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La falsa regresión democrática en México

Fuentes: Rebelión

A pesar de que el proceso electoral en México aún no concluye ni formal ni jurídicamente, pues aún hace falta que la autoridad en la materia, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, sancione el resultado y conceda, con ello, estatuto de legalidad a las victorias de quienes resultaron vencedores en las urnas, una cosa ya es segura: de acuerdo con la información dada a conocer por el Instituto Nacional Electoral, inclusive si las múltiples impugnaciones y solicitudes de recuentos de votos hechas por los partidos Acción Nacional (PAN), Revolucionario Institucional (PRI) y de la Revolución Democrática (PRD) proceden, no hay posibilidad, en el horizonte inmediato, ni de que se revierta la ventaja de más de treinta puntos porcentuales de diferencia que obtuvo en su favor el Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) ni, mucho menos, que la elección en su totalidad sea anulada y el proceso repuesto con unas nuevas votaciones.

La inevitabilidad de que esto suceda; es decir, de que el triunfo electoral del proyecto político y de nación del obradorismo y de la Cuarta Transformación llegue a ser validado por el Tribunal, en los hechos, ha desencadenado, entre otras reacciones –positivas y negativas por igual–, que, en los principales espacios mediáticos monopolizados por las y los intelectuales orgánicos de la oposición (en la radio, en la prensa y, sobre todo, en la televisión), prácticamente dos temas de discusión se hayan vuelto dominantes en la definición de sus agendas. A saber: por un lado, el relativo al diagnóstico sobre las razones que llevaron a poco más de treinta y cinco millones de electores (de un padrón de casi noventa y ocho millones y medio de votantes) a sufragar por Claudia Sheinbaum como próxima presidenta de México (2024-2030); y, por el otro, el concerniente a la valoración de las consecuencias que tendría sobre el contenido y la forma de la democracia mexicana, a lo largo de los siguientes seis años, la aplastante victoria de Sheinbaum y de MORENA en las urnas.

Omitiendo, por el momento, la discusión sobre los motivos que llevaron a tantos millones de ciudadanos y de ciudadanas a votar masivamente y en bloque por MORENA, en particular; y por su fórmula electoral de coalición con el Partido Verde y el Partido del Trabajo, en general (en tanto que el consenso que existe entre estos círculos de intelectuales, al respecto, sigue siendo que el electorado o se dejó engañar por la narrativa ideológica del presidente López Obrador, o que esas personas vendieron su voto a cambio de programas sociales de transferencias monetarias directas, o que hubo algún tipo de fraude en el conteo de votos, o que lo hicieron por ignorancia y por falta de instrucción política, etc.); debatir el tema de las implicaciones políticas que se desprenden del hecho de que MORENA y sus aliados obtuviesen, sin dificultades, mayorías calificadas lo mismo en el Congreso de  la República que en las legislaturas de las entidades federativas, es, sin embargo, un asunto que resulta interesante, por lo menos, para dar cuenta en qué sentido el régimen político mexicano se encuentra atravesando por un transformación profunda respecto de lo que fue bajo el bipartidismo hegemónico de derecha en la historia reciente del país (1988-2018) y, sobre todo, de los rasgos que en su momento salvaguardaron al autoritarismo priísta que dominó prácticamente a la totalidad del siglo XX mexicano (primero entre 1929 y el año 2000 y nuevamente entre el 2012 y el 2018).

Y es que, en efecto, si bien es verdad que, sin importar lo que se diga acerca de este tema, ahora mismo, ni los resultados de la elección van a cambiar ni, mucho menos, los amplísimos sectores de la sociedad que votaron en favor de la continuidad de la 4T van a cambiar de opinión radicalmente, también es cierto que el fondo de la cuestión es de interés analítico, político, histórico y hasta cultural precisamente porque demanda de la ciudadanía mexicana (y de sus círculos académicos e intelectuales) un ejercicio de imaginación política para repensar con claridad un cúmulo de sentidos comunes que antaño solían ser de uso corriente para analizar la naturaleza del ejercicio del poder público en el país –y que hoy sencillamente a no son capaces de dar cuenta de la realidad que se vive en el territorio nacional–, pero también para comprender los sentidos comunes y la cultura política nacientes que se hallan en trance de sustituir a lo viejo.

Dicho, pues, lo anterior, el meollo del asunto es, para la oposición a la 4T y al obradorismo, el siguiente (aunque con variaciones discursivas según se trate de uno o de otro intelectual): en las votaciones del pasado 2 de junio, el Movimiento de Regeneración Nacional salió excesivamente fortalecido debido a que fue capaz de conseguir la presidencia de la República y sumar a su causa a, por lo menos, siete de nueve gobiernos locales en disputa, pero, sobre todo y fundamentalmente, a causa de que en ambos niveles de gobierno (el federal y el local) el partido del aún presidente de México consiguió hacerse con las mayorías calificadas necesarias para operar reformas constitucionales sin tener que negociar con sus opositores los votos requeridos para consumarlas. Es decir, en esta línea de ideas, si bien la oposición, en general, parece aceptar con resignación los triunfos de MORENA, de la 4T y del obradorismo conseguidos en el ámbito de los poderes ejecutivos federal y locales, su verdadera preocupación se centra en que esa victoria vino acompañada de mayorías legislativas capaces de modificar, prácticamente sin contrapesos que valgan por parte de sus adversarios, los fundamentos constitucionales del Estado mexicano, de su andamiaje gubernamental, de la cultura política que lo acompaña y de las reglas del juego que animan al régimen político mexicano en cuanto tal.

Llevado hasta sus últimas consecuencias en boca de las y los intelectuales orgánicos del priísmo, del panismo y, en menor medida, de ese perredismo que está a punto de desaparecer como partido político nacional, la consecuencia a la que se llega es una: en los hechos, la victoria electoral de MORENA en 2024 significa la resucitación del viejo régimen de partido hegemónico que construyó el priísmo a lo largo del siglo XX, en el que el partido dominante en cuestión (en este caso sería MORENA) deja de ser un instituto político más y pasa a convertirse en un órgano del Estado mexicano y, también, en el que ni las minorías partidistas y ciudadanas cuentan con representación política (real y formal) en el aparato federal de gobierno ni la pluralidad política tiene cabida ni, tampoco, existen los contrapesos institucionales, legales y constitucionales propios de la división de poderes clásica de las repúblicas liberales y democráticas modernas.

De ahí, pues, que, a menudo, en este encadenamiento de ideas se termine concluyendo que lo que trajo consigo la jornada electoral del 2 de junio de este año fue una regresión democrática que muy probablemente podría terminar en la consolidación de un gobierno totalitario –según rezan las versiones más estridentes de este discurso– o, por lo menos, en una reedición de un viejo autoritarismo que pondría en peligro a las minorías que no se sienten representadas por MORENA, la 4T y/o el obradorismo (este último ahora personificado por Claudia Sheinbaum).

¿En qué medida, sin embargo, esta apocalíptica preocupación de la intelectualidad mexicana de derecha es verdad? En abstracto, por supuesto, es cierto que en cualquier régimen político de partido único, dominante y/o hegemónico en el que no se cuenten con contrapesos lo suficientemente fuertes como para acotar los excesos del actor mayoritario se corre el riesgo, precisamente, de que esa fuerza mayoritaria actúe sin limitación alguna; en favor o en contra, inclusive, de su propio electorado. Para ilustrarlo, la teoría política contemporánea (y, en México, hoy, las voceras y los voceros de las derechas unidas contra la Cuarta Transformación) suele recurrir a los casos históricos del nacionalsocialismo y del fascismo para ilustrarlo y, en el acto, advertir de los riesgos que se corren, por un lado, cuando se piensa que el pueblo es siempre bueno y sabio y que electoralmente siempre sabe qué hacer y por qué proyecto político votar; y, por el otro, cuando se le confiere una excesiva representación a una única fuerza partidista, sin contrapesarla fortaleciendo del mismo modo a otros partidos o a otros poderes del Estado (esencialmente el legislativo y, como último recurso, el siempre conservador poder judicial).

En abstracto, nuevamente, este argumento –que se vale de hacer del nazismo y del fascismo las metáforas por antonomasia del mal radical– en y por sí mismo parece ser de un sentido común tan básico y elemental como para no atender a la advertencia que conlleva explícitamente cualquier analogía del presente que se haga con aquellos dos regímenes del pasado reciente de Occidente. Y, sin embargo, no deja de ser, por lo menos, tramposo en su concreción. Y es que, en efecto, si se presta atención al detalle histórico sobre el proceso social que siguieron tanto el nazismo como el fascismo para llegar a ser lo que terminaron siendo, lo primero que resulta evidente es que su triunfo electoral, además de darse en unas circunstancias muy particulares de decadencia material y espiritual (no sólo por la crisis económica, sino por el trauma de la devastación que dejó tras de sí la guerra) en gran medida se dio de manera forzada en virtud del recurso a la fuerza y a la violencia sistemáticas a las que apelaron fascistas y nazis por igual, a través, sobre todo, de cuerpos paramilitares y de la instauración, de facto, de Estados de excepción, con todo lo que ello significó en términos de la pérdida individual y colectiva de derechos fundamentales de las personas y de la indefensión jurídica, política e institucional a la que fueron arrastradas, volviéndolas objeto de múltiples y muy diversas vejaciones.

Es decir, ni el nacionalsocialismo ni el fascismo se consolidaron, a pesar de haber sido, ambos, fenómenos de masas, en las urnas (el fascismo ni siquiera arribó por la vía electoral al gobierno de Italia). Uno y otro, antes de llegar a ejercer efectivamente funciones de gobierno y la dirección de sus respectivos Estados, se caracterizaron por la represión sistemática de la población y por la aniquilación política (pero también física) de la oposición que se les enfrentaba, a menudo asesinando a sus principales liderazgos y, en menor medida, a través de su encarcelamiento o reclusión en campos de concentración (antes de que estos se convirtiesen en los espacios de exterminio en los que los transformó el nazismo). En ambos casos, además, por lo menos en el ámbito parlamentario, fascistas y nazis no se convirtieron en fuerzas partidistas mayoritarias en sus respectivas Cámaras legislativas –por lo menos hasta antes de su disolución– al margen de la representación que en ellas tenían otras fuerzas políticas, sino que, antes bien, lo lograron en virtud de los apoyos que recibieron de esos otros partidos (como lo fue en uno y en otro caso la crucial complicidad de la socialdemocracia). En otras palabras: lo que en abstracto suponía la existencia de cierto pluralismo político y de fuerzas de oposición parlamentaria, en los hechos, no funcionaba así.

Ahora bien, más allá de lo absurdas que resultan las abstractas analogías de la política mexicana actual con cualquiera de las experiencias totalitarias del pasado de Occidente, hay tres argumentos más que suelen repetirse una y otra vez en las opiniones de la comentocracia mexicana al servicio de las derechas unidas en PAN-PRI-PRD que también deben de ser reveladas por las trampas argumentativas que las fundamentan. A saber: el primero de ellos es que toda mayoría calificada debe ser repudiada y combatida porque, en y por sí misma, es contraria al valor intrínseco que –se supone– conlleva la pluralidad partidista equitativa; el segundo es que, al haberle concedido a MORENA una representación legislativa tan amplia, las fuerzas políticas que quedan en una condición minoritaria se ven reducidas a la indefensión y, –no lo dicen así, pero casi–: convertidas en víctimas del despotismo de las mayorías incultas, ignorantes y pobres del país); y, el tercero: que los únicos contrapesos efectivos en cualquier Estado-nación moderno son los que ejercen entre sí los tres poderes de la Unión. ¿En dónde están las trampas o, más bien, la falsedad política, aquí?

En relación con el primer punto, lo que es claro es que, si se concede como verdadero el argumento de que toda mayoría calificada es despreciable en y por sí misma, sin importar cuál sea el partido político que la ejerza, al final, lo que se estaría justificando y legitimando es la idea de que las mayorías poblacionales del país no deberían de tener el derecho a verse representadas de manera directamente proporcional en las instituciones del Estado y del aparato de gobierno ni, tampoco, la oportunidad de participar con una fuerza proporcional a su número en la construcción de un Estado-nacional que sirva a sus intereses y necesidades de manera prioritaria (y no sólo a los de las élites que en este país son numéricamente minoritarias, aunque políticamente más fuertes que muchas mayorías sociales). Es decir, acá la trampa está en que, si se disculpa la equidad en la representación legislativa sólo por ser serlo, se estaría defendiendo la imposibilidad de que las capas mayoritarias de la población participen en la definición política de la sociedad en la que viven.

Y es que, en efecto, piénsese, por ejemplo, en que, si para reformar al poder judicial de la federación es necesaria una mayoría calificada en el Congreso de la Unión y en las legislaturas estatales, pero esa reforma va en contra de los privilegios de una élite minoritaria –que, además, históricamente ha tendido a defender un proyecto de nación abiertamente antipopular–, entonces, al amparar la equidad partidaria por la pura y simple equidad partidaria, sin importar que el electorado mexicano haya votado razonada y conscientemente en favor de la posibilidad de llevar a cabo dicha reforma por considerarla afín a sus intereses, al final lo que se tiene es la anulación de la propia voluntad popular por un principio abstracto de igualdad o equidad legislativa. ¿Cómo, entonces, hacer efectiva la voluntad del pueblo, hacer valer sus derechos, sí nunca se le permite ser una mayoría gobernante y legislativa capaz de vencer las resistencias oligárquicas (de élite) que se le oponen?

De manera tramposa, ante esta objeción en favor de las mayorías sociales del pueblo de México, las y los intelectuales de la reacción contemporánea emplean como contraargumento la idea de que, entonces, al favorecer representaciones legislativas tan amplias de un partido como MORENA, las fuerzas y los sectores minoritarios de la sociedad son reducidos a la indefensión, a objetos de un despotismo popular animado por sectores pobres, incultos y/o ignorantes. También, de manera tramposa, para hacer valer este razonamiento utilizan como chantaje moralino el alegato de que la diversidad sexogenérica o las comunidades indígenas, etc., también son sectores numéricamente minoritarios de la población, por lo cual, al hacer votos en favor de que las masas consigan mayorías en los Congresos del país de facto se estaría atentando en contra de esas otras minorías (y no sólo de las élites), pues la mayoría de la población mexicana ni es indígena ni hace parte de la diversidad sexogenérica.

Al margen de que acá vuelve a aparecer el elogio abstracto de las minorías (a lo Tocqueville) únicamente por ser minorías (pues se les olvida que minorías también fueron las noblezas, las aristocracias, el alto clero y la realeza que dominaban al pueblo llano durante el feudalismo), lo que verdaderamente hay que evidenciar como falsedad en esta segunda tesis de la comentocracia opositora mexicana son dos supuestos de fondo: por un lado, la idea de que combatir privilegios es lo mismo que ir en contra de derechos fundamentales de los individuos y de las colectividades y, por el otro, la premisa de que el programa de gobierno de MORENA, Claudia Sheinbaum, de la 4T y/o del obradorismo en verdad se proponen ir no sólo en contra de los privilegios de élite sino, de igual modo, en contra de los derechos fundamentales de múltiples y diversas minorías sociales.

Y es que, otra vez, en abstracto, afirmar que las mayorías conseguidas por MORENA el 2 de junio pueden convertirse en una amenaza lo mismo para los privilegios de las élites políticas, intelectuales, corporativas, etc., de México que para los derechos de minorías como la comunidad LGBTIQ+ o como las comunidades indígenas puede parecer lógico. Sin embargo, en los hechos, la realidad es que nada en el programa de gobierno del próximo mandato presidencial siquiera sugiere remotamente que entre sus compromisos se halle el ir en contra de derechos de cualquier minoría. Es más: a lo largo de los últimos seis años, durante la presidencia de Andrés Manuel, las pruebas en sentido contrario fueron apabullantes: MORENA legisló sistemáticamente para ampliar y profundizar la cobertura formal y la efectividad real de los derechos de las minorías en este país.

Pero, por supuesto, como para las y los intelectuales de oposición constituye una ingenuidad pura y dura el confiar en que no exista la posibilidad de que el poder corrompa y el poder absoluto corrompa absolutamente, argumentan: es mil veces mejor contar con contrapesos concretos e institucionales que respondan a intereses adversos identificables a la fuerza política mayoritaria que confiar ciegamente en que ésta actuará éticamente y con responsabilidad política ante sus bases sociales de apoyo, pero, sobre todo, ante esas franjas de la ciudadanía que no se sienten representadas por ella. Como en los dos alegatos anteriores, aquí también la comentocracia de la reacción parte de una petición de principio: creer que el poder político y su ejercicio público son malos y corruptos por naturaleza; incapaces de responder a las necesidades y los intereses de las mayorías poblacionales y de sus intereses comunes.

Sin embargo, al margen de ello, lo que realmente resulta problemático es su concepción de que no existen los contrapesos fácticos hostiles a cualquier proyecto de nación progresista que se convierta en gobierno o, peor, partir del convencimiento de que en verdad el propio electorado mexicano (organizado o no) es incapaz de asumir un rol de contrapeso activo cuando sus representantes populares no son capaces de responder a sus demandas e intereses. Sobre todo, partir de esta concepción de que el pueblo de México es esencialmente apático y carente de interés acerca de la política nacional, luego de haber vivido todo un sexenio en el cual se dieron muestras concretas de lo contrario (como lo fue la propia jornada electoral del 2 de junio) es, por lo menos, ingenuo. Casi tan ingenuo como creer que, en gobiernos panistas y priístas anteriores, aún sin contar con mayorías aplastantes a lo largo de sus últimos tres sexenios al frente de la presidencia de la República (2000-2018), los tres poderes de la Unión en realidad mantenían relaciones de absoluta e infranqueable independencia y contrapeso entre sí.

Finalmente, quizá también valga la pena dejar anotada aquí una línea de problematización más: cada vez que estas y estos intelectuales han quedado evidenciados en su hipocresía (toda vez que hoy condenan rabiosamente aquello que en los años del priísmo y del panismo condonaron por ser, a menudo, beneficiarias y beneficiarios directos de las canonjías del poder político en turno), aparece una objeción inmediata que suelen esgrimir ante sus críticos y críticas de izquierda (hagan parte de MORENA o no). Y esta es: si las cosas fueran al revés y hubiese sido la derecha la ganadora de mayorías aplastantes ¿también estarías de acuerdo con ello y la defenderías como hará lo haces con MORENA, la 4T y el obradorismo? Evidentemente, aquí, de lo que se trata, es de evidenciar que las y los intelectuales orgánicos de MORENA, la 4T y el obradorismo también usan un doble rasero intelectual para defender lo que indudablemente condenarían del priísmo y del panismo.

Acá, el engaño está en volver a apelar a la neutralidad o a la equidistancia como criterio de validez y de verdad, perdiendo de vista que, evidentemente, no es lo mismo en términos éticos, históricos, políticos, económicos, culturales, etc., defender una mayoría de izquierda que trabaja en favor de la construcción de una sociedad mucho más libre, más igualitaria, más democrática y más socialmente justa que amparar una mayoría de unas fuerzas partidistas y sociales cuyo proyecto de nación se encuentra animado por la idea de mantener, ampliar y/o profundizar la dominación, la explotación y la marginación de individuos y de colectivos (o sencillamente defender sus privilegios en demérito de los derechos de las mayorías). Pedirles a las izquierdas, en consecuencia, que usen el mismo rasero que usan con el progresismo para juzgar, también, a las derechas, es pedirles cínicamente que midan con la misma vara a regímenes que tienen por objetivo programático dignificar la vida de las personas y a regímenes que se proponen lo contrario, respectivamente. 

Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México.

@r_zco

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