayudaron a la cúpula clintonista a tachar a Assange de espía de Rusia. La consigna entonces era: “¡Todos contra Assange!”. El fundador de Wikileaks aún se encontraba en una sala claustrofóbica en la embajada ecuatoriana en Londres, donde disfrutaba de asilo político desde 2012 gracias a la solidaridad del Gobierno de izquierda ecuatoriana de Rafael Correa. Cuando fui a visitarlo en junio de 2013, Assange no daba la sensación, ni mucho menos, de ser un admirador de Donald Trump o de Vladimir Putin.
Tal y como se explica aquí, tras las elecciones de 2017, el nuevo Gobierno de Lenin Moreno en Quito empezó a arremeter contra el fundador de Wikileaks por “comportamiento poco higiénico” en su claustrofóbico asilo, y por defender causas tabú como el derecho a decidir sobre la independencia de Catalunya.
El Ejecutivo español se sumó a EEUU al manifestar su desacuerdo con el asilo otorgado al periodista. “Julian Assange no era una figura que generaba simpatía en los círculos del Gobierno de España, ni de los gobiernos en general, ni en los medios hegemónicos”, me explicó la semana pasada el exembajador y aliado de Correa, Fernando Yépez.
The Guardian –en colaboración con medios morenistas proestadounidenses en Quito– dejó entrever que Putin efectivamente había filtrado los emails de Podesta a Wikileaks. “La relación de Assange con Moscú es de larga duración”, podía leerse en una investigación del diario británico. La única prueba que presentó el periódico era el hecho de que Assange había colaborado con el canal ruso RT (considerado un órgano de propaganda, no como los ejemplares medios del mundo libre occidental). Además, insinuaba The Guardian, Rafael Correa era uno de los diez tertulianos fichados por RT, como si esto fuera una prueba de culpabilidad.
Para The New York Times, The Washington Post, The Guardian y El País todo era ya una conspiración entre Wikileaks, el socialismo correista-bolivariano y Vladimir Putin para desestabilizar a los demócratas y allanar el camino a Donald Trump.
Los medios del supuesto progresismo occidental, aliados cada vez más estrechamente con el estado profundo estadounidense y el lobby neconservador de política exterior en Washington, habían dado la puntilla a Assange. El hacker anarquista de Wikileaks se había convertido en cómplice de los autoritarios de la extrema derecha Trump y Putin, en un enemigo de la libertad.
En noviembre de 2022, The New York Times, Le Monde, The Guardian, Der Spiegel y El País advirtieron en una carta pública del peligro para la libertad periodística que supondría la extradición de Assange por publicar información veraz sobre los crímenes de guerra perpetrados por la superpotencia estadounidense. Pero ya era tarde. El daño estaba hecho.
Lo más relevante de esta sucia historia de traición es que ya se conoce que el llamado escándalo Russiagate era un megabulo elaborado por el aparato demócrata y los servicios de inteligencia allegados a Clinton para criminalizar a Trump incluso antes de que accediera a la Casa Blanca.
La caza de brujas contra Assange por publicar los correos electrónicos de Podesta no tenía fundamento
La caza de brujas contra Assange por publicar los correos electrónicos de Podesta no tenía fundamento. El argumento de que hacía falta sacrificar al periodista para derrotar a Trump ya no tiene base. Incluso el informe Mueller de 2019 sobre el Russiagate afirma que “no se han encontrado suficientes pruebas de que WikiLeaks supiera (de los intentos de Rusia de hackear a Podesta)”.
En este vídeo, los periodistas Chris Hedges y Matt Taibbi explican cómo el aparato demócrata y los servicios de inteligencia colaboraron con redes como Twitter para crear el bulo Russiagate. Taibbi, junto a otros colegas como Aaron Mate o Lee Fang, han ido desmantelando la conspiración de falsas noticias sobre el papel de Putin en la derrota de Clinton. Lo más probable es que Wikileaks recibiera los correos de Podesta de un demócrata rebelde, tal vez de la campaña de Bernie Sanders, que había sido atacado y calumniado por la máquina de propaganda clintonista. La complicidad de Assange con Trump y Putin en el Russiagate “fue un gigantesco fraude mediático”, sostiene Taibbi.
Por si esto fuera poco, la idea de que Assange fuese amigo de Trump quedó definitivamente desacreditada cuando trascendió que Mike Pompeo, el exdirector de la CIA y secretario de Estado de la Administración de Trump, había instruido a agentes para explorar la posibilidad de asesinarle dentro de la embajada ecuatoriana. Mark Summers, de Wikileaks, explicó la semana pasada en una conferencia en Londres que Trump pidió “opciones detalladas” para asesinar a Assange. El expresidente de Estados Unidos, que pidió la extradición del periodista, será recordado como la figura más directamente responsable de la injusticia contra el fundador de Wikileaks.
La tumba de Assange ya se había cavado. Para Lenin Moreno, bajo fuertes presiones de Washington, el bulo del Russiagate fue la coartada perfecta con la que echar al periodista a los lobos. En una traición shakespeariana contra Assange y Correa, Moreno invitó a la policía británica a entrar en la embajada en abril de 2019 para detener al fundador de Wikileaks. Todo indica que el crimen se consumará pronto en los Royal Courts of Justice, en el centro medieval de Londres.
Andy Robinson es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)