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Votar cruzado, defender la República democrática y federal

Fuentes: Rebelión

El año 2024 debió ser de una conmemoración cívica mayor, que no se ha visto que el gobierno federal o los estatales hayan querido promover en la magnitud que hubiera sido de esperarse.

Se cumplen, nada menos, 200 años de haberse expedido la primera Constitución Política del país que tuvo vigencia efectiva (la de Apatzingán, de 1814, no la tuvo), y que además estableció, tras el derrocamiento del efímero Imperio de Agustín de Iturbide, la República y el federalismo. Éste no surgió de unos pocos ideólogos o de una sola provincia, sino de una fuerte corriente cocinada en muy diversas regiones del vastísimo territorio heredado de la Nueva España. Entre sus promotores más destacados, pero no únicos, vale mencionar al coahuilense José Miguel Ramos Arizpe, quien había sido diputado novohispano a las Cortes de Cádiz (1810-1812) que dieron al imperio y a sus provincias de ultramar su primer régimen constitucional, el oaxaqueño Ignacio María Ordoño, el nayarita Prisciliano Sánchez Padilla y varios más.

Contrariamente a lo que se piensa, el federalismo no resultó de una mera imitación de la constitución estadounidense de 1787. Como lo señaló Enrique González Pedrero, ya desde las Cortes de Cádiz, y como efecto de la lucha misma por la Independencia, la vena federalista estaba presente como una forma de desarticular el centralismo exacerbado de la monarquía absoluta española. Otros antecedentes directos se encuentran en el Pacto Federal de Anáhuac, de julio de 1823, el Contrato para la Asociación para la República de los Estados Unidos del Anáhuac (Guadalajara, 1823) y algunos otros documentos, que dan lugar al Acta Constitutiva de la Federación (enero de 1824) y a la Constitución Federativa de los Estados Unidos Mexicanos, del 20 de marzo de 1824.

Los liberales del siglo XIX hicieron suyo el federalismo, en tanto que los conservadores deseaban reconstruir el régimen centralista semimonárquico del periodo colonial. Las Constitución de 1857 refrendó el carácter federal de la República; pero el porfiriato fue, de hecho, un régimen centralista, protagonizado por el presidente, quien ponía a su antojo gobernadores, senadores y diputados. Fue necesario que la Constitución de 1917, como producto conspicuo de una Revolución que aspiraba a rehacer la estructura estatal sobre otras bases, reiterara una vez más la naturaleza federalista de la nación mexicana.

El federalismo, entonces, no es una mera forma ideológico-política; se corresponde con el ser regionalmente diferenciado de la nación mexicana, con grandes diferencias, desde la Colonia, entre un Norte criollo (y, desde el porfirismo, muy vinculado económica y socialmente con los Estados Unidos, especialmente el territorio que fuera mexicano hasta 1848), un Centro mestizo e indígena en el que se concentraron la población y el poder político, y un sur más atrasado y más densamente poblado por pueblos originarios. Dentro de cada una de esas regiones hay, a su vez, grandes diferencias étnicas, lingüísticas, culturales y, por supuesto, económicas y sociales.

¿Pero qué es el federalismo? De éste existen muy diversas formulaciones, de Kant a Proudhon y a los padres del constitucionalismo norteamericano. Pero, en cualquiera de sus versiones, se reconoce la necesidad, frente a la conformación de los grandes Estados nacionales europeos, y luego, de la Revolución Industrial, que dieron lugar a una gran concentración del poder político y las energías sociales, de revertir en alguna medida ese proceso y distribuir el poder entre las entidades comunitarias, municipales, regionales y provinciales, etcétera. “El principio constitucional —nos ilustra Lucio Levi— en que se funda el Estado federal es la pluralidad de centros de poder soberanos coordinados entre sí, de tal manera que al gobierno federal, competente respecto de todo el territorio de la federación, se le confiere una cantidad mínima de poderes indispensables para garantizar la unidad política y económica, y a los estados competentes cada uno en su territorio, se les asigna los poderes restantes”.

En el siglo XX, pese a nuestras tres constituciones federalistas, volvimos a vivir un largo periodo de concentración y centralización extraordinarias; primero, como efecto del propio régimen presidencial, que hace del Ejecutivo un poder unipersonal con enormes facultades; y segundo como resultado, desde 1929, de la conformación de un régimen de partido (casi) único, partido de Estado o partido de régimen, según la formulación que se elija. En lo que coinciden los autores que analizaron ese periodo es en que el presidente y el partido oficial fueron siempre las dos piezas clave para el ejercicio del poder y el control autoritario sobre las masas y las clases subalternas. Octavio Paz llamó “ogro filantrópico” a ese peculiar aparato que al mismo tiempo que centraliza el poder y la fuerza, atiende necesidades y demandas sociales de la población (educación, salud, servicios, infraestructura de comunicaciones, energía) dotándose así de una gran legitimidad.

El cambio de régimen inició, no en 2018, como lo plantea la propaganda gubernamental; tampoco en 2000, cuando se dio el primer cambio partidario en al aparato de Estado, que no fue sino la transferencia de éste de la burocracia político-partidaria tradicional a un sector de corte más empresarial, y que por tanto fortaleció y consolidó a ciertos sectores de la burguesía monopolista, como ya venía ocurriendo desde el gobierno de Carlos Salinas De Gortari. Si algún cambio se introdujo fue, aproximadamente, desde 1990 y en los años siguientes, cuando lograron los sectores políticamente activos de la sociedad desconcentrar algunas parcelas de poder otrora en manos del Ejecutivo: IFE-INE autónomo, comisiones nacional y estatales de derechos humanos, INAI y organismos similares en las entidades, organismos reguladores autónomos y desconcentrados, fiscalías independientes, etcétera. La concentración de poder alcanzada en el culmen del presidencialismo (la “presidencia imperial”), hasta por lo menos 1994, implicaba que cualquier cambio de régimen comprendiera la descentralización y redistribución del poder. Un movimiento municipalista y federalista se gestó también durante el periodo de Ernesto Zedillo, cuando además las oposiciones comenzaron a ganar más presencia en el gobierno de los Estados y en ayuntamientos. El tema de las autonomías fue planteado por el movimiento indígena del país al calor del levantamiento del EZLN en Chiapas.

Desde 1978, la reforma electoral supuso también otra modalidad de redistribución del poder: las figuras de diputados y regidores de minoría, electos sobre el principio de la proporcionalidad. Se estableció en la Cámara de Diputados una ampliación de 300 diputados (distritales) a 400. Cien de ellos serían desde entonces de representación proporcional o plurinominales, designados desde las listas registradas por los partidos por el procedimiento de cociente electoral (votos válidos emitidos/300) y resto mayor. En un principio se estableció también el método —ahora poco recordado— de doble boleta, a fin de que el elector votara por el candidato de su distrito y por la oposición, conforme a las listas de plurinominales; pero el método no funcionó y acabó por ser desechado: los ciudadanos votaban por el mismo partido en ambas boletas, sin haber entendido bien a bien la lógica del procedimiento. El retroceso fue que el sistema de listas y la eliminación de la segunda boleta consolidaron el aspecto más nefasto de la partidocracia: el manejo de las listas por las burocracias partidarias. Desde entonces, son los dirigentes de partido los que se colocan a sí mismos y a sus allegados en los primeros lugares de las listas, y llegan así a ser legisladores sin hacer campaña y, como lo reconoce la voz popular, sin que “nadie vote por ellos”. Más adelante, en sistema empeoró más aún, al adoptarse la figura de la lista plurinominal también para el Senado, con lo que se rompió el principio de paridad entre las entidades del país que estaba en su concepción original.

El punto actual es que las inminentes elecciones del 2 de junio han sido planeadas y presentadas por el presidente López Obrador como un plebiscito acerca de su propia gestión. Y no le falta razón. En gran medida, quizá inusitada, la actitud de los electores ante la boleta se definirá, más que por los candidatos y sus ofrecimientos políticos, por la opinión a favor o en contra del gobierno que termina. Esa tendencia se corresponde, además con la polarización política exacerbada con la que ha conducido este gobierno el presidente. Hay que estar incondicionalmente y sin matices en su apoyo o ser considerado un virtual enemigo o hasta traidor a la patria.

No es tampoco una situación aislada, sino que encuentra múltiples correlatos en el plano internacional. La tendencia a personalizar y concentrar el poder político en las instancias unipersonales, en detrimento de las colectivas, ha cobrado fuerza en los últimos tiempos, y en México se expresa desde la presidencia misma de la República hasta el despotismo con el que la rectora Yarabí Ávila González quiere conducir a la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo a través de su nuevo Estatuto Universitario.

La disputa real en la presente elección no es meramente entre opciones partidarias, que ya no son todas ellas sino maquinarias electorales pragmáticas, catch-all, sino entre la concentración y la descentralización del poder, con riesgo de retrocesos de por lo menos cuatro décadas. Cuando el gobernante plantea la necesidad de obtener una casi imposible mayoría calificada en el Congreso, que le permita en el último mes de su gestión modificar a su antojo la Constitución para tomar el control del Poder Judicial y debilitar o desaparecer los organismos creados para acotar el poder presidencial mismo; y cuando aspira a controlar todos los gobiernos locales, propone con toda claridad el retorno al viejo régimen de Ejecutivo omnipotente y partido oficial como único canal para encauzar las demandas sociales: el viejo ogrofilantropismo de Luis Echeverría o de Carlos Salinas de Gortari.

El antídoto no es sencillo, pero sin duda pasa por revisar, en cada municipio y distrito, las opciones que permitan redistribuir el poder, y promover el voto diferenciado, ahí donde “el elector cambia su preferencia de partido en una, varias o todas las decisiones electorales que puede tomar en una misma papeleta electoral, en la que unas son independientes de las otras” (Dieter Nohlen: Sistemas electorales y partidos políticos, FCE). La anulación del voto, como una forma activa de abstención, expresa el rechazo, si no al sistema de partidos como conjunto, sí al menos a la baja calidad (política, moral) de los candidatos, y es una opción del ciudadano ante la prevalencia de los intereses de la partidocracia.

Nos tocará en esta elección a los ciudadanos tomar decisiones trascendentes, más allá de los contenidos de las propuestas electorales. Se trata, como lo ha planteado López Obrador, de reconcentrar en el Ejecutivo el poder, convertir nuevamente al Legislativo en mero órgano de operación de las decisiones del presidente y tener gobernadores y presidentes municipales dependientes también del presidente de la nación, o de fortalecer, por medio del pluralismo, la República y nuestro bicentenario federalismo.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

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